Traducido para Rebelión por Rocío Anguiano
En una reciente entrevista, Mustafá Barguti manifestaba lo siguiente: «Siendo objetivo, hay que reconocer que tanto Hamás como Hezbolá son resultado de la intransigencia israelí» ¿Qué decir de esta obviedad? Por definición, la aparición de cualquier movimiento contestatario es consecuencia de la intransigencia del sistema dominante. Así, también podemos afirmar que el paso de Fatah a la lucha armada, en 1965, fue consecuencia de la intransigencia del Estado de Israel. En la época de la Argelia colonial, la creación del FLN, en 1954, fue asimismo consecuencia de la intransigencia francesa frente al MTLD de Messali Hadj. Del mismo modo, la creación histórica de los partidos socialistas y comunistas puede ser considerada como consecuencia de la intransigencia de los regímenes burgueses frente a los movimientos justicialistas anteriores. No parece que haya nada nuevo bajo el sol.
Sin embargo, tras esta evidencia se esconde, en realidad, una insinuación extendida sobre Hamás, según la cual su creación habría estado supervisada por los propios servicios israelíes o, al menos, estos la habrían visto con buenos ojos. ¿Es necesario insistir en que todos los poderes establecidos intentan aprovechar la aparición de un nuevo movimiento de oposición para fragmentar la contestación global? Ya se sabe, «divide y vencerás». Así, por ejemplo, en la Rusia zarista la policía política, la terrible Okrana, al principio, sin duda, vio con buenos ojos la aparición del Partido Socialdemócrata de Rusia como contrapunto a movimientos anteriores, nihilistas o socialistas revolucionarios, aparentemente más radicales y que practicaban, a diferencia del POSDR, un terrorismo desenfrenado en el sentido propio del término. Claro que no sospechaba que se trataba del germen del futuro partido bolchevique de Lenin, el que derrocaría a la dinastía de los Romanov… Pero además, el hecho de que la Okrana hubiera conseguido infiltrar la organización de la Guardia Roja hasta los mismos órganos directivos, no cambió en nada el sentido de la historia, como se decía.
Pero volvamos a las declaraciones de Mustafá Barguti. Su afirmación da a entender claramente que habría algo anormal en la aparición de estas dos formaciones: Hasmás y Hezbolá. Como si hubieran nacido por generación espontánea y , en el fondo, no tuvieran nada que ver con las propias sociedades palestina y libanesa. Hijas de la violencia y las intrigas israelíes, quedarían así deslegitimadas desde su mismo origen. Es inútil decir que esta tesis, que se apoya alegremente sobre ciertos prejuicios post o pre 11 de septiembre, no se corresponde en absoluto con la realidad. Sin duda, habría mucho que comentar sobre la secularización de los movimientos religiosos en esta zona y su difícil inserción en el juego político. Pero, como se suele decir, más que un error, sería un crimen político presentar o dejar que se presenten estas formaciones como fuerzas casi exógenas, incluso artificiales. E incluso, aunque Israel, que lleva tiempo buscando una alternativa moderada a la OLP, seguramente se alegró al principio del nacimiento de Hamás, las dinámicas sociales que presidieron su aparición son muy reales. Al mismo tiempo, hemos de reconocer que es innegable que el Hamás de los años ochenta, mojigato y organizado en torno a sociedades deportivas (de nuevo, el deporte… la resistencia china antibritánica del siglo XIX encubrió sus actividades tras los clubs de boxeo, en el momento de la famosa «rebelión de los boxeadores») no tiene gran cosa que ver con el Hamás de hoy. Pero vayamos a la propuesta esencial de Mustafá Barguti. Organizar un gran movimiento de contestación palestino mediante medios pacíficos como los de Mahatma Gandhi o Nelson Mandela. Para empezar, contrapongamos el hecho de que afirmar que el movimiento de Gandhi y aún más el de Nelson Mandela habrían vencido únicamente gracias a sus medios pacíficos no es, ni más ni menos, que una gran falacia. Por lo que concierne al movimiento de Gandhi, empezaremos señalando que este no tenía que enfrentarse, como tienen que hacerlo los palestinos, a un colonialismo de ocupación sino contra una administración colonial que intentaba explotar las Indias en un sentido capitalista. Sin duda, el poder británico administraba la perla del Imperio con mano de hierro, pero a excepción de las tropas, administradores civiles y empresarios, allí no había ni asentamiento colonial ni kibutz, intentado reemplazar a los indígenas. Y este es un matiz importante. Además, la lucha liberadora de Gandhi se desarrolló en un momento histórico, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, más bien favorable a la lucha anticolonial. De hecho, el temor de ver caer a la India, como China, en el comunismo, llevó a los británicos, alentados por Estados Unidos, a reconsiderar su presencia en este país.
Y lo que es más, al margen de este movimiento aparentemente pacífico, se desarrollaron de forma continua muchas acciones violentas contra agentes coloniales o infraestructuras británicas. Además, recordemos que después de la guerra, Londres, que desde los años treinta ya es partidaria de la independencia de las Indias, intenta sobre todo formalizar sus relaciones con el futuro e ineluctable Estado independiente. Finalmente, en cuanto a los métodos de lucha, es cierto que la total dependencia económica de Palestina respecto a Occidente e incluso Israel, la otra cara de la famosa ayuda internacional, no impide pero hace mucho más difícil cualquier iniciativa de boicot comparable a las que inició Gandhi. Otra diferencia es que el partido del Congreso indio podía sacar a la calle sin ningún problema masas humanas considerables con las que evidentemente no cuentan en absoluto los palestinos. Todo ello nos llevan a relativizar esta referencia a los métodos de Gandhi al igual que él mismo los relativizó en algunas de sus citas: «Creo que para liberarse sólo se puede elegir entre la violencia y la cobardía, yo aconsejo la violencia» y también «Yo insistía en cada reunión en que a no ser que sintieran que con la no violencia tenían una fuerza infinitamente mayor a la que poseían antes, no debían aplicar la no violencia y debían retomar las armas».
Hagamos ahora la comparación, todavía más disparatada, con el ANC. El Congreso Nacional Africano, que abandona en 1960 la estrategia de la no violencia, se dota entonces de un brazo armado con el poético nombre de «la lanza de la nación» (Umkhonto we Sizwe). Este pone bombas en los supermercados y cines de los barrios blancos de Sudáfrica y ataca a los civiles blancos en sus granjas-colonias aisladas. En ellas, a veces, se masacra a mujeres y niños blancos. Algunos colaboradores indígenas sufren el famoso suplicio del neumático (un neumático en llamas alrededor de la cintura). Además, aunque la corrupción en el seno del ANC, especialmente la de Winnie Mandela, fue siempre patente, el ANC nunca fue desacreditado, ni calificado de movimiento corrupto. Porque a diferencia de lo que pasa con el movimiento de liberación palestino, lo que siempre se ha planteado es si la causa era justa y no sus epifenómenos, ni los medios empleados. Además, otro factor favorable a la lucha del ACN, con el que no cuenta el movimiento palestino, es que en los años ochenta, cuando el apartheid se había quedado totalmente obsoleto desde el punto de vista de sus intereses e incluso era contraproducente, lo importante era, sobre todo para Estados Unidos, que el sistema evolucionara sosegadamente. Sin embargo el imperialismo, indolente por naturaleza, solo acepta cambios de forma obligada y forzada, y no hay ninguna duda de que sin la resuelta oposición del ANC, habría perdurado. Es sabido que desde la presidencia de Carter, algunos responsables estadounidenses estaban convencidos de la necesidad de reformar el régimen del apartheid. Pero además, esta voluntad iba a tener un nuevo impulso en los años ochenta, bajo la presidencia de Ronald Reagan, en un momento en el que, (una vez más) debido al calentamiento de la guerra fría (la invasión del Líbano por parte de Israel, la de la Isla de Granada por los Marines, Afganistán, el Salvador, etc.) se trataba, apoyando la liberación de Sudáfrica, de conservar lo esencial y privar así a la propaganda soviética de un argumento antiimperialista de peso.
Pero volvamos a Palestina e interroguémonos más bien sobre la negativa de los medios de comunicación dominantes y también de algunos supuestos amigos de Palestina, a relacionar la violencia liberadora con la ocupación israelí, como se hizo entonces con el régimen de Pretoria. Así, los métodos de lucha que utiliza el movimiento nacional palestino, sin distinción de tendencias, adquieren a los ojos de muchos en Francia, incluida la extrema izquierda, mayor importancia que los fines liberadores. Y sin embargo, los mismos que hoy critican duramente el terrorismo palestino precipitándose a darle lecciones de moral, como ha sido hace poco el caso del atentado contra la Jeshiva de Jerusalén, olvidan que tanto el PCF, como el Movimiento de la Paz y la CGT, sin mencionar otras corrientes de la izquierda francesa, no dijeron nunca nada de los atentados contra los blancos de la ANC. Se consideraba al poder racista de Sudáfrica responsable, en menor y en mayor medida, de todas las pérdidas humanas ocurridas en esa parte del mundo. En cuanto a Nelson Mandela, recordemos que este supuesto adepto de la no violencia fue detenido en 1962 cuando volvía de Argelia, gobernada entonces por Ben Bella. No había ido allí precisamente para conocer la artesanía típica, sino que volvía de un entrenamiento militar (efectuado en la bonita ciudad de Maghnia).
Está claro que cualquier tipo de violencia es detestable y todo indica que el debate sobre la militarización, que ha gangrenado ciertos movimientos de liberación, llegando incluso a hipotecar gravemente su futuro, no es superfluo. Pero lo contrario tampoco es cierto. ¿Cómo imaginar una salida favorable a estos movimientos sin una relación de fuerzas real? ¿Quién se puede creer que la desobediencia civil podría por sí sola desalojar a los colonos de Cisjordania y Jerusalén, permitir el retorno de los refugiados y liberar a los prisioneros y Jerusalén? En cuanto a la solidaridad internacional, seamos realistas, por muy fuerte que sea, su nivel actual, mediocre, es incapaz de producir en esta relación de fuerzas un cambio significativo. Es interesante señalar que los mayores éxitos diplomáticos de la OLP (por ejemplo, Arafat en la ONU en 1976) se obtuvieron en un momento, los años setenta, en el que los palestinos practicaban el «terrorismo» espectacular a gran escala. Contraponer la primera Intifada supuestamente pacifica (¡con al menos 800 jóvenes asesinados!) a la segunda, al parecer militarizada por Arafat, como lo hacen algunos es otro sinsentido. En primer lugar, porque supone ignorar que la primera Intifada estuvo lejos de ser tan espontánea como se dice, ya que estuvo alimentada por los propios Arafat y Abú Jihad desde Túnez. E incluso Abú Jihad pago con la vida su papel decisivo en este movimiento. Los hombres de Abú Jihad y Hamás, que acababa de crearse, llevaron a cabo entonces varias acciones armadas y ejecutaron a algunos colaboradores. Por lo demás, el fracaso de esta primera Intifada más bien pacifica fue precisamente lo que le dio una orientación distinta a la segunda. En cuanto a esta última, se quiera o no, ha conseguido por las armas la liberación de Gaza, incluso si se trataba para Sharon de una maniobra dilatoria: dividir el movimiento palestino replegándose en la Palestina útil, Cisjordania. Sin embargo, está claro que lo que destaca de la situación actual en Palestina es que las dificultades a las que se enfrentan los palestinos, aunque solo sea por el número de enemigos, son mucho más grandes que las que han tenido que afrontar la mayoría de los movimientos de liberación de los últimos tiempos. Incluso aunque, a primera vista, las pérdidas que sufren puedan parecer pequeñas en comparación con las que se produjeron en Vietnam o Argelia.
Sin duda, acabar con el colonialismo israelí es una tarea mucho más compleja que la de combatir al imperialismo estadounidense o al colonialismo francés, y aún más, en un aislamiento internacional hacia el movimiento nacional palestino de los más terribles. Pero, si no se puede descartar ninguna hipótesis de lucha, ya sea civil o armada, es muy poco probable que Israel se deje convencer por métodos de desobediencia civil tipo Gandhi, para que acabe con los asesinatos «selectivos» en Gaza y libere a los prisioneros como está punto de conseguir Hamás con la mediación de Egipto. Un posible éxito en este campo tendrá mucho más que ver con el miedo que el Estado sionista siente frente a los cohetes sobre Sderot y Ashkelon, cuyos lanzamientos es incapaz de detener, que con la voluntad de este último de respetar el derecho internacional. Es un hecho que la lucha armada, y eso ha quedado demostrado en todos los movimientos de liberación, supone en sí misma la negación de la democracia, pero es evidente que dejar las armas significaría para los palestinos la muerte anunciada de su lucha de liberación. Una muerte que, a pesar del supuesto aumento del apoyo de las opiniones occidentales que se produciría en compensación, no tendría vuelta atrás. Sin embargo, podemos apostar a que enseguida surgiría una lucha armada, comparable a la de Gaza y fruto de la intransigencia israelí, en Cisjordania. Dirigida por Fatah, Hamás, la Jihad o el FPLP. Por razones de eficacia estaría bien que estuviera unida a un gran movimiento de resistencia civil. Pero la elección de esos medios y esos fines, en todas sus posibilidades, les corresponde hacerla a los palestinos y solo a ellos. En cambio, la labor del movimiento de solidaridad internacional debe ser apoyar esta lucha anticolonial con manifestaciones, recogidas de fondos, misiones de solidaridad, presiones políticas sobre los gobiernos occidentales, exceptuando, porque los que aconsejan pocas veces son los que pagan, cualquier actitud paternalista o moralista. Lo que, al parecer, es una especialidad francesa.
Fuente: http://www.protection-palestine.org/spip.php?article6324
Para leer la entrevista a Mustafá Barguti citada en el texto: http://www.protection-palestine.org/spip.php ?article6182