En Francia y otros países europeos existe una ley que sanciona penalmente a quienes nieguen la existencia histórica del Holocausto judío. El legislador francés consideró que la negación del exterminio de los judíos de Europa no constituía una opinión histórica, sino una manifestación de odio y de racismo abyecto. Es más que discutible que el […]
En Francia y otros países europeos existe una ley que sanciona penalmente a quienes nieguen la existencia histórica del Holocausto judío. El legislador francés consideró que la negación del exterminio de los judíos de Europa no constituía una opinión histórica, sino una manifestación de odio y de racismo abyecto. Es más que discutible que el odio y el racismo abyecto se castiguen mediante una norma cuya extensión al conjunto de la investigación histórica haría imposible la investigación y la enseñanza en esta disciplina. De ahí que, con argumentos intelectual y moralmente sólidos, Noham Chomsky se opusiera en su momento a la prohibición de la obra del historiador y mistificador de extrema derecha Faurisson. Las falsedades y las falsificaciones históricas en que se basa el negacionismo neonazi deben combatirse en un doble ámbito político y científico y sólo deben perseguirse penalmente los actos o, si acaso, los llamamientos directos a perpetrarlos. Una ley como la francesa es un claro indicador del nivel de neutralización y degradación del espacio político (pero también, y no por casualidad, del espíritu científico y racional) que caracteriza a nuestras gobernanzas neoliberales. El derecho como instancia presuntamente objetiva sustituye a la política y a la ciencia, eferas que nunca son neutrales pues sólo pueden existir como espacios de lucha por la libertad política y la independencia intelectual. Vencer política e intelectualmente al negacionismo neonazi es necesario para liberar la verdad y consolidar las libertades. Tanto la libertad política como la verdad sólo se abren paso gracias a una lucha constante cuyos frentes son la política y la filosofía.
La prohibición de la negación del holocausto tiene teóricamente por objetivo que éste no vuelva a producirse jamás. Sin embargo, la prohibición de una idea, por absurda y cruel que esta sea no permite que dejen de producirse actos criminales. Ni Francia, ni Europa ni el mundo quedarán libres de la mácula genocida sólo por impedir que se niegue el genocidio nazi. Esta actitud recuerda la famosa paradoja: «Aquí ya no queda ningún canibal: al último nos lo comimos ayer.» Aquí no queda ningún heredero de Hitler que reclame abiertamente su pútrido patrimonio, pero sí existen nazis de nuestro tiempo, que no matan en nombre de una raza, sino en nombre de la humanidad o de las «víctimas».
Los herederos fácticos de Hitler han sido algo más taimados. En primer lugar, tuvieron la elegancia de no tomar como objetivo a pueblos blancos y europeos como los judíos y pudieron asesinar a millones de argelinos, vietnamitas, congoleños, guatemaltecos etc. En segundo lugar, tomaron la precaución de condenar el genocidio como tal de la manera más dura, sin por ello cerrar la puerta a las medidas de «contrainsurgencia» y de «lucha contra el terrorismo» mediante las cuales podía obtenerse el mismo resultado que en Auschwitz o en Treblinka de manera más «limpia». Mediante los bombardeos, que con el tiempo llegaron a hacerse pacifistas y humanitarios (cuando no, en una curiosa interpretación de la ética médica, «quirúrgicos»), pudo obtenerse la santificación del exterminio en el marco mismo de la prohibición de la guerra. El pacifismo de Estado, prohibiendo la guerra, sólo dejó abierta la posibilidad de un tipo de guerra legítima, la guerra de castigo contra los criminales. La guerra en nombre de la paz contra los enemigos de la paz y de la humanidad es una guerra sin límites y sin cuartel en la que, como hacen hoy los israelíes en Gaza, pueden bombardearse mezquitas, iglesias, hospitales y escuelas y puede dispararse con la mejor conciencia a los enfermeros de la Media Luna Roja cuando procuran asistir a los heridos o recoger los cadáveres.
Para hacer posible una guerra de este tipo, debe en primer lugar «fabricarse» al «criminal» a quien va destinado el «castigo». Para ello, los Estados y poderes del Imperio neoliberal disponen de poderosísimos medios de propaganda capaces de hacer que una opinión pública despolitizada acepte casi cualquier tipo de mentira. Las «justificaciones» de la guerra de Iraq dan muestra de ello. Pero existe otro medio aún más sutil de fabricar al «criminal», al «enemigo del género humano». Basta para ello, como en Palestina, hacerle la vida imposible: cercarlo, matarlo de hambre, de sed y de enfermedad, destruir todos sus recursos y afirmar que el «atraso» en el que vive es una cuestión de «mentalidad» o de «civilización» o de fanatismo y obscurantismo religioso. Hasta que los beneficiarios de este tratamiento se rebelan. El oprimido que se niega a ser exterminado se convierte así en «terrorista» actual o potencial. Los guetos de Polonia durante la ocupación nazi fueron auténticos laboratorios o fábricas en los que se convirtió a los ciudadanos judíos de Europa oriental en parias miserables, sucios, enfermos y desesperados. La inmensa mayoría de los residentes de los guetos fue deportada a los campos de exterminio y asesinada en masa. Una minoría politizada del gueto de Varsovia se rebeló, se alzó desesperadamente en armas contra los nazis y luchó hasta el final, hasta que los nazis arrasaran hasta el último edificio del gueto en su lucha contra los «terroristas judíos».
En Gaza estamos viendo una reproducción de algo muy semejante. La diferencia es que el exterminio de los palestinos se realiza lentamente. Si los nazis tuvieron que ser discretos en sus crímenes, sus discípulos sionistas los proclaman altivamente como actos de justicia contra los enemigos del «proceso de paz» que se propone convertir la Palestina árabe en un rompecabezas de bantustanes. Los sionistas no necesitan ser negacionistas, pues sus crímenes generan su propia negación. El sitio de Gaza produce la humanidad «inferior» y peligrosa que sirve de justificación al propio exterminio como acto defensivo. El bombardeo, la muerte que va del cielo a la tierra, es, como acertadamente lo describen eu último artículo mi amigo Santiago Alba, signo de la distancia y la desproporción «teológicas» entre la omnipotencia, que por ser omnipotente no puede ser sino justa, y la escoria humana desposeida y resentida que le hace frente. El bombardeo «quirúrgico», al igual que el gueto, se justifican y fundamentan a sí mismos, al igual que el Dios causa sui de los teólogos. Es inútil e incluso contraproducente esconderlos o negar su existencia como hicieron los nazis en su día. Baste escuchar al inefable André Glucksmann, quien en un reciente artículo de Le Monde repondía a quienes acusan a Israel de usar medios desproporcionados en Gaza: «Puesto que Hamas – a diferencia de la Autoridad Palestina – se obstina en no reconocer el derecho a axistir del Estado hebreo y sueña con aniquilar a sus ciudadanos, ¿se quiere acaso que Israel imite esta radicalidad y realice una gigantesca limpieza étnica?». Glucksmann parece ignorar que Hamas se limita a pedir a Israel que determine cuáles son sus fronteras y pare la colonización a cambio de una tregua indefinida que podría desembocar en una conversaciones de paz serias y no se plantea en ningún momento echar a los judíos al mar. El sedicente «filósofo» ignora que sabe que el proyecto sionista es precisamente el que él atribuye a Hamas, pues la condición para que en Palestina exista » Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra » no es ni más ni menos que la declaración de ese territorio » arabierenfrei » (en la terminología nazi, libre de árabes, al igual que el nazismo declaraba las zonas donde se había exterminado a los judíos » judenfrei » o libres de judíos).
El negacionismo clásico negaba la realidad del exterminio judío como hecho histórico, como algo del pasado. Si acaso, considera mediante una argumentación que no teme a la paradoja que el holocausto es una «mentira judía» que retrospectivamente justificaba el negado holocausto. El negacionista nazi dice que los judíos mienten y que esa mentira muestra la realidad del complot judío que, precisamente, justificó el holocausto. El negacionismo sionista va más allá, no tiene que negar el pasado: en el presente, a los ojos del mundo, niega el exterminio al tiempo que lo perpetra como acto de «justicia», de «paz» y de «humanidad», presentando a Israel y su ejército racista y colonial como víctimas de los exterminados. Este negacionismo basado en la inversión de la realidad y la proyección del criminal en su víctima no debe ser prohibido por ninguna ley, sino combatido políticamente e intelectualmente en nombre de la libertad y la verdad.