El pasado 17 de diciembre, en respuesta a una interpelación urgente de la diputada navarra Uxue Barkos relativa a las centrales térmicas de Castejón (Navarra), la ministra de Medio Ambiente afirmó que todavía no se puede hablar de incumplimiento del Protocolo de Kyoto, ya que habrá que esperar a 2012. Justificó, además, el fuerte incremento […]
El pasado 17 de diciembre, en respuesta a una interpelación urgente de la diputada navarra Uxue Barkos relativa a las centrales térmicas de Castejón (Navarra), la ministra de Medio Ambiente afirmó que todavía no se puede hablar de incumplimiento del Protocolo de Kyoto, ya que habrá que esperar a 2012. Justificó, además, el fuerte incremento de las emisiones por el notable crecimiento económico de los últimos años. Suena a eslogan cutre: contra el enfriamiento económico, calentamiento climático. Se trata de dos cuestiones, la existencia del incumplimiento y su justificación, que merecen alguna consideración.
Empezando por los plazos, la referencia para determinar si ha habido o no incumplimiento será la media de las emisiones del periodo 2008-2012. Por tanto, se puede afirmar sin riesgo que España no cumplirá los compromisos contraídos en el Protocolo de Kyoto. Es materialmente imposible, incluso suavizándolos mediante la compra de derechos de emisión y otros mecanismos que permiten incrementar el objetivo hasta el 24%. Y hay que recordar que, además, el incumplimiento tiene un coste monetario que aparece infravalorado en las estimaciones gubernamentales.
Como es conocido, el objetivo del Protocolo es limitar las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), principales responsables del cambio climático. La Unión Europea (UE) asume una reducción conjunta del 8% de las emisiones de 1990 que, sin embargo, no se distribuye a partes iguales entre los Estados miembros -la «burbuja europea» que tanto le gustaba a la ministra Tocino-. Atendiendo a su menor nivel de desarrollo y de emisiones, a España se le permite, para el período 2008-2012, un incremento del 15% de las emisiones en relación con el valor de 1999, que ascendía a 290 millones de toneladas equivalentes de CO2.
España alcanzó ese umbral del 15% en 1997 y desde entonces no ha dejado de crecer el volumen de emisiones, con la sola excepción de 2006. En el artículo 3.2 del Protocolo se establece que «cada una de las Partes incluidas en el anexo I deberá poder demostrar para el año 2005 un avance concreto en el cumplimiento de sus compromisos contraídos en virtud del presente Protocolo». Pues bien, en 2005 España había rebasado las emisiones de 1990 en un 52,1%. Tras el descenso de 2006 (triunfalmente vendido por la vicepresidenta De la Vega), en 2007 se vuelve a crecer hasta superarse el nivel de 1990 en un 52,3%. Eso sí que son «avances concretos». De los 27 Estados miembros de la Unión Europea, sólo se espera que incumplan con el objetivo de Kyoto tres: Dinamarca, Italia y España. Aunque hay que tener en cuenta que en los otros dos casos el objetivo era reducir las emisiones, Dinamarca en un 21% e Italia en un 6,5%; nada que ver con el incremento del 15% que se permite a España. Así las cosas, sólo en los pronunciamientos irresponsables (por infundadamente optimistas) del Gobierno español se habla de cumplir el objetivo de Kyoto.
De acuerdo con los datos de la Agencia Ambiental Europea, las emisiones per cápita pasan de 7,4 toneladas en 1990 a 9,9 en 2006, es decir, se incrementan un 34%, un nuevo récord en Europa. Ciertamente, las emisiones por unidad de PIB se han reducido en ese período en un 6%, lo que significa una mejora en la eficiencia energética que, sin embargo, queda por debajo de la media, que ha sido del 33% para la UE-27 y del 30% para la UE-15. También es verdad que el ritmo de incremento de las emisiones se ha reducido y, actualmente, es inferior al del crecimiento económico. Algo completamente insuficiente pero que cabe considerar positivo, a la vista de la evolución seguida en los años de gobierno del Partido Popular, más dedicado a sembrar alarma en el sector empresarial y sindical que a cumplir sus compromisos. El patético «negacionismo» actual de Aznar es la secuela de aquella actitud.
Pero estos datos, áridos y no siempre de fácil digestión, no proporcionan información sólo de la situación ambiental. Dicen mucho sobre el modelo de crecimiento económico, las políticas seguidas los últimos quince años o lo que cabe esperar de no mediar cambios sustanciales en dicho modelo. La propia dureza e intensidad de la crisis tiene mucho que ver con ello.
Llegamos así a la segunda cuestión, es decir, si el crecimiento económico es argumento suficiente para justificar el desastre ambiental. Empecemos por aclarar que el crecimiento entendido de la manera convencional (como mero incremento de la cifra de PIB), por sí mismo no dice nada, no es más que un guarismo al que se suele dar un valor desproporcionado y que muchas veces no va más allá de una cifra para exhibir, haciéndose abstracción de su contenido. Pero lo que importa es cómo se consigue tal incremento y a qué precio (social, ambiental, económico). Por ello no es baladí la distinción entre crecimiento y desarrollo, por mas que un uso negligente o en exceso laxo de los términos lleve a confundirlos. El desafío -y la necesidad, habida cuenta de la situación, que es de emergencia- consiste en disociar deterioro ambiental y crecimiento, pues esto es lo que significa el desarrollo sostenible. Eso tiene que ver, y mucho, con el modelo económico. No es cierto que el crecimiento deba ser inexorablemente depredador de recursos y generador de impacto ambiental. Lo será si se basa en tecnologías mediocres o poco avanzadas, en empleos poco cualificados, si se dirige a sectores y actividades que compiten estrictamente en costes o si se priman intereses particulares espurios en detrimento del interés general. Ése es, precisamente, el modelo seguido por España en las últimas dos décadas. De ahí su impacto ambiental y las poco halagüeñas expectativas (ambientales y económicas) que ahora se abren.
Por tanto, la excusa gubernamental del crecimiento económico para justificar el deterioro ambiental y el incumplimiento de Kyoto no sólo no es admisible, sino que revela un fracaso estrepitoso del propio modelo económico. Llevamos casi cinco años oyendo que España es el espejo en el que se mira prácticamente todo el mundo. Hay que admitir que ocupa puestos destacados: el empleo se desmorona a tasas inigualadas; se anuncia una crisis comparativamente más profunda; la credibilidad financiera está en entredicho y ya se habla de reducir la calificación de la deuda española; el incumplimiento de Kyoto bate récords.
Tanto triunfalismo se compadece mal con la perseverancia -alentada por el PSOE allí donde gobierna- en una planificación territorial y una política urbanística queexacerban las necesidades de movilidad; con la inoperancia a la hora de mitigar el impacto del transporte en las emisiones de CO2, mientras el remedio a los problemas de tráfico sigue siendo la construcción de nuevas autovías y autopistas y el TAV parece concebirse únicamente como un mecanismo de estímulo económico (por no hablar de su discutible concepción y planificación o de las implicaciones de su construcción para la red «convencional» o el transporte de mercancías)… No hace mucho que Fernández de la Vega -en uno de esos arranques de optimismo que no son más que brindis al sol con afán de engañar- decía que España lideraría la lucha mundial contra el cambio climático. Si va a ser de esta manera mejor que no.