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Disparar sobre la jungla

La insostenible levedad de la guerra

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Traducido del francés por S. Seguí

«Recuerdo que una vez nos encontramos con un barco de guerra anclado frente a la costa. No había ni un cobertizo allí, y estaban bombardeando la maleza (…) Allí estaba, en la vacía inmensidad de tierra, cielo y agua: incomprensible, disparando sobre un continente. ¡Pum! Disparaba uno de los cañones de seis pulgadas; una pequeña llama asomaba y se desvanecía, una pequeña nube blanca desaparecía, un diminuto proyectil producía un débil chirrido y no ocurría nada. No podía ocurrir nada. Había algo de insensato en toda la maniobra; una sensación de lúgubre bufonada en el espectáculo, que no se disipó porque alguien a bordo me asegurara seriamente que había un campamento de indígenas -¡los llamaba enemigos!- oculto en alguna parte.» (Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas) (1)

«Vivir en Israel es como vivir en un chalet en plena jungla.» (Ehud Barak, diciembre de 2006)

Era un día de un tiempo espléndido en el sur de Israel. Al final de la carretera 232, poco antes de la salida que lleva a Sderot, la joven empleada de una gasolinera servía el café con una sonrisa y sacaba croissants del horno. La circulación era densa en el cruce de Gevim, dominado por una colina en cuya cima estaba estacionado un coche de policía desocupado. En la subida, después de los semáforos, había una larga fila de coches y un camión de reparto de FedEx, y algo más allá de un ondulante campo de alfalfa y cipreses una única nube gris se inflamaba en el vasto cielo azul cobalto. De los naranjales que bordeaban la carretera salió un ruido sordo, y luego otro. Un coche adelantó y los obuses autopropulsados aparecieron entre los árboles. Llegábamos a la parte más alta de la colina.

Un velo de humo sucio estaba suspendido sobre Gaza y flotaba blandamente al borde del océano. Más allá de los campos vibrantes algunas volutas de humo ascendían lentamente desde un amasijo de inmuebles. Allá abajo, era como si la tierra misma hubiese entrado en ebullición: finas mechas de humo blanco se elevaban de todas partes y de ninguna. En contraste con el patchwork multicolor de las fábricas agroalimentarias circundantes, los edificios parecían hundidos en una bruma indistinta. En el extremo de un campo, un tractor avanzaba a lo largo de la frontera, del lado israelí, labrando hasta el último surco. Era un día de un tiempo espléndido en el sur de Israel.

Citar el viejo adagio que afirma que la verdad es la primera víctima de la guerra es olvidar que, según el lugar donde nos encontremos, hay siempre una guerra que está teniendo lugar y que produce diferentes tipos de víctimas. Circulando junto a la frontera de Gaza en un hermoso día de enero de 2009, adelantando a los autobuses de turistas y excursionistas, los camiones cargados de vehículos blindados de transporte de personal, las camionetas de reparto y los puestos de control de policía, los ciclistas vestidos con equipos de elastane, era posible meditar sobre el aparente absurdo, la banal cotidianeidad de la violencia, antes de llegar, por último, antes del puesto fronterizo de Oz Shalom, a la insostenible levedad de contemplarla desde aquí.

Sobre un alto terraplén con vista a la Franja de Gaza, varios equipos de televisión habían instalado sus trípodes esa mañana, temprano; algunos estaban tumbados en sus sillones plegables, mientras que otros sacaban de sus vehículos las provisiones para la merienda, a la vez que discutían sus planes para la cena en Tel-Aviv. «Me aburro aquí», dice Hubert, un fotógrafo basado en Alemania que viene regularmente a la región desde 2001. Como a todos los periodistas y fotógrafos de la prensa internacional, el gobierno israelí le ha denegado el permiso de entrada en Gaza, y se halla bloqueado en la frontera. «No pasa nada. Y yo no tengo un zoom como éstos de ahí arriba», dice señalando el terraplén. «Prefiero tomar fotos de cerca. Un amigo me dijo que perdería el tiempo, y tenía razón.»

Ni Hubert ni nadie presta atención a dos hombres que observan de lejos, al pie del terraplén. Después de que un joven con aspecto agotado los relevara, un fotógrafo británico independiente, llamado Lawrence, se acerca con ganas de conversación. «No puedo creer que ustedes no piensen eliminar completamente a Hamás -dice al soldado-; parecería lo lógico.» Mientras sus exhortaciones, cada vez más animadas, se disuelven en el ruido de la circulación, Lyle Doucet, de la BBD, sube al techo de un jeep y comienza a preparar su emisión, entre bromas con su equipo. Una humareda candente se eleva del centro de Gaza, y luego otra, ascendiendo en volutas polvorientas que se desvanecen en el aire en algún lugar a lo lejos. «¿Has visto eso?», dice alguien. Doucet estaba lista. «El humo está sobre tu hombro derecho.»

El 25 de enero, el New York Times publicó en su edición digital una pequeña retrospectiva de la guerra, titulada «Photographer’s Journal: A War’s Many Angles» (El diario de un fotógrafo. Los muchos puntos de vista de una guerra.) El reportaje comprende dos series de imágenes tomadas de cada lado de la frontera, acompañadas de un texto grabado de viva voz por el propio fotógrafo. En el montaje israelí predomina una interioridad sombría: soldados rezando, en calma, dignos; llorando por sus compañeros muertos; descansando; tomados en grupos de dos o tres, sobre un fondo de vastas extensiones de tierra y cielo, vulnerables y aislados. Ninguno de ellos dispara, ni carga un fusil ni limpia un cañón de carro. Las nubes de humo al otro lado de la frontera han sido fotografiadas de lejos, una sobre una altura, desplegada líricamente sobre una playa aislada y vacía. Es como si fuera otro el ejército que acaba de matar 1.300 personas.

Las imágenes de Moisés Saman son algo relamidas, elegantes, prudentemente metafóricas. Intentan reconstruir lo que sabía que estaba fuera del alcance de su teleobjetivo, pero también -como él mismo confiesa- giran en torno a la idea de que hay algo que falta inevitablemente en todo esto. «Desde nuestro puesto de observación, -en la ciudad israelí de Ashkelon, al norte de Gaza, donde se había replegado después de que le impidieran la entrada en la Franja- sólo se veían nubes de humo o aviones de combate en vuelo rasante y formación de ataque, y diez segundos después se podía distinguir a lo lejos nubes en forma de setas. Todo tenía un aspecto un poco surrealista.»

Los que han visto imágenes o han leído sobre esta guerra, han podido distinguir un cierto eco en este distanciamiento. Ha resonado en lo que la ministra de Asuntos Exteriores Tzipi Livni ha afirmado en muchas ocasiones, a la vez que lo que se podía ver en la televisión o leer en los diarios sugería otra cosa: «La población de Gaza no es nuestra enemiga»; o en lo que el novelista A.B. Yehoshua, anticipando la necesidad del ataque en el diario italiano La Stampa, concluía: «Siempre seremos vecinos», con lo que de paso añadía sentido al título de su último libro Friendly Fire (Fuego amigo.) Era una negación del odio y, a fin de cuentas, del poder. «La estrategia de Hamás es sencilla, cínica y diabólica: si mueren israelíes inocentes, bien; si mueren palestinos inocentes, mejor«, ha afirmado nuestro candidato al Premio Nobel de literatura 2008, Amos Oz, alguien capaz de leer los negros designios de los corazones de los seres humanos del otro lado de una frontera que no ha atravesado desde hace decenas de años. El sentimiento de que nosotros no hemos podido hacer esto.

Una corresponsal del Wall Street Journal observó una semana entera, durante la guerra, el flujo permanente de habitantes de la región que venía a contemplar el espectáculo junto a los periodistas. «Cerca de mí, algunos policías se hacen fotos sobre el fondo de Gaza humeante, escribe la periodista, y uno de ellos afirma «Quiero sentirme parte de esta guerra», antes de rectificar, según la terminología oficial del gobierno israelí: «Quiero decir, de la operación. Esto no es una guerra.»»

Sin pretender hacer una interpretación excesiva, es imposible escapar al sentimiento de que falta algo en las imágenes de Saman: lo cotidiano y prosaico de la percepción de la guerra del lado israelí de la frontera, la manera como hablan de ella los que la hacen tanto en el terreno como en la prensa. Es una incitación al distanciamiento: la idea de que todos están implicados y ninguno lo está, de que lo que allí sucede no tiene nada que ver con nosotros. Las palabras del policía perforan la ficción de la guerra como una aguja, a la vez que la cosen de nuevo en un único movimiento: «Quiero decir, de la operación. Esto no es una guerra.»»

A lo cual se puede añadir una constatación: a la vista de las imágenes, es evidente que Saman ha sido incrustado (embedded) en la infantería local, y quizás también en otras unidades del ejército israelí. Ha tenido sin duda la oportunidad de mostrar a alguien en plena acción. Pero no lo ha hecho, o, más probablemente, el New York Times ha optado por no mostrarlo. Y estos hechos pertenecen también a lo no-dicho sobre la guerra. El Times ha reflejado la imagen que se da a sí mismo el país que ha hecho esta guerra. ¿Qué es lo excluido de esta imagen?: israelíes matando.

Hay una de las fotos de Saman, que, por anodina que pueda parecer a primera vista, es una mentira pura y simple. Muestra dos hombres de pie sobre una colina que miran a través de sus prismáticos, con un judío ortodoxo visible en un segundo plano. No podemos ver lo que ellos ven. El pie de la foto es: «Hombres de la ciudad de Sderot miran hacia Gaza», lo que es una mentira, porque no están en Sderot, ciudad conocida por ser el blanco de la mayor parte de los cohetes lanzados desde la Franja de Gaza. Han atravesado la autopista que rodea la ciudad, se han instalado en una colina a menos de 500 metros de la frontera y observan Gaza. ¿Cuál es la diferencia? El encuadre. No están en la escena, sino que han venido como observadores para verla desde el exterior.

Los que entienden que esta foto es mentira lo saben porque estaban allí. Para la mayoría de los periodistas que han cubierto la guerra desde Israel, la colina sobre la que están estos hombres es reconocible de inmediato a pesar del estrecho encuadre, porque era su colina favorita, por no decir su puesto de observación inútil. Cuando conducías a lo largo de la frontera norte de la Franja de Gaza, su bosquecillo de pinos se perfilaba sobre la llanura circundante, con sus antenas parabólicas pululando alrededor de las camionetas de televisión. En la cima había un banco y de uno de los árboles colgaba un columpio. Con los técnicos y los periodistas confortablemente instalados en sus sillas plegables, haciendo broma y bebiendo café, la colina parecía una instalación de camping.

Durante la guerra, no ha habido un lugar a la vez más distante de todo lo que pasaba allá abajo y más pendiente de la necesidad de inventarse un decorado, de dar la impresión de lo que es un reportaje en vivo. Muchas personas que subieron a la colina, cuando veían a sus colegas poniéndose los chalecos antibalas y los cascos para dar el efecto apropiado en el momento de las retransmisiones sabían de qué se trataba: una puesta en escena de sí misma. «La llamamos la colina de la vergüenza», dijo alguien.

Las banderas israelíes que ondeaban sobre las camionetas de las televisiones locales traicionaban un poco la verdadera posición del lugar. Fue aquí, en un soleado día de enero, donde Shimon y Boaz, bomberos de la localidad, vinieron a posar sonrientes para unas fotos, con las cenizas humeantes de Gaza al fondo. Era aquí donde se podía entrever otra verdad enterrada en la foto de Saman: la relación íntima entre los que venía a disparar sobre la jungla y los que venían a contemplar el espectáculo. Lawrence, el fotógrafo británico, y los policías que respondían al Wall Street Journal son testimonios de que en esta experiencia extrema era difícil distinguir los dos tipos de espectadores.

De lo que la mayor parte de los medios de comunicación estadounidenses han dicho y no han dicho sobre Gaza, y de lo que han dejado trascender de sus propios puntos de vista, se ha escrito ya mucho, aunque fuera en relación con otra guerra. «La Historia me juzgará», repitió el presidente George W. Bush tiempo después de que ya lo hubiera juzgado, y al tiempo se apresuraba a olvidarlo. Sin embargo, vale la pena recordar los primeros meses de Irak, en pleno embeleso, y más tarde los días de la «¡Misión cumplida!», cuando el New York Times no era el único diario en tomar el relevo de la Casa Blanca para hacerse la pregunta: si un número suficiente de personas creen en algo, ¿es importante que sea verdad?

Algunas explicaciones se hallan en la serie de fotos de Saman. Muros poblados de sombras humanas, trufados por los estallidos de obuses. Más aún, las fotos contienen un saber que va más allá de toda argumentación, condensado en una imagen: la de la parada de autobús en una carretera que bordea la frontera de la Franja de Gaza. En ella, dos personas miran carretera abajo. El ángulo de visión es amplio y los mantiene en la parte inferior de la imagen, lo que los muestra minúsculos y aislados. La noche se avecina. Detrás de ellos, se puede ver el humo que se eleva de Gaza. El interior del refugio del autobús está cubierto de una escritura neta, cursiva, íntima, como si se tratase de una carta escrita a mano.

En esta imagen tenemos a la vez la causa y la consecuencia: abajo, la inseguridad y una circulación limitada; arriba y en un segundo plano, lo que hay que conseguir para remediarlas. Sin embargo, en el centro de la imagen hay algo más, algo exterior a los acontecimientos. Dirigido a todos y a nadie, y en cierto sentido puesto en escena para su provecho, en un alto talud del otro lado de la carretera, allí donde la BBC y un puñado de equipos de televisión han acampado en un hermoso día de enero de 2009, el texto dice así:

«En el corazón de cada uno hay un círculo, el círculo de la felicidad es el más pequeño

Este pequeño círculo puede crecer y enviar otros pequeños círculos a otras partes escondidas del cuerpo, que son generalmente partes llenas de dolor

Tenemos el deber de ampliar estos círculos de la felicidad

El modo de hacerlo es dar a alguien unos caramelos, una flor, cantarle algo, pintarle algo, o simplemente decirle: ¡Buen día! ¿Cómo te va hoy?»

Según lo que crean ustedes saber de la guerra, este sentimiento puede ser emocionante, incluso desgarrador, o puede ser obsceno. En el mundo habitado por las imágenes de Saman, sólo las dos primeras reacciones son posibles. Esta realización plantea la cuestión que la retrospectiva del New York Times deja sin respuesta. Peor aún: la respuesta queda desesperadamente diferida. Si un número suficiente de personas puede refugiarse en sí mismo, ¿tiene importancia que lo que se halla fuera de esta interioridad sea verdadero o falso? ¿Somos lo que sabemos que somos, o bien un reflejo de lo que hacemos a los demás?

En Notre Musique, una película sobre la crueldad humana y las mentiras fabricadas por las imágenes, pero también sobre lo que éstas dejan entrever a poco que las observemos con atención, el realizador francés Jean-Luc Godard invita a una reflexión sobre la historia de la violencia. En una de las escenas de la película, expone una serie de imágenes. Una de ellas es una foto que muestra a judíos europeos desembarcando en Palestina. La otra es una foto de refugiados palestinos a los que se empuja al mar. La primera imagen es en color, la segunda en blanco y negro; y, mientras las hace desfilar alternativamente, Godard explica lo que esto ha significado, desde siempre: «El pueblo judío hace realidad su ficción, el pueblo palestino se convierte en tema de documental.»

Sin duda, no es una casualidad que, en los dos montajes que componen el citado «Photographer’s Journal: A War’s Many Angles», este orden esté invertido. Las fotos tomadas en Israel son en blanco y negro, las de Gaza en color. En el caso de Israel, el efecto buscado es evidente: el blanco y negro dramatiza y contribuye a enmascarar el desequilibrio: a un lado, 1.300 muertos, 5.000 heridos y 100.000 personas sin cobijo; al otro, 13 víctimas. Y a pesar de toda su estudiada gravedad, a pesar de su pretensión de «capturar el miedo, la pérdida y la destrucción que el conflicto ha producido en ambas partes», no es sorprendente que la retrospectiva del New York Times no consiga que estas dos realidades se emparejen. Porque las cifras son irreconciliables. Una de ellas tiene que ser ficción.

Sólo teniendo esto presente en nuestra mente podemos comprender que Amos Oz no era tan presuntuoso, después de todo, cuando nos informaba de los planteamientos que se hacen del otro lado de la frontera. Su autoridad de escritor no se imponía en el mundo real, sino en su propio ámbito. Este tipo de informe tiene un precedente en la literatura y la política israelíes. Golda Meir dijo: «Podemos perdonar a los árabes que maten a nuestros hijos, pero no podemos perdonarles que nos obliguen a matar a los suyos.» Esta frase célebre (2), una de las más emblemáticas de la política-ficción moderna, sobrevivió a su autora, por cuanto expresa de manera fundamental la inquebrantable certidumbre de que nosotros no podemos ser responsables de algo así. La jungla está fuera y lo estará siempre.

Nada se ha dicho sobre lo que el New York Times tenía la intención de mostrar de Gaza. Como mínimo, podría haber constatado que se trata de imágenes de destrucción y muerte sin explicación en cuanto a sus causas: ¿por qué tuvieron que producirse? Se dice que nada calma mejor el hambre que la muerte. Lo que nos es dado ver es la performance de la tercera potencia militar mundial ensañándose con una población de millón y medio de personas encerradas en un perímetro de 362 km2. Como disparar contra peces en un barril. «Quiero decir, la operación. Esto no es una guerra.» Y tenía razón. No ha sido una guerra, ha sido algo diferente.

Panorámica sobre un bar de Jerusalén Oeste, unos días después de la fiesta de fin de año: los clientes vociferan y aplauden ante la pantalla de televisión, que crepita de relámpagos de fuego. «Como si mirasen un programa de deportes», comentó alguien un poco más tarde, durante una cena al otro lado de la ciudad.

* * *

(1) Alianza Bolsillo no 623, 1981. (Traducción de A. García Ríos e I. Sánchez Araujo.)

(2) Citada con frecuencia, con algunas variantes y atribuida a momentos diferentes. Se dice que una de estas variantes («Podemos perdonar que maten ustedes a nuestros hijos, pero no podemos perdonarles que nos obliguen a matar a los suyos.») fue dirigida a Anuar El Sadat el 19 de noviembre de 1977.

Peter Lagerquist, ciudadano sueco, es escritor y trabaja en Jerusalén y Estocolmo. Prepara un libro sobre el conflicto israelo-palestino, en forma de relato de viaje a lo largo del muro de separación. Será publicado por la editorial alternativa estadounidense Nation Books.

S. Seguí pertenece a los colectivos Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística, Rebelión y Cubadebate.

Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar el nombre del autor y el del traductor, y la fuente.

http://www.monde-diplomatique.fr/2009/02/LAGERQUIST/16860