Traducido por Nadia Hasan y revisado por S. Seguí
El pasado 24 de marzo se produjeron enfrentamientos en la población árabe-palestina de Um Al Fahm, situada en Israel, entre los residentes y la policía israelí y manifestantes de derecha. El incidente estaba ya anunciado, por así decirlo, en vista de los actores involucrados. Al parecer, un grupo de extrema derecha israelí había recibido la autorización del Tribunal Superior de Justicia de Israel para hacer una marcha dentro de los límites municipales de Um Al Fahm, aunque no dentro de la ciudad. Si bien la intención de la marcha sigue siendo poco clara, parece que los derechistas israelíes -muchos de ellos colonos que viven en Hebrón- querían obligar a los residentes árabe-palestinos de nacionalidad israelí a expresar su «lealtad al Estado».
Cómo pudo tener lugar una provocativa marcha de estas características, en las inmediaciones de una ciudad árabe dentro de Israel, es un misterio. El único resultado posible de una actividad como ésta sólo podía ser lo que de hecho ocurrió: un enfrentamiento entre los residentes de la ciudad y los extremistas de derecha israelíes, cuyo fariseísmo ha rayado en el puro y simple racismo. ¿De qué otra manera podría explicarse la imposición de lealtad al Estado, aceptada o no por los residentes? Realmente hay sólo una explicación lógica, la total negatividad que alberga la mayoría de los judíos israelíes hacia sus vecinos palestinos dentro de las fronteras del Estado judío.
No es una animosidad recién nacida, ni tampoco una que pueda resolverse en un futuro próximo, mientras el Estado de Israel siga estructurado de una manera tan discriminatoria y racista. Los 1,2 millones de palestinos que viven dentro de las fronteras de Israel han sido una espina para Israel desde su creación hace más de 60 años. Si bien Israel expulsó exitosamente a la mayoría de los palestinos de sus hogares originales en 1948 -800.000 en total- creando así el más antiguo problema de refugiados del mundo, no completó el trabajo. Hubo algunos palestinos que se quedaron, por las razones que sean, en sus aldeas, ciudades y casas, salvados de las masacres, la destrucción y la expulsión que afectó a sus compatriotas palestinos de otras zonas.
Desde entonces, la población palestina de Israel ha luchado en silencio por la igualdad de sus ciudadanos en un Estado que sólo defiende la igualdad para los judíos. Los palestinos han sido relegados a la categoría de ciudadanos de segunda y, a veces, de tercera clase, sus pueblos y ciudades a menudo ignoradas y, por tanto, mucho menos desarrollados que sus equivalentes israelíes. Y lo que es más importante, sin embargo, su lealtad nacional está siempre bajo sospecha para Israel, que insiste en que mientras sean ciudadanos del Estado a éste a quien deben lealtad.
De ahí los enfrentamientos. Los palestinos dentro de Israel pueden ser portadores de un pasaporte israelí, pero en general no pueden sentir pertenencia a un estado que los agravia social, religiosa y nacionalmente. Este es un país cuyo principal objetivo en 1948 fue crear un Estado en una tierra sin pueblo, lo que significó aniquilar a los que allí estaban junto con su cultura, historia y patrimonio. Los que se quedaron fueron en parte afortunados, en parte no tanto. Permanecieron en sus tierras y en sus hogares, que es en cualquier caso una situación mejor que el destierro y la vida de refugiado. Sin embargo, su situación no está exenta de dificultades. En los últimos 60 años los palestinos dentro de Israel han tenido que soportar una constante discriminación en el sistema educativo, los servicios y las leyes de reunificación familiar.
Un ejemplo de esta discriminación es la Ley de Ciudadanía de 2003, que prohibe la reunificación familiar entre los ciudadanos palestinos de Israel y los palestinos de Cisjordania, dado que los territorios palestinos son considerados un Estado enemigo. La misma ley se aplica al Líbano, Siria, Iraq e Irán.
Cualquiera que sepa algo de la cultura palestina y los estrechos lazos entre las familias sabrá que una ley de este tipo sólo puede tener resultados desastrosos. Con familias extensas repartidas por todo el territorio de la Palestina histórica o en los campamentos de refugiados del Líbano y Siria, por ejemplo, las uniones entre miembros de los diferentes grupos geográficos son inevitables. La denegación de la reunificación familiar significa que, en esencia, la pareja no puede vivir junta en Israel a menos que uno de los cónyuges siga siendo ilegal y, por tanto, vulnerable a la deportación o al enjuiciamiento. Los niños producto de esta unión no podrán ser reconocidos por el Estado y, por tanto, se verán privados de los derechos fundamentales inherentes a cualquier otro niño nacido en Israel.
En efecto, los ciudadanos palestinos de Israel deben plantear batalla en dos frentes. En primer lugar, deben soportar a diario la humillación de la discriminación a que están sometidos por el Estado e ir en contra de la corriente de hostilidad de la exclusividad judía de Israel. Emocionalmente, se sienten impulsados constantemente en la dirección de sus hermanos palestinos de Cisjordania, la Franja de Gaza y Jerusalén para no mencionar los de la Diáspora, lo que no es un sentimiento grato a Israel.
Cuando estalló la primera Intifada, en septiembre de 2000, las comunidades palestinas dentro de Israel se levantaron en solidaridad. En octubre de ese mismo año, 13 palestino-israelíes fueron asesinados a tiros en enfrentamientos con la policía israelí y guardias fronterizos. A los palestino-israelíes raramente se les otorga permisos para celebrar manifestaciones, a diferencia de sus contrapartes israelíes.
Todos los viernes, los palestino-israelíes llegan a Jerusalén para orar en la mezquita de Al Aqsa, en respuesta a una llamada hecha por el movimiento islámico para proteger los lugares santos del Islam. Durante la invasión de Gaza, hubo protestas, sentadas y colectas de fondos dentro de la comunidad árabe de Israel en favor de la población de la Franja.
Ayer, en Um Al Fahm, una de las mayores ciudades palestinas dentro de Israel, la suerte estaba ya anunciada. Uno de los líderes de la marcha era Baruch Marzel, ex jefe del partido terrorista Kach, prohibido en Israel desde 1994. Otro, el derechista MK Michael Ben-Ari, afirmó que el grupo simplemente estaba «exigiendo lealtad al Estado».
«El Estado de Israel es el Estado del pueblo judío. Estamos aquí para expresar nuestra verdad», dijo.
La verdad es que estos ciudadanos de Israel nunca serán iguales a sus homólogos judíos por el hecho mismo de que no son judíos. Una serie de cargos israelíes ha sugerido que este 20 por ciento de la población del estado sea trasladada fuera de Israel, donde claramente no son queridos. El pasado mes de diciembre, la ministra de Relaciones Exteriores israelí, Tzipi Livni, dijo que creía que la «solución nacional» para los palestinos de Israel «radica en otro lugar». Es decir, en otro que no sea en sus hogares ancestrales.
Es bueno que este grupo de palestinos haya sido capaz de soportar los horrores de 1948 y permanecer en su legítimo lugar. Por lo menos así habrá siempre un recordatorio de lo que era Palestina antes de la creación de Israel y de quiénes eran las personas que estaban allí mucho antes de que el sionismo tratara de eliminar su propia existencia. El hecho de que los residentes de Um Al Fahm puedan aún hallar en sí la energía para luchar contra los elementos más extremistas del sistema israelí es, como mínimo, encomiable. Nuestros hermanos palestinos del otro lado de la Línea Verde no pueden ser nunca olvidados.
Joharah Baker es escritora y colaboradora del programa de medios de comunicación e información de la Palestinian Initiative for the Promotion of Global Dialogue and Democracy (Iniciativa palestina para la promoción del diálogo global y la democracia – MIFTAH). Puede contactarse en [email protected].
Fuente: http://www.palestinechronicle.