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Lecciones por aprender de las guerras israelo-árabes

Concepto y desprecio

Fuentes: zope-gush-shalom.org

Traducido para Rebelión por LB

En la calle principal, bajo mi ventana, reinaba el más absoluto silencio. No se movía ni un solo vehículo.

Estábamos enfrascados en una conversación con un amigo cuando ocurrió algo increíble.

Las sirenas antiaéreas comenzaron a ulular.

En cuestión de minutos los coches empezaron a circular por la calle a velocidad de vértigo, los hombres salían de sus casas a toda prisa vestidos con su uniforme de reserva y acarreando mochilas.

La radio, que había estado en silencio, como de costumbre en ese día, súbitamente cobró vida.

Había estallado una guerra. Egipcios y sirios habían lanzado un ataque contra Israel.

Era Yom Kippur, con mucho el día más sagrado del judaísmo, hace hoy 37 años (según el calendario hebreo).

Desde entonces, en cada Yom Kippur recordamos aquel fatídico día. Imposible no hacerlo. Fue un momento decisivo de nuestra vida y de la historia de Israel, un evento formativo para toda la región semítica.

Hoy, como en cada Yom Kippur después de aquel día, la quietud, el silencio en las calles nos anima a pensar. Como testigo que fui, siento la necesidad de dar testimonio.

¿Cuál fue el impacto de aquella guerra?

Lo primero que hay que decir es que fue una guerra innecesaria.

Eso no es, por supuesto, nada extraordinario. Sin embargo, salvo algunas excepciones, como la Segunda Guerra Mundial (y tal vez nuestra guerra de 1948), todas las guerras han sido «superfluas». La Primera Guerra Mundial, esa orgía de muerte y destrucción, fue totalmente superflua. Hasta el día de hoy los historiadores siguen tratando de encontrar una razón lógica que explique por qué estalló. Los motivos que pudo haber tenido cada bando quedaron eclipsados por las consecuencias.

Mucho antes de la guerra de Yom Kippur el presidente de Egipto, Anwar Sadat, estaba dispuesto a hacer la paz con Israel. Mediadores confiables se lo transmitieron a la Primer Ministro de Israel, Golda Meir. Ella ignoró la información con desprecio.

Antes de la repentina muerte del Gamal Abd-al-Nasser -el antecesor de Sadat-, llegó a Israel información creíble sobre la disposición de Egipto a firmar la paz a cambio de los territorios egipcios conquistados por Israel en la guerra de 1967. Yo mismo llevé ese mensaje a Pinhas Sapir después de que Nasser revelara sus pensamientos a mi amigo el periodista francés Eric Rouleau en una conversación off the record. Rouleau me autorizó a transmitir en secreto la información al gobierno israelí. Sapir, a la sazón el ministro más importante y verdadero jefe del Partido Laborista, trató la información con absoluta falta de interés. Mi asesor jurídico, Amnón Zichroni, que me acompañó a la reunión, quedó tan estupefacto como yo. Deduzco que yo no era la única persona que transmitía mensajes.

Algunos meses antes de que estallara la guerra me reuní con algunos egipcios próximos a la dirigencia de su país. Sobre la base de esas conversaciones hice un discurso en la Knesset advirtiendo que a menos que se pusiera en marcha inmediatamente una iniciativa de paz que devolviera a los egipcios el canal de Suez y el Sinaí, Egipto atacaría, incluso sin ninguna posibilidad de ganar. La Kneset hizo oídos sordos.

Acabada la guerra acusé públicamente a Golda Meir del asesinato de 2.700 jóvenes israelíes y de un número incalculable de jóvenes egipcios y sirios. Golda, una persona de horizontes terriblemente estrechos, se encogió de hombros y vivió hasta el final de sus días con la conciencia tranquila.

En las primeras horas de la guerra los egipcios asombraron al mundo cuando lograron cruzar el canal de Suez -un formidable obstáculo de agua- y romper la línea Bar Lev, el orgullo del ejército israelí.

Fue una de las grandes victorias sorpresa que registran los anales de la guerra. Salvando la diferencia de magnitudes, algunos lo comparan con el inicio de la Operación Barbarroja (el ataque alemán a la Unión Soviética) y con el bombardeo de Pearl Harbor (el ataque japonés a EEUU).

¿Cómo fue posible semejante sorpresa? Después de todo, el ejército egipcio tuvo que concentrar sus fuerzas y llegar a las posiciones de partida sin ser detectado. La zona comprendida entre El Cairo y el canal está completamente desnuda.

Después de la guerra, Dado me invitó a su casa y me permitió echar un vistazo a los archivos. Dado -Jefe del Estado Mayor General David Elazar- fue expulsado del ejército al día siguiente de la guerra de Yom Kippur debido a su responsabilidad en la «omisión» (la decisión de no movilizar las reservas y no mover los tanques en vísperas de la guerra). Yo era el amistoso editor de una revista y Dado quería convencerme de su inocencia. Los archivos mostraban que la Inteligencia del Ejército disponía de toda la información necesaria -y mucha más- sobre los preparativos de Egipto para el ataque.

Por ejemplo, se interceptó una orden del muftí (capellán musulmán) de una brigada para romper el ayuno del Ramadán -uno de los mandamientos musulmanes más importantes-, y comenzar a comer a cierta hora.

Se interceptó una comunicación entre un operador inalámbrico de Egipto y su hermano, operador de telefonía móvil en otra unidad, en la que se incluía la oración musulmana que se reza para enfrentarse a la muerte.

Se interceptó un mensaje desde una estación de tierra a los submarinos en el mar para que interrumpieran todas sus comunicaciones de radio en un momento determinado.

Y así sucesivamente, una plétora de inteligencia. Según Dado, nada de esto le llegó a él, al Jefe de Estado Mayor. El jefe del departamento de Inteligencia del Ejército, Eli Zeira, lo suprimió todo.

¿Por qué? Zeira, una persona con mucha confianza en sí mismo, era prisionero de un «concepto»: que los egipcios nunca atacarían sin [asegurarse antes la] superioridad aérea. Pero eso no explica realmente la magnitud de la Omisión. Tampoco lo hacen los sofisticados intentos de engaño de los egipcios. La razón es mucho más profunda y se llama desprecio por los árabes.

Este desprecio es una de las maldiciones del Estado [de Israel], y nos acompaña a los (judíos) israelíes hasta el día de hoy.

No existía en la guerra de 1948, la más larga y dura de las guerras libradas por Israel. Recuerdo muy bien que en aquellos tiempos los soldados [israelíes] respetaban al enemigo. Nosotros, los combatientes del Frente Sur, le teníamos mucho respeto al ejército egipcio (uno de cuyos comandantes junior era Gamal Abd-al-Nasser), y los combatientes del Frente Central respetaban a la Legión Árabe jordana. Los combatientes sirios e iraquíes también eran considerados como adversarios de talla.

El respeto se evaporó en la guerra de 1956, y por las razones equivocadas. Los soldados egipcios se dieron a la fuga cuando nuestro ejército invadió el Sinaí, y hubo algunos que hasta se dejaron las botas, pero tenían una poderosa razón para hacerlo: recibieron órdenes de retirarse a toda prisa ya que que los británicos y franceses estaban aterrizando en su retaguardia y amenazaban con convertir la totalidad del Sinaí en una trampa mortal. En aquel momento fueron los egipcios a quienes pilló de sorpresa la colusión entre franceses, israelíes y británicos.

Pero el desprecio alcanzó su clímax con la guerra de 1967. Después de tres semanas de miedo existencial rampante, los israelíes vieron cómo en el espacio de seis días su ejército aplastaba a las fuerzas combinadas de Egipto, Jordania y Siria, reforzadas por contingentes de otros países árabes. Parecía un milagro. Para quienes no creen en la intervención divina, sin embargo, no hubo ningún milagro: el ejército israelí, y especialmente la Fuerza Aérea, habían planeado meticulosamente la guerra con mucha antelación y el plan fue ejecutado por el mejor Estado Mayor que nuestro ejército ha tenido jamás.

Esta victoria fue un desastre histórico. Fue demasiado grande, demasiado aplastante, demasiado impresionante. Israel sufrió un ataque de euforia que duró seis años. Estaba claro para todos que los árabes no pueden luchar, que el ejército israelí era el mejor del mundo, que era invencible. Ariel Sharon declaró entonces que el ejército israelí era capaz de llegar a la capital de Libia, Trípoli, en seis días.

Lo que ocurrió en el Yom Kippur de 1973 fue consecuencia directa de esa victoria. El desprecio abismal hacia los árabes dio a luz a la «Kontsepsia» (como decimos en hebreo «concepto»), y la «Kontsepsia» dio origen a la «Omisión» -dos palabras que se convirtieron en los símbolos de la guerra. El desprecio generó la creencia de que los egipcios no se atreverían a atacar a la línea Bar Lev, una cadena de posiciones fortificadas que el día de Yom Kippur estaban defendidas por una dotación ligera de unidades de segunda clase. (Dos generales se opusieron a la creación misma de la línea Bar Lev: el general de tanques Tal Israel, que murió esta semana, y el general de infantería Ariel Sharon, que vive en estado de coma. «Talik» y «Arik» propusieron mantener fuerzas móviles en la retaguardia profunda, listas para contrarrestar cualquier avance egipcio con un contraataque masivo.)

La guerra comenzó con espectaculares éxitos egipcios (y sirios) y terminó con una victoria militar israelí. El ejército israelí todavía no estaba corrompido por la ocupación (otro de los resultados desastrosos de la victoria de 1967) y la mayoría de sus comandantes eran de una calidad que hoy suscita envidia. No obstante, políticamente la guerra terminó en empate.

Talik, que participó en las conversaciones de alto el fuego en el kilómetro 101, me dijo que el comandante egipcio, Abd-al-Ghani al-Gamasy, ofreció iniciar en el acto negociaciones directas de paz. Talik corrió a comunicárselo a Golda Meir, pero ésta le prohibió proseguir con el asunto. Golda Meir había prometido a Henry Kissinger que todas las negociaciones se realizarían a través de EEUU. La paz con Egipto se demoró cuatro años más, hasta que Sadat tomó su histórica iniciativa a espaldas de los estadounidenses.

La guerra devolvió a los egipcios su autoestima. Visité el Museo de la Guerra del Ramadán (que es como los egipcios llaman a esta guerra). Habían hecho un gran esfuerzo para recrear el cruce del canal de la forma más realista posible, con efectos de luz y sonido. Los cientos de egipcios que llenaban de bote en bote cada presentación varias veces al día, todos los días, se henchían de orgullo.

Este orgullo hizo más fácil para Sadat emprender su histórica misión. Cuando aterricé en El Cairo varios días después de su llegada a Jerusalén, la capital egipcia estaba llena de carteles con el lema: «¡Anwar Sadat, Héroe de Guerra, Héroe de Paz!»

Inmediatamente después de la guerra Yasser Arafat comenzó su larga búsqueda de la paz que desembocó 20 años después en el acuerdo de Oslo. En cierta ocasión me explicó cómo llegó a tomar su decisión: cuando se dio cuenta de que los grandes éxitos sorpresa de los ejércitos árabes al inicio de la guerra terminaban en una derrota militar llegó a la conclusión lógica de que no hay forma de realizar los objetivos nacionales palestinos por medio de la guerra y que una solución pacífica era la única solución.

Las siguientes conclusiones son hoy más válidas que nunca:

La soberbia conduce al desastre.

Un concepto basado en el desprecio a los árabes conducirá a una omisión histórica.

En esta región todas las guerras son superfluas: después de cada guerra alcanzaremos -en el mejor de los casos- lo mismo que podríamos haber obtenido antes de la guerra.

No existe una solución militar, ni para los árabes ni para los judíos.

La guerra produce muchos héroes, pero la verdadera gloria corresponde al héroe de la paz.

Como los sabios judíos dijeron hace casi 1800 años: «¿Quién es un héroe? Aquel que convierte a su enemigo en amigo».

Fuente: http://zope.gush-shalom.org/home/en/channels/avnery/1284812923/