(A modo de premisa: es difícil traducir la primera parte del título de este artículo. Se trata de una consigna del último movimiento francés contra la reforma regresiva del sistema de pensiones impuesta por Sarkozy. Se trata de un juego de palabras intraducible alrededor del término «lutte» que puede ser un verbo o un sustantivo. […]
(A modo de premisa: es difícil traducir la primera parte del título de este artículo. Se trata de una consigna del último movimiento francés contra la reforma regresiva del sistema de pensiones impuesta por Sarkozy. Se trata de un juego de palabras intraducible alrededor del término «lutte» que puede ser un verbo o un sustantivo. Así «Je lutte de classes» significa: «Yo lucho de clases» o «yo lucha de clases». Una posible interpretación, entre otras muchas, es que, en uno de los casos, el sujeto se asume como sujeto de la lucha de clases, en el otro, como sujeto dividido por la propia lucha de clases).
Carta abierta a Salvador López Arnal
Querido Salvador:
No creo que la cosa haya que tomársela tan a la tremenda, de manera tan personal y apasionada. No creo que hayas de sentirte infamado por mis palabras, ni que tengas que amenazarme con colocarme en una de tus misteriosas «aristas». Más vale que consideremos con serenidad y recíproca benevolencia algunos de los motivos de la tremenda impotencia de la izquierda tradicional ante la crisis y la ofensiva del capital actualmente en curso. Esto sí que son cosas serias, y no el buen o el mal nombre de una u otra organización. Una organización es un instrumento político y, una buena organización comunista un buen instrumento de la lucha de clases por el comunismo. Una mala organización por el contrario, es una organización incapaz de actuar sobre la realidad por hallarse presa de una trama interna y externa de relaciones e intereses que la neutralizan o la hacen incluso servir a causas contrarias a las supuestamente perseguidas.
Este tejido de intereses y relaciones se expresa en un discurso ideológico determinado. En el caso que nos afecta, me refiero al discurso ideológico que denomino «laborismo». Tal vez el término no esté muy bien elegido -y sea casi un italianismo-, pero creo que se entiende bien que designa el carácter central que desempeñan el «trabajo» (latín «labor») así como la identidad y la dignidad del trabajador en el pensamiento y la práctica de algunas organizaciones y, muy en concreto, al menos en Europa occidental, las organizaciones políticas y sindicales mayoritarias que afirman representar a la clase obrera. Estas y no otras son las famosas organizaciones «socialdemócratas, eurocomunistas y stalinistas». Para todas ellas, el trabajo es el horizonte insuperable de la condición humana, hasta el punto de que su reivindicación fundamental es -a estas alturas- el establecimiento del pleno empleo y la recuperación del Estado del bienestar. El hecho de que la insistencia en estos dos temas no haya impedido en lo más mínimo el desmantelamiento del estado del bienestar y la pérdida masiva de puestos de trabajo debería haber hecho reflexionar a esta izquierda, pero estos hechos tozudos no parecen inquietarla.
Ocurre que, si bien este tipo de organizaciones sindicales y políticas pudo obtener conquistas importantes en la doble coyuntura del fordismo/keynesianismo y de la guerra fría, hoy, una vez liquidados los «socialismos reales» y los modos de regulación fordistas y keynesianos, la representación colectiva del trabajo se ha hecho sencillamente imposible. Hoy, con lo que nos encontramos no es con un obrero fabril con un contrato fijo y un marco de derechos negociados colectivamente y reconocidos por un Estado regulador y planificador, un obrero que trabaja con un tiempo de trabajo y un lugar de trabajo definidos, sino con un estallido de las formas de trabajo y contractualidad: del parado, al trabajador de telepizza o de los «call center», al trabajador «flexible» de las ETT, al número creciente de trabajadores «afectivos» que se ocupan de ancianos, enfermos etc, a los trabajadores sociales, los disitntos tipos de trabajo intelectual desde los productores de videojuegos cuyas jornadas de trabajo/juego no tienen límite hasta los investigadores o los profesores de universidad financiados directamente por el capital, o incluso los mismísimos controladores aéreos o los intérpretes de conferencias. Todo esto, sin olvidar esa categoría fundamental de trabajadores que, en una «sociedad del espactáculo» son los artistas y otros trabajadores del espactáculo. El catálogo, como el del Don Giovanni de Mozart es abierto, seguro que escarbando un poco podemos decir que «en España son ya 1003 (mille e tre…)».
La representación de esta realidad no es que no esté al alcance de las organizaciones tradicionales que, mal que bien lograron en una coyuntura muy precisa representar el trabajo abstracto y negociar el estado del bienestar, es que resulta sencillamente imposible. El trabajo no obedece a las unidades de lugar, de tiempo y de valor que antes lo definían, sino que se ha convertido en una actividad cada vez más difusa, una actividad productiva de cada momento y lugar, un auténtico trabajo social. Esto no quiere decir que no exista la lucha de clases, sino que hoy menos que nunca puede representarse esta lucha de clases como un enfrentamiento entre dos bandos preexistentes. Como afirmaba Louis Althusser, «la lucha de clases es anterior a las clases» y las constituye y reproduce como tales. Tenemos que abandonar la metáfora futbolística de los dos bandos preexistentes. Uno se divide en dos ( o más). Hoy la lucha de clases atraviesa a nivel macrofísico al conjunto de la sociedad y a nivel microfísico todas sus moléculas y átomos: desde las organizaciones políticas y demás aparatos de Estado hasta los individuos y sus relaciones. Las distintas categorías de trabajadores son así escenarios de formas muy diferenciadas de la lucha de clases que no pueden representarse de manera unificada, aunque, si se quiere luchar contra el capitalismo, deban encontrar formas de articulación horizontal que todavía no hemos logrado desarrollar. Antes de que el movimiento obrero descubriera su arma fundamental, la huelga, tardó décadas en encontrarla y en nombrarla como una práctica coherente: antes tuvo la tentación de romper las máquinas o de asesinar a los patronos. Hoy, estamos ante una fase parecida a esos momentos iniciales de la clase obrera fabril: tenemos que inventar las nuevas formas de resistencia que permitan articular las fuerzas necesarias para bloquear el conjunto de la producción social difusa, puesto que la huelga tradicional -salvo en países donde la clase obrera industrial tiene un gran peso como China o Alemania- es, como cínicamente recordaba Sarkozy «invisible». Sólo la huelga general universal, la huelga metropolitana que bloquea los flujos de comunicación y de transporte puede resultar visible y dañina para el capital.
Hoy no creo que tenga mucho eco apelar al trabajo fabril como elemento de dignidad de ningún individuo de nuestra sociedad, insistir, por ejemplo, como haces en tu artículo sobre los controladores publicado en Rebelión, en que «cuando los trabajadores van a la huelga no lo hacen por no trabajar sino por hacerlo en condiciones dignas. Aspirando a ser tratados como seres humanos, no como piezas de un mecanismo diabólico e injusto.» Para muchos, ya no se trata de ser explotados (trabajar) en condiciones «dignas» o «humanas», sino de no trabajar bajo un patrón (o un Estado) y para el capital. El trabajo social difuso tiene la ventaja de mostrar a diario a millones de personas la perfecta inutilidad productiva del capital y de su Estado. El capital es hoy exclusivamente parasitario y el Estado no es un límite para el capital, sino el último de sus baluartes. De ahí que el actual renacimiento marxo-kantiano de discursos neosocialistas de defensa del Estado de derecho como defensor de la sociedad frente al capital sólo pueda conducir a un callejón sin salida.
El límite del «laborismo» es precisamente su incapacidad de pensar el deseo de comunismo latente en nuestras sociedades, pues siempre tiene que transcribirlo en categorías «socialistas» de gestión estatal del capital fijo (capital invertido en medios de producción a excepción de la fuerza de trabajo) y del variable (capital invertido en fuerza de trabajo: la única mercancía que genera nuevo valor o plusvalía). No salir del horizonte salarial, de las reivindicaciones ligadas al empleo y (al menos en los sindicatos de la CES como CCOO y UGT) al crecimiento, es prohibirse a sí mismo y condenar en los demás toda perspectiva de salida de la condición salarial, de la sociedad de clases y del Estado. Así, para empezar a citar nombres, como se me pide, Izquierda Unida defiende respectivamente en su en su programa de las últimas elecciones europeas y en su programa de las generales de 2008 el pleno empleo y el crecimiento (sostenible):»Para IU, también en el nivel de decisión de las instituciones europeas, las políticas que favorezcan la creación de empleo son el objetivo fundamental» (europeas); «Los objetivos de la política monetaria deben ampliarse, incluyendo, junto a la estabilidad de precios, el crecimiento y el pleno empleo seguro y de calidad.» (generales). En estos objetivos «laboristas» coincide con el PSOE que en su programa electoral de 2008 afirma algo hoy tan surrealista como lo siguiente: Acercaremos nuestra economía al pleno empleo y mejoraremos la calidad del trabajo y su estabilidad, el incremento salarial, la igualdad en el trabajo y la conciliación de la vida personal y laboral.»
Con estos objetivos es difícil, sino imposible, entrar en contacto con los nuevos tipos de trabajador integrados en el «trabajo social difuso». Los objetivos de estos trabajadores no son el pleno empleo, que saben imposible y no consideran deseable, sino una renta de ciudadanía independiente de cualquier prestación laboral asalariada, el libre acceso a los comunes productivos, que es el otro nombre -comunista- de una libertad de emprender efectiva, el libre acceso a bienes públicos como la sanidad y la enseñanza y la progresiva gestión social de estos bienes al margen del capital y del Estado. Todos ellos son objetivos de transición hacia una sociedad sin clases y sin esclavitud salarial. Ninguno de ellos se recoge en los programas de la izquierda laborista. En otros términos, como decía el Manifiesto: «Los comunistas no tienen partido». No creo que hoy la forma partido sea útil ni necesaria, pues está demasiado ligada a la lógica de la representación. Tenemos que pensar en otra cosa: te invito cordialmente a que lo hagamos.
Un abrazo
John Brown
Blog del autor: Iohannes Maurus
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