Traducción de Anahí Seri
Los egipcios nos debemos unir en una condena en común. Conjuntamente, los musulmanes y los cristianos, el gobierno y la oposición, la iglesia y la mezquita, los clérigos y los laicos, todos nosotros nos vamos a alzar y con una sola voz vamos a denunciar sin ambigüedades a Al Qaeda, a los militantes islamistas y los fanáticos musulmanes de cualquier matiz. Algunos de nosotros incluso darán un paso más y denunciarán a los salafitas, al islamismo fundamentalista como tal, y al Islam wahabita, que presumiblemente es una importación saudí totalmente ajena a nuestra cultura nacional egipcia.
Gran parte de estas condenas serán pura hipocresía. Muchas de ellas se matizarán de tal modo que justo debajo de la superficie permanezcan los montones de prejuicios mezquinos, la doble moral y la intolerancia que mantienen sojuzgados a tantas personas de las que expresan estas condenas.
No servirá de nada. Ya hemos estado aquí antes, ya hemos hecho exactamente lo mismo, y sin embargo las masacres continúan, cada una más terrible que la anterior, y la intolerancia penetra cada vez más en cada intersticio de nuestra sociedad. No es fácil echar a los cristianos de Egipto. Llevan aquí desde que existe el cristianismo. Casi mil quinientos años de dominio musulmán no lograron erradicar la comunidad cristiana. Al contrario, se mantuvo con suficiente fuerza y vigor como para desempeñar un papel crucial en la configuración de la identidad nacional, política y cultural del Egipto moderno.
Y sin embargo ahora, dos siglos después del nacimiento del Egipto moderno, entrando en la segunda década del siglo XXI, parece que lo que antes hubiera sido inimaginable ahora ya no se nos antoja tan imposible: un Egipto sin cristianos, en el cual la cruz habrá desaparecido de la bandera que simboliza nuestra identidad nacional. Si esto llega a ocurrir, o cuando ocurra, confío en no estar ya aquí para verlo. En cualquier caso, esté vivo o muerto, este no será el Egipto con el que me reconozco y al que deseo pertenecer.
Yo no soy Zola, pero yo también puedo acusar. Y los que me preocupan no son los criminales de Al Qaeda, sedientos de sangre, o de cualquier otra banda de malhechores implicados en el reciente horror de Alejandría.
Acuso al gobierno, que parece pensar que puede vencer a los islamistas empleando los mismos medios que ellos.
Acuso a los diputados y funcionarios gubernamentales, quienes no pueden evitar llevar al parlamento sus propios fanatismos, ejerciendo una autoridad sin control, brutal y al mismo tiempo desesperadamente ineficaz.
Acuso a los órganos estatales que creen que apoyando a los salafistas están minando a la Hermandad Musulmana, y a los que les gusta, de vez en cuando, apuntarse a los sentimientos anti coptos, probablemente para distraer de otros asuntos más serios del gobierno.
Pero sobre todo acuso a los millones de musulmanes supuestamente moderados entre nosotros, los que cada año se van volviendo más intolerantes y fanáticos.
Acuso a aquellos entre nosotros que se alzan furiosos contra la decisión de detener la construcción de un centro musulmán en las proximidades de la zona cero en Nueva York, pero que aplauden que la policía egipcia detenga la construcción de una escalera en una iglesia copta en el distrito Omranya de El Cairo.
Me he paseado y he oído como habláis, vosotros, mis conciudadanos, en vuestras oficinas, en vuestros clubs, en vuestras fiestas: «hay que darles una lección a los coptos», «los coptos se están volviendo más arrogantes», «los coptos están convirtiendo a los musulmanes en secreto», y al mismo tiempo «los coptos están evitando que las mujeres cristianas se conviertan al Islam, secuestrándolas y encerrándolas en monasterios».
Os acuso a todos, porque vuestra ceguera fanática os impide ver que estáis violentando la lógica y el sentido común. Os atrevéis a acusar a todo el mundo de ejercer una doble moral contra nosotros, y al mismo tiempo sois incapaces de reconocer vuestra propia flagrante doble moral.
Finalmente, acuso a los intelectuales liberales, tanto musulmanes como cristianos, quienes por complicidad, o por miedo, o por no querer decir o hacer algo que pudiera desagradar a las «masas», se han mantenido al margen, y han considerado suficiente sumarse a un inútil coro de condenas tras otro, mientras las masacres se extendían y se hacían más crueles.
Hace unos años escribí un artículo en el periódico árabe Al-Hayat haciendo referencia a una columna de otro periódico egipcio. El columnista, cuyo nombre he olvidado, había alabado el patriotismo de un copto egipcio que había afirmado que prefería morir a manos de sus hermanos musulmanes antes que pedir una intervención americana para salvarlo.
Dirigiéndome a este copto patriota, simplemente le planteaba una pregunta: ¿dónde acaba esta voluntad de sacrificarse por la nación? Dar la propia vida puede ser un gesto noble, incluso digno de elogio, pero ¿estaba también dispuesto a sacrificar la vida de sus hijos, su esposa, su madre? ¿Cuántos egipcios, le preguntaba, estás dispuesto a sacrificar antes de solicitar una ayuda del exterior: un millón, dos, tres, todos ellos?
Como dije entonces y mantengo ahora, no hemos agotado nuestras opciones, no somos tan carentes de imaginación como para vernos obligados a dejar que maten a los egipcios coptos, individualmente o en masa, o bien ir corriendo a por el tío Sam. ¿Realmente es tan difícil concebirnos a nosotros mismo como seres humanos racionales con un mínimo de agallas, para poder tomar en nuestras manos nuestro destino, el destino de nuestra nación? Esa es la única opción que nos queda, y más vale que la aprovechemos antes de que sea demasiado tarde.
Nota sobre el autor: Hani Shukrallah es musulmán y vive en El Cairo. Es licenciado en ciencias políticas y fue redactor jefe del periódico «Al-Ahram Weekly», próximo al gobierno, que se cuenta entre las más importantes publicaciones en lengua inglesa del mundo árabe. Desde noviembre de 2010, dirige la web «Ahram Online».
Fuente en inglés: http://english.ahram.org.eg/