Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
La llamada «Primavera Árabe» está creando una escisión entre los intelectuales que amenaza cualquier comprensión razonable del torbellino que envuelve a varios países árabes.
Si bien a niveles amplios se reconoce que las revoluciones tratan de derrocar las estructuras políticas y anhelan cambiar el orden social y el paradigma del poder dentro de una sociedad determinada, aún no hay una interpretación única e incluyente de lo que constituye realmente una revolución. Ni hay tampoco consenso en qué se supone que una revolución debe conseguir.
Es probable que un egipcio normal y corriente decida su visión de la revolución a partir de varios aspectos: progreso económico mensurable, o carencia del mismo; capacidad para manifestar una opinión sin miedo a la censura o a las represalias; derecho a participar en la acción colectiva e influir en la marcha general de su país.
Una revolución puede también ahondar en el ámbito de la autodefinición. Algunos colectivos árabes se han redefinido ellos mismos en líneas religiosas, nacionalistas o ideológicas -volviendo a recolorear una bandera o reescribiendo un himno nacional-, en la esperanza de que esto les permitiría cimentar el cambio político y abandonar colectiva y psicológicamente una era para entrar en otra.
Aunque es posible llegar a construir representaciones conceptuales de fenómenos importantes, su aplicación práctica puede resultar difícil de alcanzar. El 14 de enero, solo unos días después de la destitución del presidente tunecino Zein al-Abidine Ben Ali, advertí que no se estaban valorando correctamente las circunstancias únicas de la revolución tunecina y el carácter distintivo de la sociedad tunecina como un todo:
«No hay nada malo en ampliar una experiencia popular para entender el mundo en general y sus conflictos. Pero en el caso de Túnez, parece que el país se interpreta en gran medida dentro de una multiplicidad de contextos, dejándole así desprovisto de cualquier singularidad política, cultural o socioeconómica. Quizá resulte conveniente para algunos interpretar así el caso de Túnez sin distinguirlo de cualquier otro régimen árabe, de pensar que puede ser otro posible podio para la violencia de Al-Qaida, pero eso no ayuda a llegar a una comprensión coherente de la situación ni de los eventos que es probable que se produzcan.»
El artículo era una respuesta al frenesí mediático que colocaba a todas las sociedades árabes en una misma categoría. Pero tal ausencia de distinción no puede atribuirse únicamente a la abrumadora ignorancia de los medios e intelectuales occidentales en su comprensión de los árabes, ni a la relación oportunista de los gobiernos occidentales frente al mundo árabe. Los medios e intelectuales árabes utilizaron también generalizaciones análogas, e incluso las mismas masas rebeldes.
Parecía como si los activistas yemeníes hubieran sufrido pocos daños frente a la experiencia revolucionaria egipcia, o los sirios y libios se prestaran unos a otros sus eslóganes. Después de todo, existe un inequívoco vínculo histórico y cultural entre las diversas sociedades árabes y entre ellas abundan experiencias superpuestas de colonización, ocupación extranjera, dictaduras y levantamientos populares. Pero lo que estaba destinado a inspirar un sentimiento de valores y experiencias compartidas se convirtió velozmente en una línea divisoria explotada por todos aquellos que querían asegurar el fracaso de los levantamientos árabes o controlar sus consecuencias.
No fue ninguna sorpresa que los levantamientos árabes no fueran solo un asunto de los árabes. Incluso antes de que los gobiernos de Francia y el Reino Unido firmaran en 1916 su infame Acuerdo Sykes-Picot -que dividía las provincias árabes (entonces parte del Imperio Otomano) en esferas de influencia-, el destino de la región quedó ya determinado por potencias extranjeras. Y a diferencia de los mitos comunes que se asocian con la Primavera Árabe, las naciones árabes se han rebelado repetidamente contra los colonizadores extranjeros y sus propios déspotas.
La tardía respuesta occidental a la revolución tunecina -y la incoherente reacción ante la revolución egipcia del 25 de enero- sirvió de aldabonazo a todos aquellos que heredaron el legado de François Georges-Picot y Sir Mark Sykes. En efecto, los choques del pasado continúan definiendo los lazos de los países occidentales con la región de Oriente Medio, apreciada por los muchos botines económicos que posee y por su inigualable importancia estratégica.
«Las empresas occidentales de la construcción, infraestructuras y seguridad que ven como sus oportunidades de lucrarse se desvanecen en Iraq y Afganistán han puesto sus ojos sobre Libia, libre ahora de cuatro décadas de dictadura», escribía Scott Shane en The New York Times.
Esta breve frase resume verdaderamente los motivos de la intervención occidental y la actitud general de Occidente respecto a sus antiguas colonias. Sin embargo, hay una extraña determinación entre los muchos actores de la Primavera Árabe -incluidos los medios árabes- en ignorar o reducir el elemento exterior cada vez que se discute sobre los levantamientos árabes. Esta tendencia no solo es deshonesta intelectualmente y perceptiblemente ahistórica, sino que es también terriblemente sospechosa. En medio del silencio intencionado respecto al papel interesado y destructivo jugado por las potencias extranjeras, están incubándose toda una serie de complots bajo los mismos pretextos que llevaron a la destrucción de Iraq, Libia e incluso del Líbano. Sí, en 1982, cuando Israel invadió el Líbano, utilizó el concepto de democracia para justificar parcialmente su actuación.
Sin embargo, el hecho de tener muy en cuenta el papel despectivo y explotador de las potencias extranjeras no debería permitir tampoco que nos convirtamos en apologistas de las dictaduras. Una lectura más pesimista de la historia muestra el inquebrantable vínculo entre los dictadores y sus benefactores extranjeros, a expensas de las masas oprimidas, que se sublevan ahora para reajustar el curso de la historia por una ruta más equitativa.
Es verdad que una vez que el resultado final de una revolución queda claramente determinado, puede haber una polarización entre quienes tenían proyectado ganarla y quienes querían que no llegara a buen puerto. Pero los intelectuales tienen una responsabilidad histórica de permanecer vigilantes de la singularidad de todas y cada una de las experiencias colectivas, situándolas dentro de contextos históricos precisos. No deberían omitir las incómodas verdades aún cuando se piense que tales omisiones resultan convenientes.
Eso no es neutralidad moral, una noción articulada por el líder sudafricano antiapartheid Desmond Tutu en su icónica declaración: «Si te mantienes neutral ante situaciones de injusticia, has elegido el lado del opresor». Tiene mucho que ver con la responsabilidad del intelectual de cuestionar todo aquello que se da por sentado. Edward Said afirmaba que el intelectual ideal debía ser visto «como un amateur marginal y en exilio, y como autor de un lenguaje que intenta decirle la verdad al poder».
Decirle la verdad al poder es aún posible y ahora más urgente que nunca. El destino de una nación, de cualquier nación, no puede polarizarse hasta el punto al que se ha llegado en el caso de los levantamientos árabes. A ambos lados de la brecha, algunos están animando la intervención extranjera mientras otros están justificando el asesinato absurdo de gente inocente perpetrado por dictadores.
Posiblemente haya una fina línea entre esas polarizaciones y trazar esa línea es responsabilidad del intelectual y permanecer firme ahí. Puede que la consecuencia sea que se vea marginado y exiliado, pero al menos mantendrá su integridad.
Ramzy Baroud (www.ramzybaroud.net) es un columnista que publica sus artículos en diversos medios internacionales. Es editor de PalestineChronicle.com. Su último libro es «My father Was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story» (Pluto Press, Londres), disponible en Amazon.com.
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