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Las tres posibilidades del conflicto minero

La vida como juego

Fuentes: Rebelión

«Prohibido jugar con nuestras vidas». Así reza un grafittie en color negro en el centro de Mieres, a cuatro km. de Figaredo, una pequeña localidad emplazada geográficamente justo al lado de una serie de pequeñas montañas de cumbre suave que se levantan desde la cuenca del río Caudal. Hace apenas una semana, policías antidisturbios tuvieron […]


«Prohibido jugar con nuestras vidas». Así reza un grafittie en color negro en el centro de Mieres, a cuatro km. de Figaredo, una pequeña localidad emplazada geográficamente justo al lado de una serie de pequeñas montañas de cumbre suave que se levantan desde la cuenca del río Caudal. Hace apenas una semana, policías antidisturbios tuvieron que rodear a las mujeres de las familias mineras que se desplazaron a la capital del Estado para llamar la atención de la debilísima situación vital y existencial que implicaría la desaparición de la profesión de sus maridos. El malestar y el miedo, incluso la ira, va tejiendo redes más allá de las fronteras político-administrativas, como ilustran las imágenes que muestran a los mineros asturianos y leoneses afirmando su voluntad de persistir juntos en la demanda de alternativas. Resistir y atrincherarse dentro de los pozos mineros y contra las fuerzas de seguridad estatales que recrudecen progresivamente su violencia sin disimulo, con la única intención de conservar una profesión, un modo de vida anacronizado por la velocísima apisonadora de la modernización permanente de un capitalismo desregulado y sin freno, o bien exigir alternativas a un modelo de producción energética obsoleto, parecen las únicas pautas de conducta posibles para el colectivo minero.

Las declaraciones desesperadas de un hombre de mediana edad insinuando que la profesión de minero sea conservada con el mismo afán con el que la autonomía asturiana se afana en conservar a los urogallos, pueden parecer cómicas, pero de una comicidad que roza el absurdo y, al mismo tiempo, la seriedad, en su intención significativa: Ya que no sabemos qué demonios nos deparará el futuro inmediato, por lo menos que conviertan nuestra profesión en una pieza de museo para, como mínimo, tener el derecho a seguir sobreviviendo.

El miedo, la incertidumbre y la necesidad no entienden de futurología ni de eternas promesas de desarrollo industrialista que llevarán a la humanidad rumbo a un feliz El Dorado. Cuando tener que trabajar la tierrao arañarla es algo menos romántico que pintarla o contemplarla, y cuando es la única manera de llevar la comida a la mesa, lo mínimo que se debería hacer es empatizar con la situación de quien es desposeído de ella o molestarse en ofrecer alternativas ante la inminencia de un mundo que pide a gritos un nuevo modelo de producción energética. Nada de esto les es ofrecido al colectivo minero, y nada de esto les fue ofrecido, más allá de mediático-políticas declaraciones de principios, por los tres últimos jefes de Estado y la clase sindical que firmó fondos europeos de desarrollo con la supuesta intención de diseñar nuevas opciones productivas. La reacción violenta, radicalmente violenta, de cierto colectivo minero, siendo estéril, como mínimo, debería ser comprendida en su motivación y circunstancia.

Cuando pregunto informalmente sobre la situación a taxistas, gente de a pie, incluso periodistas y fotógrafos, casi todos conciben la lucha del colectivo minero como una causa perdida, un anacronismo que habría que superar rindiéndose ante la lógica economicista que impulsa a la mundialización del capitalismo financiero. Nadie interroga -ni tiene intención de hacerlo- sobre el destino de los fondos gestionados vía UE entre el ministerio de Industria y la comunidad autónoma de Asturias ni menciona el acuerdo firmado hace un año entre el mismo ministerio y los sindicatos. Todos, una gran mayoría, cargan -justificadamente- su malestar contra unos sindicatos que negocian prejubilaciones de oro a costa del futuro laboral de sus hijos, de la desestructuración progresiva del tejido productivo local y de la falta de diseños alternativos al modelo clásico de producción petro-carbonera.

Muchos, además, ignoran los 600 muertos que, desde el año 1889, en el Valle de Turón, dejaron sus vidas bajo la tierra. Allí, precisamente, en Turón, se levantan las placas conmemorativas que recuerdan a los miles de muertos en las primeras industrias mineras del fin de siecle. Allí, precisamente, en Turón, la lógica del cálculo contable y de la modernización queda en entredicho cuando la memoria recuerda sus costos humanos.

El 90% de la conflictividad se concentra, en Asturias, en el mismo lugar en el que, histórica y geográficamente, se situaron los viejos pozos mineros: en las cuencas del río Caudal y del Nalón. Las imágenes son bastante gráficas: tanto la ira de las mujeres de los mineros reclamando desesperadamente atención al senado Madrileño como las recientes batallas campales de los mineros escondidos en los montes cercanos a las cuencas, encerrándose por voluntad propia en el interior de los pozos y cortando el tráfico de las autovías al mismo tiempo que responden a las fuerzas de seguridad con piedras y pirotecnia, son síntomas de una conflictividad social en cadena cuya enfermedad sólo tiene una causa: la radical ineficacia, inutilidad e incapacidad de anticipación de un sistema sindical y político-administrativo caduco que garantiza sobresueldos injustificables a cientos de miles de funcionarios cuyo cometido es, sencillamente, redactar normativas, hacer discursos y llenar papeles cargados de declaraciones de principios.

La sociología y la antropología aplicada, desde luego, no es tenida muy en cuenta por una clase político-funcionarial incapaz de prescindir de ideologismos tirando al cubo de la basura los sueños de -su- razón para diseñar soluciones concretas en base a la investigación previa del entorno socio-ecológico concreto. Y sin embargo, a día de hoy, quiera reconocerse o no, -y hace falta decir esto alto y claro, sin miedo- cualquier decisión política que no tenga fundamento ético y científico honesto implica, directamente, el eterno retorno de la voluntad de dominación bajo formas y discursos diferentes.

La conflictividad y la violencia en los pozos mineros, no sólo en Asturias, hay que situarla en un marco temporal y geográfico más amplio, pues no es sólo en Asturias, ni en España, sino también en el resto de Europa, en donde se manifestó y si manifiesta como parte de la intra-historia colectiva de la humanidad. Precisamente, esa «humanidad» que la primera episteme liberal eurocéntrica negó en la cristalización de los primeros estados modernos y en su pacto social implícito. Un pacto social en el que la mujer, el negro, el campesino -el otro, en resumidas cuentas- y el trabajador fabril de las primeras ciudades industriales no eran más qué no sujetos para el discurso político y la lógica contable de una civilización que sólo valora al otro en tanto que instrumento y no en tanto que sujeto con derecho a derechos, independientemente de las singularidades y diferencias sociológicas y antropológicas que construyen dinámicamente su identidad.

Europa, o lo que quiera entenderse como tal, también sufre de desmemoria allí donde recordar desentierra la voz de las víctimas del «progreso», así como de memoria selectiva allí donde recordar no es otra cosa que acomodar el relato histórico al sentido común dominante que se impone en el presente como un indolente pragmatismo en el que el dolor humano termina siempre por invisibilizarse. Todo en aras de la gobernabilidad de nuestro perfecto e inmaculado modelo de democracia y desarrollo.   Con la memoria sucede lo mismo que con el deseo: detesta la neutralidad. Es más, va en su naturaleza el no serlo. Por eso, la memoria del 34 que reivindican los mineros españoles, pudiendo ser considerada razonablemente como un anacronismo, tiene un profundo sentido sociológico: la voluntad por recuperar un sentimiento y una experiencia colectiva de solidaridad ya olvidada en la memoria local. Por eso, precisamente por eso, también la memoria de las luchas mineras del 62 es una memoria reivindicada por aquellos mineros que se encuentran en un point of no return, o sea, entre la posibilidad de escoger tres males diferentes: o bien sobrevivir sin alternativa previamente diseñada en los pozos mineros, hasta la muerte de su profesión y la obsolescencia del actual modelo energético; o bien confiar en una futura modernización en las economías mineras locales que no tendrá en cuenta su situación de debilidad y desarraigo vital, o bien, simplemente… resistir violentamente y a la desesperada.

Las tres posibilidades las intuye bien el colectivo minero, y las tres se inspiran, por supuesto, en la respuesta anónima del graffitie que anteayer vi en la villa de Mieres, camino a Figaredo:   Prohibido jugar con nuestras vidas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.