Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
Están absolutamente desesperados; desesperados en espera de ayuda y desesperados por marcharse de allí. (Véase video aquí)
«Por favor, por favor, sáquennos de aquí, nos estamos muriendo», nos suplica Wafiqa, de 60 años, sollozando amargamente y tapando su arrugado rostro con sus ásperas manos nudosas.
Da un traspié hacia nosotros embargada de dolor… hacia alguien que ella cree que puede rescatarla del atroz asedio de ocho meses que padece Yarmouk, un devastado campo de refugiados palestinos situado al sur de Damasco.
Justo detrás de ella, toda una marea de cientos de personas presiona contra una valla de seguridad. Hombres armados luchan por contener a una multitud desesperada por llegar hasta un punto de distribución de alimentos de las Naciones Unidas, situado al final de una estrecha carretera plagada de baches que atraviesa un desolado paisaje totalmente en ruinas.
«Estoy tan cansada, tan agotada», exclama una mujer.
Hay muchas personas llorando, ancianos doblados en sillas de ruedas, mujeres exhaustas de mirada vacía, niños desconsolados de todas las edades. Muchos muestran signos de desnutrición.
«Hemos tenido que comer las hierbas que crecen aquí hervidas con especias», me dijo una madre. Una de sus hijas, a la que llevaba en un carricoche infantil rosa, parecía inconsolable. Sus pequeños zapatos negros, completamente desgastados, y un raído abrigo de tweed parecían ser los últimos retazos de una vida mejor ya muy lejana.
La emoción era tan fuerte que parecía como si el desastre acabara de golpearles.
Frágil acuerdo alimentario
Yarmouk semeja el epicentro de un terremoto. Los edificios son ahora carcasas de enormes agujeros con losas irregulares de hormigón y yeso que cuelgan de los plantas. Algunos son sólo un montón de escombros.
Pero esta es una catástrofe humana originada por un conflicto donde la comida se está utilizando como arma de guerra.
La Agencia de las Naciones Unidas para el Socorro a los Refugiados Palestinos (UNRWA, por sus siglas en inglés), tuvo primero que conseguir, el 18 de enero, la autorización para poder acceder a un campo que ahora es parte de un suburbio en expansión de Damasco. Desde entonces, un frágil acuerdo entre los grupos de rebeldes sirios y las fuerzas del gobierno que trabajan con las facciones palestinas ha permitido de vez en cuando la entrada de cantidades limitadas de alimentos y medicinas para su distribución.
El acuerdo implica que los grupos rebeldes sirios salgan de este campo y sean sustituidos por facciones palestinas aliadas del gobierno sirio.
Pero como todavía están negociándose los detalles de los complicados y nuevos acuerdos de seguridad, la ONU ha tenido que batallar cada día para poder entregar la ayuda. Y hay muchos días en los que no pueden entregar alimento alguno.
El día en que entramos en Yarmouk con la UNRWA tras conseguir el permiso del gobierno sirio, sólo se entregaron alrededor de 60 paquetes de alimentos a los hombres y mujeres que hacían cola en dos filas, clara y ordenadamente separadas.
Detrás de ellos, dentro de edificios ennegrecidos, podían divisarse más colas formadas por gente que gritaba en un intento de avanzar. Más hacia el interior del campo, miles de personas se quedaban sin siquiera poder alcanzar esta reducida apertura.
A lo largo de varios días se han producido airadas protestas por la indignidad de verse forzados a hacinarse en una zona tan estrecha en vez de permitírseles ir hasta alguno de los edificios de la UNRWA, que están relativamente intactos, más adentro.
Hay tanto por hacer
Pero el comisionado general de la UNRWA fue también a Yarmouk para entregar un mensaje de esperanza.
«No os olvidaremos, el mundo no os olvidará», promete Filippo Grandi a la muchedumbre congregada a su alrededor y que le cuenta historias de una vida que no parece tener nada de vida.
«Confiamos en poder llegar a todos si la gente que está combatiendo nos lo permite», les asegura el Sr. Grandi.
Su visita se produce justo días después de que el Consejo de Seguridad de la ONU acordara una importante resolución humanitaria que pide a todas las partes que levanten los asedios implantados por todo el país y que tienen atrapados a más de un cuarto de millón de sirios.
El Sr. Grandi llevaba con él una copia de la resolución.
«Lo que he visto y oído hoy pone de relieve la oportunidad de la resolución 2139 del Consejo de Seguridad sobre el acceso humanitario y la necesidad de que todas las partes cumplan la resolución.»
Dio las gracias al gobierno sirio por asegurar que el acceso va a mantenerse y ampliarse.
«Hay que atender muchas necesidades», subraya, «pero esto muestra la buena voluntad de las partes».
Los funcionarios de la ONU se mezclan con los trabajadores de la Media Luna Roja Árabe Siria, que participa en la mayoría de las operaciones de ayuda por toda Siria.
Escuchamos por casualidad las palabras de un funcionario de la ONU visiblemente emocionado, enfrascado en una conversación sobre una situación «que es completamente inhumana».
Lágrimas de hambre
Pero si Yarmouk ofrece un pequeño rayo de luz, es también el recordatorio de las oscuras y obstinadas realidades de la guerra.
El campamento, construido primero como refugio para los palestinos que huían de la violencia israelí de 1948, se convirtió a finales de 2012 en el centro de una dura lucha cuando grupos armados de la oposición entraron en él atrayendo los bombardeos lanzados por el gobierno sirio.
En aquel momento, decenas de miles de palestinos huyeron de lo que había sido una comunidad boyante, la mayor en Siria, con unos 180.000 habitantes.
Pero desde que las fuerzas del gobierno cercaron el campo en julio del pasado año, alrededor de 20.000 refugiados se han quedado atrapados en su interior, con los sirios entre ellos.
Sólo unos pocos están logrando escapar ahora.
Cuando estábamos a punto de irnos, nos encontramos con un niño de 13 años, Kiffah, que esperaba para salir junto a dos hermanas más pequeñas.
Se esforzaba por aparentar valentía y me decía: «La vida va bien, normal».
Pero entonces musita algo sobre «un poco de hambre» y de repente estalla en lágrimas. «No había pan», dice llorando y ya no puede hablar más.
Cuando salimos fuera, vimos a Wafiqa detrás de nosotros. Había conseguido salir, posiblemente gracias a algún familiar con los necesarios contactos.
«He salido del infierno», exclama mientras sujeta un pedazo de pan. «Nos hemos librado de comer hierba».
Pero la madre de cinco hijos, cuatro hijas y abuela de siete nietos no tiene paz aún. «Aún tengo tres hijos dentro», se lamenta.
Yarmouk es una pequeña instantánea de una guerra más amplia. Pero ofrece la más clara de las imágenes de un sufrimiento y destrucción abrumadores, y el más rotundo de los mensajes de la necesidad de encontrar una solución al conflicto.
Lyse Doucet es una periodista de origen canadiense que es actualmente corresponsal-jefe de la Sección de Internacional de la BBC.