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Palestina en contexto

Fuentes: Rebelión

Aunque el drama palestino comienza quizás en 1897, con el Programa de Basilea del Primer Congreso Sionista y prosigue con las campañas de terror del Haganah y el Irgún contra «objetivos» británicos en Palestina entre 1945 y 1947, yo empezaré este escrito tomando como punto de partida el proceso que llevaría a la adopción de […]

Aunque el drama palestino comienza quizás en 1897, con el Programa de Basilea del Primer Congreso Sionista y prosigue con las campañas de terror del Haganah y el Irgún contra «objetivos» británicos en Palestina entre 1945 y 1947, yo empezaré este escrito tomando como punto de partida el proceso que llevaría a la adopción de la resolución 181 (II) de Noviembre de 1947.

En esta resolución, la ONU, en cuya Carta -por cierto- no existía ni existe ningún mandato que la facultara para ello, propuso la partición de Palestina en un territorio judío y otro árabe. La propuesta fue presentada no como una base para la negociación, sino como un fait accompli, a pesar del total rechazo palestino y a pesar de que una acción como la que se planteaba violaba abiertamente el principio de auto-determinación de los pueblos, ese sí consagrado en la Carta de la ONU.

Esta propuesta, sin embargo, no fue la única iniciativa sobre la mesa. La propuesta alternativa que gozaba del apoyo de un número importante de Estados miembros (y que después fue reconocida por los Estados Unidos como una mejor opción) era comenzar en 1948 -bajo los auspicios de la ONU- un proceso de negociación que al cabo de algunos años permitiera una solución de consenso. Como sabemos, la imposición de la visión exclusiva de uno de los lados ganó la partida, creando un terreno fértil no para la paz, sino para la guerra.

La resolución de partición, adoptada en medio de una campaña de presiones bien documentadas a un gran número de Estados miembros de la ONU, otorgaba el 56% del territorio palestino bajo mandato británico a una población judía que, hasta la fecha, rondaba el 30% del total y poseía sólo el 7% de las tierras del territorio que la ONU se aprestaba a dividir. No sorprende, pues, la negativa árabe a aceptar una situación que no habría sido aceptada sin resistencia por ningún otro pueblo del planeta, porque representaba la puesta en marcha de una aventura colonial y racista que traía aparejada una iniciativa clara de limpieza étnica, explícitamente reconocida por Ben Gurión en su idea del «compulsory transfer» o «transferencia obligatoria» de la población árabe fuera de Palestina.

Una revisión rápida de la historia universal sirve para entender, por otra parte, que el antisemitismo es más una invención europea que árabe. Palestina, en especial, fue testigo de una convivencia armoniosa de milenios entre árabes y judíos . Resultaba pues injusto desposeer a los palestinos para limpiar la culpa europea generada por el genocidio brutal del Holocausto. La geopolítica, sin embargo, suele triunfar siempre sobre cualquier consideración abstracta de justicia y, a partir de la adopción de la resolución de partición, el pueblo palestino no ha dejado de sufrir los desmanes de una potencia ocupante empeñada no solamente en limpiar de árabes lo que alguna vez fuera Palestina, sino también en borrar de la memoria universal la existencia de un pueblo entero.

Los datos sacados a la luz pública por historiadores israelíes (Morris, Pappé y otros) nos dicen que en 1948, la campaña de limpieza étnica llevada a cabo por los fundadores de Israel destruyó 500 aldeas y 11 barrios urbanos, expulsó a 700 mil palestinos y masacró a otros tantos miles. La mitad de las aldeas palestinas desaparecieron de la faz de la tierra aplanadas por bulldozers y los nombres árabes que habían tenido desde hacía siglos se tornaron hebráicos: Lubya se convirtió en Lavi y Safuria, por ejemplo, en Zipori.

Una orden operativa típica de mayo de 1948 al Haganah (las fuerzas armadas oficiales del pre-Estado israelí) citada por el historiador israelí Benny Morris instruye lo siguiente: «… expulsar al enemigo de las aldeas … limpiar la línea del frente … conquistar pueblos, limpiarlos de sus habitantes (las mujeres y los niños [también] serán expulsados), tomar prisioneros … [y] quemar el mayor número de casas».

Pero la tragedia más grande consiste en que la limpieza étnica no ha terminado y se sigue poniendo en práctica hoy en día a través de mecanismos sofisticados y no tan sofisticados construidos por un Estado que, cada vez más claramente, sólo puede ser considerado como un Estado de apartheid. Así, la política de construcción de asentamientos ilegales, las «detenciones administrativas» (sin acusaciones formales y sin juicios) de niños y adultos, la confiscación de tierras, las humillaciones diarias en los puestos de control y los obstáculos a la circulación vial que impiden a los palestinos acceder a sus campos de cultivo, a sus lugares de culto, a sus escuelas, y a la simple y básica interacción social entre familias y comunidades, adquieren sentido como instrumentos para forzar la famosa «transferencia» a la que se refería Ben Gurión.

Como bien nos recuerda el historiador israelí Ilan Pappé en su maravilloso ensayo State of Denial: The Nakba in Israeli History and Today, los capítulos vergonzosos de la fundación del Estado israelí han sido borrados de la memoria colectiva judía. El sionismo le ha vendido al pueblo judío un mito fundacional del Estado de Israel en el cual -a través de acciones heroicas y en un contexto de pureza moral y de justicia absoluta- se cumple el sueño de un pueblo de regresar a su tierra prometida. La Nakba o catástrofe palestina se invisibiliza y la resistencia ante la colonización se torna no sólo ilegítima, sino también incomprensible. La tierra de los palestinos se ha convertido, en el imaginario occidental, en la patria ancestral de una población judía moderna originaria en su mayoría no de Palestina, sino de Europa, para dejar de ser el hogar de un pueblo que había habitado allí durante siglos.

Ya decía Edward Said que la creación del Estado israelí en 1948 se había concretado en parte porque el Sionismo había adquirido el control de la porción más grande del territorio palestino y en parte porque había ganado la batalla en el mundo de las ideas, de las representaciones, de las imágenes y de la retórica.

Dirán algunos que la preservación del carácter judío del Estado de Israel se justifica para defender la existencia de «la única democracia» del Oriente Medio y, desde ya, contesto: un Estado que pone el énfasis en la afiliación étnica/religiosa de sus ciudadanos y que -por ello mismo- se obliga a poner en práctica mecanismos que garanticen la continuidad de ese carácter étnico/religioso, enfrenta enormes obstáculos para seguir siendo democrático (y, para muestra, el entramado institucional discriminatorio israelí, que en la práctica ha creado dos tipos de ciudadanos diferentes!).

El drama palestino se perpetúa, lamentablemente, gracias a la complicidad de la Autoridad Palestina, una institución que ha servido para aligerar las cargas financieras que a Israel -como potencia ocupante- le correspondería asumir en los territorios Ocupados y para poner en práctica dentro de las Áreas A y B, bajo control parcial o completo de la Autoridad, las políticas de seguridad destinadas a reprimir y desarticular la resistencia de la propia población palestina.

Hoy por hoy, la Autoridad está dispuesta a sacrificar lo que sea, y en particular el derecho de retorno de los refugiados, para que Israel le permita crear en un territorio fragmentado, sin continuidad geográfica y sin control sobre el agua, el espacio aéreo o las fronteras, ese bantustán inviable (12% de la Palestina histórica!) que han querido presentar al mundo como proyecto de Estado Palestino y que ayudaría al gobierno encabezado por Abbas a mantener una cuota de poder nada despreciable.

Cuidando de los intereses de su élite gobernante más que de los de su propio pueblo, sometida a presiones israelíes, estadunidenses y europeas, la Autoridad se ha negado a hacer uso del estatus de Estado Observador que le fuera concedido por la Asamblea General de la ONU en noviembre de 2012, y que le permite por primera vez subscribir tratados internacionales y -en particular- acceder al Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. Esta conducta negligente ha permitido a Israel evadir la jurisdicción del Estatuto sobre los crímenes cometidos en territorio palestino y le ha negado a las víctimas de crímenes de guerra o crímenes contra la humanidad el acceso a la justicia internacional.

Es hora de que el mundo reconozca que la solución de dos Estados promovida por los Acuerdos de Oslo está muerta. No existe, ni nunca ha existido, un verdadero «proceso de paz», sólo una farsa que le ha permitido a Israel colonizar más territorio palestino y desplazar más población árabe, haciendo crecer la población de los asentamientos ilegales de 250 mil colonos en 1991, a más de medio millón el día de hoy. La Autoridad Palestina, ante este panorama desolador, se ha limitado a garantizar la seguridad de Israel y a desarticular la resistencia palestina, dejando sin voz ni representación internacional a la diáspora, a la población de Gaza y a los palestinos que poseen la ciudadanía israelí.

El camino para construir la paz pasa, pues, por la disolución de las estructuras creadas por el proceso de Oslo (la Autoridad Palestina entre ellas) que, al desnudar la responsabilidad de la potencia ocupante y su política de apartheid y destruir la ilusión de la igualdad de las partes en un supuesto proceso de negociación, hará evidentes las constantes violaciones al derecho internacional humanitario por parte de Israel, y perentoria la necesidad de integrar -en condiciones de igualdad y justicia- a la población palestina dentro del Estado israelí, para evitar el total aislamiento internacional. Esta alternativa, a pesar de los obstáculos enormes para ponerla en práctica, llevaría en un tiempo prudencial y por razones demográficas inevitables a la construcción de un verdadero Estado binacional y multicultural árabe-israelí.

Y, para documentar el optimismo, una anécdota de cierre: hace algunos años, al recibir en Ramallah el pasaporte que lo identificaba como nuevo ciudadano palestino, el pianista y director de orquesta israelí Daniel Barenboim dijo: «Creo que los destinos de … el pueblo israelí y el pueblo palestino están inextricablemente ligados. Hemos sido bendecidos -o malditos- con la necesidad de vivir juntos. Yo prefiero lo primero».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.