Aún nos queda una línea antes de completar la historia. Samih Al Qassim Por un momento, hasta donde el absurdo lo permita, consideremos que todo lo que a simple vista no constituye genocidio no es ilegítimo o condenable. Por ejemplo, la ambición del Estado de Israel por los acuíferos de los Altos del Golán que […]
Aún nos queda una línea antes de completar la historia. Samih Al Qassim
Por un momento, hasta donde el absurdo lo permita, consideremos que todo lo que a simple vista no constituye genocidio no es ilegítimo o condenable. Por ejemplo, la ambición del Estado de Israel por los acuíferos de los Altos del Golán que lo llevaron a la Guerra de los Seis Días con Jordania; o la negativa a someterse a los controles de los organismos internacionales para evaluar su capacidad atómica, con sus sospechados centenares de bombas nucleares; o el traslado y encarcelamiento de palestinos menores de edad, juzgados por sus tribunales de ocupación, o su tortura a manos de soldados; o el bloqueo económico impuesto a Palestina; o la construcción del muro que separa los territorios israelí y palestino, con el desalojo de la población y su usurpación por colonias israelíes; o el establecimiento de check-points para un rígido control de no-israelíes que ingresan a territorio israelí.
Frente a todos estos actos que, hasta aquí, no han dejado más consecuencia que la duda acerca de su existencia, uno puede adoptar dos actitudes: la primera sería descartarlos, interpretándolos como meros productos de la imaginación, luego de su enunciación; la segunda, demostrar su existencia y rechazar su realidad, con las consecuencias prácticas que tal elección supone. Así, habiendo asumido la actitud crítica, comprobaremos que, por ejemplo, la Corte Internacional de Justicia -a pedido de la Asamblea de las Naciones Unidas- se expidió acerca de la invasión de 1967, diciendo: «las fuerzas israelíes ocuparon todos los territorios que habían integrado Palestina bajo el mandato británico», pues «se considera ocupado un territorio cuando de hecho está bajo la autoridad del ejército enemigo«, y que, por tanto, los territorios pertenecen a Jordania y a Palestina. O que le valieron la Resolución 242 del 22 de noviembre de 1967 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas -el máximo órgano ejecutivo a nivel mundial- que obligaba a la «retirada del ejército israelí de los territorios ocupados». Asimismo, que Israel no acató la Resolución 487 del mismo Consejo, que «apela a Israel con urgencia para que sitúe sus instalaciones nucleares bajo las salvaguardas de la Agencia Internacional de la Energía Atómica». Luego, que «el traslado de niños por fuerza del grupo a otro grupo» configura delito de genocidio, según establece el artículo II de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. También, que todo bloqueo económico es un acto de guerra, tendiente a la destrucción del grupo humano bloqueado, de acuerdo a la Convención mencionada. Finalmente, que el Gobierno israelí siquiera se sintió aludido a las Resoluciones 10/13 y 1544 de la Asamblea General de Naciones Unidas que declaran ilegales las políticas y prácticas relativas al construido muro de apartheid de setecientos veintiún kilómetros y sus prácticas de colonización -que Netanyahu ha denominado «la natural expansión de Israel»-, las cuales, en realidad, en términos del Consejo de Seguridad, «no tienen validez legal», calificándolas de «violación manifiesta» del Cuarto Convenio de Ginebra -que, tal como estableció la Corte Internacional de Justicia, «prohíbe no sólo las deportaciones o los traslados forzosos de población, como los realizados durante la Segunda Guerra mundial, sino también todas las medidas adoptadas por una potencia ocupante con el fin de organizar o fomentar traslados de partes de su propia población al territorio ocupado». En suma, los hechos nos pondrán frente a un Estado que decide deliberadamente no ajustarse al ordenamiento legal.
Ahora bien, ninguna reflexión o conclusión acerca del «conflicto» en cuestión es válido si uno no llega a distinguir en él su profunda consecuencia, debido a la diferencia cualitativa existente entre los significados de las palabras «morir» y «asesinar». El sociólogo armenio Vahakn Dadrián ha logrado configurar las condiciones históricas que materializan un genocidio. En su brillante análisis, comienza diciendo:
Existen cuatro de estas condiciones importantes:
1) El genocidio parte del supuesto de un conflicto existente entre un perpetrador potencial y un grupo víctima potencial. Además, es un conflicto que dura, no pasible de resolución por conciliación y medios pacíficos, por lo que va cargado con el lastre de su historia.
2) Debe existir una disparidad crítica en las relaciones de poder, en el sentido de que el perpetrador potencial posea fuerza avasalladora respecto de una víctima relativamente impotente.
3) Hace falta que se dé una oportunidad favorable para hacer uso de esa desigualdad de poder -de forma contundente y con el mínimo costo para el perpetrador. Faltando tal oportunidad, puede esperarse que hasta el perpetrador potencial más motivado y capaz vacile y prefiera aguardar.
4) La resolución del conflicto se intenta por medios radicales, utilizando violencia masiva organizada, letal, y exterminadora en su propósito.
Desde tal óptica, referirse al genocidio del pueblo palestino implica estar involucrado racionalmente con la historia de su destrucción. La nación palestina ha sido víctima potencial de tal conflicto durante mucho tiempo antes de la ejecución del Plan de Partición de Naciones Unidas de 1947, por el cual se crearían dos Estados, uno judío y uno árabe, y que despojó a los palestinos del 60 por ciento de las mejores tierras cultivables. Se remonta, incluso, a la declaración, de puño y letra, dirigida a Lord Lionel Walter Rothschild por el canciller inglés, Arthur Balfour, quien luego confesaría: «En Palestina, no pensamos llenar siquiera la formalidad de consultar los deseos de los actuales habitantes del país».
Ayer, los ciento treinta palestinos asesinados tampoco fueron consultados. En los días previos, los periódicos del mundo, al carecer del cálculo de los cadáveres, titubearon un tímido «más de mil», contraponiéndolo con un exacto número 51 referido a los israelíes, que corresponden al grupo perpetrador de la masacre. Días atrás, se esperó a que sobrevinieran trece muertos israelíes, cuando cuatrocientos cincuenta y dos palestinos ya habían sido asesinados; elevada la cifra a treinta y cinco israelíes, cuando ya los palestinos habían excedido los quinientos, los líderes del mundo -jorobados de conciencia, diría Quevedo-, llamaron a la moderación y al mutuo «cese de hostilidades». Lo que nunca sospecharon es que, si hubieran aplicado las medidas diplomáticas y las sanciones políticas contra Israel cuando se habían asesinado -pongamos por caso- trece palestinos, ningún israelí hubiera muerto… ni otros mil palestinos. Naturalmente, esto se debe al hecho nada despreciable de que la sangre tiene un valor diferencial, en particular, cuando todo análisis obliga a los Estados a realizar una evaluación ética del agresor económicamente poderoso.
En relación a la mencionada «disparidad crítica en las relaciones de poder», cabe señalar un detalle que escapa al análisis «informativo» de los medios de comunicación, carente de todo sentido de proporción en términos sociales. Se trata de un conflicto entre un Estado hipertrofiado y una población civil: en el primer caso, de un Estado que recibe 1800 millones de dólares anuales en materia de asistencia militar, provenientes de las arcas de los Estados Unidos; en el segundo, de una población carente de un Estado organizado, cuyos combatientes pertenecen a milicias populares guerrilleras, las cuales, si fueran organizadas bajo el mando de un Estado palestino, integrarían de buena gana un ejército preparado para defender sus límites territoriales, que entonces nadie osaría acusar de ilegales. (Dicho sea incidentalmente, el poderoso escudo antimisilístico que protege a Israel de los temidos cohetes artesanales palestinos debería, asimismo -o sí mismo-, destruir los poderosos misiles y las bombas de racimo y de fósforo, lanzados desde aire, tierra y mar sobre el territorio palestino. Desempeñaría, de esta forma, un rol prominente en el desarrollo de la democracia y el establecimiento de la seguridad nacional en esa región de Medio Oriente.)
La cíclica agresión a la nación palestina mediante bombardeos aéreos, marítimos e incursiones terrestres sobre su territorio tiene dos objetivos posibles: primero, su absorción a un Estado israelí que termine por abarcar las tierras de la Palestina histórica, eliminando toda posibilidad del desarrollo de un Estado palestino vecino -finalmente creado por las Naciones Unidas en el año 2012, sesenta y cinco años después de aprobado el Plan de Partición– O, segundo, la completa y total destrucción de su población, con la obvia expansión territorial mencionada del poderoso Estado israelí sobre un Estado palestino jamás materializado -cuyos ciudadanos, de otro modo, gozarían de los derechos garantizados en el ordenamiento jurídico internacional frente al agresor. En este caso, la definición de David Ben Gurion según la cual «en un sentido histórico y moral, (Palestina es un país) sin habitantes», adquiriría sórdida y vergonzante realidad.
La libertad asusta al opresor. Gracias a ella, la vida dibuja unos trazos más creativos que aquellos con los cuales se desea dirigir al súbdito, linealmente, hacia la muerte. Ningún pueblo que se diga libre puede esperar del ocupante -que a sí mismo se arroga siempre el papel de «civilizador», basado en propios principios de preponderancia étnica o económica- una actitud civilizada, es decir, sometida al arbitrio de un orden jurídico y legal que regule y sancione sus actos con los restantes grupos o naciones, fundado en criterios éticos aplicables a toda la especie. El derecho de supervivencia del rebelde se funda en el principio de destructividad que constituye la razón de ser del colonizador.
El «derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado» garantizado por la Carta de Naciones Unidas -es decir, el derecho a la autodeterminación-, ha sido borrado de la agenda del pueblo palestino por ciertos medios de comunicación e individuos, desconociendo los términos con los cuales, oportunamente, se expidió la Corte Internacional de Justicia: «Con respecto al principio relativo al derecho de los pueblos a la libre determinación, la Corte observa que la existencia de un «pueblo palestino» ya no se cuestiona».
Mas, a pesar de la contundencia de semejante fallo, días atrás, el filósofo italiano Gianni Vattimo, mediante argumentos, enervó a los sionistas al analizar la situación imperante siguiendo el patrón lógico de los hechos que requieren otra solución que la mera desaparición del pueblo palestino. Como Zenón de Elea, mordió la oreja del tirano. Calificando de «Estado canalla» (definición tomada de Noam Chomsky, judío tantas veces bastardeado por sus posiciones antisionistas) y «Estado nazi y fascista, peor que Hitler», sólo definió empíricamente al Estado de Israel: la primera comparación que uno imagina al ver, por ejemplo, el bombardeo de la escuela de Jabaliya, en el día de ayer; el aplastamiento de Shajaiya en una operación que, diez días atrás, mató a sesenta palestinos; la voladura del buque «Patria», en 1941, que llevaba doscientos judíos -en condición de refugiados- considerados ilegales por la organización fascista Haganah; o el asalto y destrucción de Deir Yassin en 1947, con doscientos cincuenta y cuatro muertos -cuyas mujeres fueron violadas- enterrados en una fosa común. Viattimo está diciéndole al mundo -tal como ya lo hicieron, oportunamente, John Berger, Harold Pinter, José Saramago, Noam Chomsky, Hannah Arendt o Rodolfo Walsh, en diferentes momentos- que el hecho de que los horrores sean cometidos por ese Estado, no implica que deban ser toleradas por la razón.
La abierta convocatoria de Vattimo a los pueblos del mundo a sumarse a la resistencia palestina contra la Potencia ocupante -como la Corte Internacional de Justicia calificó a Israel-, nos lleva a realizar ciertas preguntas: ¿Cómo se juzgaría a Jean-Paul Sartre, que tanto hizo en favor de la rebelión y descolonización de Argelia durante la ocupación francesa al decir: «Tendrán ustedes que pelear, o se pudrirán en los campos de concentración», finalizando con una apelación a los franceses: «La historia del hombre. Estoy seguro de que ya se acerca el momento en que nos uniremos a quienes la están haciendo»? ¿Qué se pensará de Bertrand Russell, no ya por el llamamiento a la desobediencia civil por el cual fue encarcelado a sus noventa años de edad o por su afirmación, en 1961 -al referirse al peligro nuclear- según la cual Kennedy y Macmillan «eran peores que Hitler», sino por su recordado llamamiento a los soldados norteamericanos a través de la radio del Frente Nacional de Liberación de Vietnam del Sur a «derrotar a esa gente de los Estados Unidos que es culpable de los padecimientos y horrores» en Vietnam?
Los palestinos han dado suficientes -en demasía- muestras de voluntad de querer y poder convivir con los israelíes, tal como lo han ordenado todos los organismos representativos internacionales: mediante el respeto de su soberanía territorial y de la construcción de su propio Estado -hoy- legalmente vigente. La indignación y condena enérgica de su avasallamiento debe ser, para los individuos y gobiernos de los pueblos del mundo, tal que asegure el ejercicio de sus derechos, adoptándose las mismas medidas legales requeridas contra la política exterior ilegal de cualquier otro Estado.
Cuestionando la importancia relativa de los hechos ocurridos en territorio de Palestina, arribaremos a la conclusión de Percy Shelley, el poeta inglés: «El hecho de que la maldad sea natural no prueba que sea invencible». Y la sangre abandonará su status diferencial.
Marcos Salvatierra, poeta
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