Suelo tener por costumbre leer dos o tres libros a la vez. He sondeado entre mis amistades y parece ser que no soy el único en acometer varias lecturas en una misma secuencia de tiempo. Intuyo que este hábito, a menudo, puede abrir perspectivas de análisis y de comprensión de la realidad bastante clarificadoras, conjugando […]
Suelo tener por costumbre leer dos o tres libros a la vez. He sondeado entre mis amistades y parece ser que no soy el único en acometer varias lecturas en una misma secuencia de tiempo. Intuyo que este hábito, a menudo, puede abrir perspectivas de análisis y de comprensión de la realidad bastante clarificadoras, conjugando lo subjetivo y lo objetivo en igualdad de condiciones . Estoy convencido de que transitar al mismo tiempo por paisajes humanos de la mano de la literatura y, por territorios conceptuales de la mano del ensayo, ayuda a hacerte las preguntas pertinentes, y también, ¿por qué no decirlo?, a tener claro, en última instancia, lo que se quiere y lo que no se quiere, lo que se siente y lo que no se siente.
La casualidad quiso que la sentencia del Tribunal Supremo sobre Cataluña, y todo lo que la ha rodeado, me encontrase leyendo De en medio del tiempo, de Josep Fontana, y Vida y muerte de la República Española, del periodista británico Henry Buckley; el primer libro es un brillante análisis de la historia de España del siglo XIX, entre los años 1823 y 1834, momento en el que, tras la derrota del Trienio Liberal, se desarrolla plenamente la naturaleza cínica, retrógrada y represiva del absolutismo borbónico. La segunda obra, es una indagación certera en la política durante la Segunda República Española, hecha desde la mirada de un corresponsal británico de religión católica; subrayo su creencia religiosa porque Henry Buckley supo contextualizar perfectamente la violencia anticlerical, de la que puntualmente fue testigo, no dejándose nunca llevar por la propaganda de los sectores más reaccionarios que, posteriormente, protagonizaron el golpe del 18 de julio de 1936. Buckley sabía que aquella República, al igual que los liberales más preclaros del XIX , intentaba una política reformadora que superase las estructuras caciquiles e injustas de un Estado semifeudal.
La lectura de estas dos obras permite rastrear un hilo conductor desde el siglo XIX hasta la actual coyuntura. Un Estado que nunca fue, stricto sensu, nación liberal, un Estado que se fue configurando mediante un pacto de propietarios absolutistas y liberales moderados, cuyos intereses eran contrarios tanto a reformar y modernizar las estructuras agrarias, como al reconocimiento de identidades territoriales que no pivotasen sobre la cultura, tan castellana, del derecho de conquista. De ahí parte el hecho de que ese Estado de élites propietarias, puesto al servicio de la dinastía borbónica, viese con la creación de la Guardia Civil en 1844, la mejor opción para meter en cintura los potenciales desordenes y problemas que las clases campesinas y subalternas podían crear en el agro. Ese cuerpo militar fue también un instrumento de gran potencialidad para la subordinación de un territorio no homogéneo en lo identitario.
Llama la atención que, 200 años después, un discurso marcadamente político de un general de la Guardia Civil, haya pautado la manera en que el Estado borbónico desea actuar ante una sociedad catalana movilizada frente a una sentencia manifiestamente injusta, una sociedad cuya pulsión política republicana y antiborbónica, tanto entre los independentistas como entre los federalistas, es ya claramente mayoritaria. El discurso del general Pedro Garrido fue asumido y celebrado con toda normalidad por los autollamados partidos «constitucionalistas», esos mismos partidos y sectores que repiten una y otra vez que, en estos momentos, es necesario tener «sentido de Estado» para acometer las «reformas» que garanticen la unidad de España. Tiene razón la escritora Almudena Grandes, cuando afirma que el siglo XXI se parece demasiado al siglo XIX.
¿Qué normalidad democrática tiene el discurso político de un general que pertenece a un cuerpo cuyos archivos históricos permanecen «cerrados a cal y canto»(1) para los historiadores que pretenden arrojar luz sobre la represión franquista pueblo a pueblo? (2)
Por otra parte, cuando hablan de «reformas» ¿qué quieren decir?
Efectivamente, cuando el autoritarismo aparece por el horizonte, lo primero que salta por los aires son las palabras y los conceptos. De repente, alguien desde el poder, cambió los contenidos y , por ende, las reglas del juego. La Democracia ya sólo se entiende como estricto respeto a las leyes y, por supuesto, desvinculada de la voluntad popular; las reformas sólo se entienden como contrarreformas económicas que desprotegen a los ciudadanos en la lógica que impone el capital. Sólo España, su unidad y su dinastía regia, permanecen como la inmutable razón trinitaria de la sinrazón, aquella que justificó una dictadura brutal, una amnistía que era en realidad una ley de punto final y aquella que nos vendió el relato de las dos Españas igualmente violentas ,para sutilmente, perpetuar el orden borbónico
A estas alturas, muchas personas solo sentimos que España, más que una nación o un país, es una forma de ejercer el poder. Por esa razón, soñamos con ejercer alguna forma de apostasía nacional ante un concepto que nos resulta dolorosamente ajeno.
Notas:
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Josep Fontana, minuto 30; documental «La Calle del General»
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La Guardia Civil, archivos y represión. Artículo de Floren Dimas en Rebelion
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