Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
A veces Damasco evoca tantos estereotipos que parece estar desprovista de habitantes reales. Los forasteros imaginan a menudo una ciudad en ruinas; un páramo más en medio de las imágenes de destrucción en tiempos de guerra. Otros describen Damasco como un objeto de nostalgia, un retrato de callejones estrechos y patios cubiertos de jazmín enclavados en el centro de elegantes casas antiguas. Otro grupo se refiere a los restaurantes de lujo y a la vibrante vida nocturna de la ciudad como prueba de que Siria, inverosímilmente, ha vuelto a la normalidad. Sin embargo, la mayoría de los residentes hacen, como yo, poco uso de tales caricaturas: porque estamos luchando para poder asimilar las sacudidas que transforman nuestra ciudad de un día para otro.
Damasco, una de las ciudades continuamente habitadas más antiguas del mundo, ha superado con creces su cuota de turbulencias a lo largo de los siglos. Sin embargo, los damascenos sienten la escala y el ritmo de los cambios de hoy en día como algo sin precedentes e irreversible, lo que nos obliga a adaptarnos constantemente a la vez que nos aferramos a cualquier aspecto de nuestra ciudad que pueda aportarnos un elemento de continuidad. Para aquellos de nosotros que insistimos en llamar hogar a Damasco, ¿qué significa sentirse tan apegado a un lugar que ya no reconocemos?
Una ciudad de migrantes
A lo largo de los siglos Damasco se definió por su capacidad de absorber a los recién llegados. La ciudad se formó por primera vez hace más de cuatro mil años como oasis encajado entre límites naturales imponentes: hacia el oeste se elevan las montañas resecas que separan la Siria moderna y el Líbano; hacia el este, el árido desierto de Badia se extiende hasta alcanzar Iraq. El asentamiento se abrió por tanto en abanico desde el Monte Qassiun en un exuberante semicírculo de tierra fértil conocida como Ghuta. Esta geografía convirtió a Damasco en un enclave comercial entre Asia Oriental y el Mediterráneo. Mantuvo este papel a lo largo de la historia, perdurando como centro de civilización mientras cambiaba de manos de los asirios, persas, griegos, egipcios, romanos y árabes a los selyúcidas, mamelucos, otomanos y franceses.
A través de los siglos, la llegada de nuevos habitantes y las visiones de sucesivos gobernantes fueron moldeando el diseño de la ciudad. En los siglos XII y XIII, los palestinos que huían de las cruzadas llegaron al extremo noreste de Damasco, fundando el barrio de Salehieh. Bajo el dominio mameluco, Damasco creció hacia el sur a medida que los comerciantes de granos y ganado emigraban desde la llanura de Hawran, convirtiéndose en el vecindario de Midan. A partir del siglo XVI, los gobernantes otomanos establecieron su sede burocrática en Saruyah, al noroeste de la ciudad vieja, agregando otra capa a una metrópolis ya diversa. Con el Mandato francés de después de la Primera Guerra Mundial fue tomando forma el exclusivo barrio occidental de Shaalan para albergar a la élite colonial de la época. Más edificios de varios pisos y galerías redondeadas surgieron en las décadas de 1940 y 1950, formando los barrios acomodados de Abu Rummaneh y Malki.
La movilidad y la migración se convirtieron en parte integral de la identidad de la ciudad. Esto se refleja de forma literal en el barrio de Muhayirin, cuyo nombre significa “migrantes”. Fundado por refugiados balcánicos que huían de las guerras ruso-turcas de finales del siglo XIX, hoy se asocia con una clase media alta profundamente damascena. Algunos de los barrios más importantes de la ciudad tienen nombres que vienen de lejos: Saruyah se refiere a un príncipe mameluco; Madhat Basha a un gobernante otomano; y la Plaza Shamdin a un notable kurdo.
Del mismo modo, las familias importantes llevan a menudo patronímicos extranjeros: así como el fallecido Ahmad Kuftaro –que fue en otra época la principal autoridad religiosa de Siria- procedía de un venerable linaje kurdo, la ilustre familia al-Azm tiene raíces turcas. Incluso los grupos que conservan una identidad distinta se han visto profundamente influenciados por el cosmopolitismo de la ciudad. Los armenios que se mudaron a Damasco en el siglo XIX se han integrado a la perfección, tanto geográfica como lingüísticamente, mucho más que sus paisanos que se establecieron en Beirut o Alepo, que viven en sus propios vecindarios y continúan hablando su idioma. Los circasianos, que emigraron casi al mismo tiempo a Damasco, han abandonado por completo su lengua ancestral.
Este proceso de expansión gradual, en gran medida orgánico, se aceleró de forma espectacular en la segunda mitad del siglo XX a medida que los sucesivos regímenes baazistas lanzaban ambiciosas campañas de construcción de Estado y reforma agraria. Los nuevos gobernantes de Damasco expropiaron extensiones de tierras de cultivo en Ghuta y franjas del centro de la ciudad otomana para dejar espacio a una creciente gama de bases militares, edificios administrativos y unidades de viviendas para un servicio civil en rápido crecimiento. Partes de la arquitectura otomana distintiva de la ciudad quedaron arrasadas, reemplazadas por oficinas gubernamentales de estilo soviético y una amplia avenida fue bautizada como calle Revolución. Como para subrayar un paisaje urbano cada vez más hostil en el centro de la ciudad, el Mercado de los Ladrones -un mercadillo conocido por vender productos robados- quedó pronto ubicado en el medio.
El desarrollo dirigido por el Estado coincidió con el aumento de la construcción caótica, en gran parte sin licencia, realizada por los recién llegados. Los palestinos que huían de la guerra con Israel comenzaron a formar barrios marginales en las afueras de la ciudad, seguidos en 1967 por la llegada de los llamados nazihin, literalmente “desplazados”, como consecuencia de la ocupación israelí de los Altos del Golán de Siria. Mientras tanto, el floreciente aparato estatal atrajo a multitud de funcionarios y agentes de seguridad de la capital, muchos de los cuales construyeron casas en barrios periféricos informales en expansión. En total, se dice que la población de Damasco se triplicó entre los años sesenta y ochenta, en un proceso que expulsó a algunos residentes de sus tierras aunque atrajo a muchos más.
¿A dónde fueron a parar los huertos?
En las décadas de 1990 y 2000, las sucesivas campañas de privatización aceleraron aún más la expansión de la ciudad. A medida que los empresarios privados comenzaban a importar minibuses, el transporte mejoró entre la ciudad y su periferia, lo que a su vez condujo a un auge inmobiliario en los huertos de Ghuta. Damascenos pobres y de clase media baja comenzaron a abandonar sus barrios antiguos y céntricos por estos nuevos suburbios con sus pisos relativamente baratos. Lo que quedaba del oasis en Damasco se convirtió gradualmente en un laberinto de monótonas estructuras de hormigón.
El resultado fue un entorno urbano disonante, cuyas partes constituyentes estaban cada vez más desintegradas y superpobladas, desconociéndose entre sí. Un claro ejemplo es el barrio de Mazzeh, una zona en el extremo suroeste de la capital que el Estado expropió, en parte para construir edificios administrativos y viviendas para funcionarios. A medida que Mazzeh se convirtió en un enclave de clase alta para la élite burocrática de Damasco, el vecindario colindante de Mazzeh 86, llamado así por una base militar, se transformó en un barrio pobre que albergaba a las fuerzas de seguridad alauíes de bajo rango.
Damasco iba convirtiéndose cada vez más en una ciudad de subgrupos separados por indicadores de clase, secta y orígenes geográficos. Las familias suníes cuyos antepasados habían vivido durante siglos en la ciudad continuaron sintiéndose orgullosos de su condición de damascenos “originales”. En el centro de la ciudad se mezclaron con una élite política de orígenes en gran parte rurales, a la que tendían a mirar con recelo, cuando no con desdén. En la periferia, las áreas informales en constante expansión, conocidas coloquialmente como “infracciones” (mujalafat) o “zonas espontáneas” (ashwaiyat), albergaban una mezcla de habitantes originales de las tierras agrícolas de Ghuta, migrantes rurales y trasplantados de clase baja de la ciudad. Sus bordes montuosos estaban salpicados de bolsas de migrantes asociados con el aparato militar y de seguridad. Por resentimiento, algunos damascenos llegaron a llamar a estas fortalezas “colonias” (mustawtanat).
Esta incapacidad de asimilar completamente los diversos componentes de la capital se volvió explosiva en 2011. Los vecindarios periféricos, cuyos residentes habían sufrido décadas de negligencia gubernamental y expropiaciones de tierras, surgieron como un punto de ignición en el creciente movimiento de protesta, como sucedió en el caso de Barzeh. Al lado, la zona de Esh al-Warwar, hogar de las familias de los oficiales de seguridad alauíes, asumió el papel opuesto: a medida que el levantamiento se convertía en combates callejeros y bombardeos, ambos bandos pedían el exterminio del enemigo.
Desarraigando a todos
A medida que aumentaba la violencia, la ciudad y sus habitantes irían transformándose a causa de múltiples y superpuestas formas de dislocación. La devastación se enseñoreó de los suburbios rebeldes, asediados por hambre y machacados por los bombardeos. Como los bombardeos redujeron a escombros las casas de hormigón gris que habían reemplazado los huertos verdes de la capital, vecindarios como Daraya, en el extremo suroeste de la ciudad, y Yobar, al este, se volvieron apenas reconocibles para sus habitantes.
Las zonas relativamente estables también se transformaron, aunque de manera menos espectacular. A medida que aumentaban las tensiones sociales y se deterioraban las condiciones económicas, gran parte de la clase alta y media de la ciudad abandonaba el país. La clase baja fue también vaciándose: aquellos que podían reunir recursos huyeron para escapar de la violencia invasora y del peligro mortal del reclutamiento forzoso por uno u otro bando.
Pero, a pesar de todos los que se iban, llegaban muchos más, que inflaron la población de la capital, saturando sus viviendas e infraestructuras públicas. Los residentes de las ciudades cercanas que habían sido destruidas se desplazaron a suburbios relativamente estables como Yaramana y Sehnaya (al sureste y suroeste de la ciudad). Tal fue la demanda de refugio que incluso las zonas parcialmente controladas por la oposición como Qudsaya y Barzeh comenzaron a absorber a las personas desplazadas, simplemente porque estaban siendo atacadas con menos intensidad que otras.
A medida que Damasco y sus suburbios se levantaban, un número creciente de sirios llegaba desde rincones lejanos del país, particularmente del noreste, donde las batallas lideradas por Estados Unidos contra el Estado Islámico hicieron que las ciudades de Raqqa y Deir Ezzor fueran cada vez más inhabitables. Aunque la mayoría de los recién llegados provenían de una clase baja empobrecida, la ciudad también absorbió a los dueños de negocios y profesionales desplazados que reemplazarían en parte a la menguante burguesía de la capital.
Damasco se vio así inmerso en un estado de cambio y agitación casi constante: con los que llegaban, con los que se iban y con toda la desorganización socioeconómica resultante. El hacinamiento se convirtió en norma, expulsando a quienes aún podían permitirse emigrar. A medida que los propietarios se beneficiaban de un mercado inmobiliario saturado, aquellos que buscaban refugio se enfrentaban a costes de alquiler exorbitantes. Un apartamento en un vecindario de clase trabajadora del centro de Damasco podría costar 250 dólares al mes, aproximadamente tres veces el salario de un funcionario típico, incluso aunque no tuviera cocina ni ventanas. Los propietarios a veces exigen el alquiler de un año por adelantado en moneda fuerte. Los agentes inmobiliarios también se aprovechan de la situación: aumentan el precio aún más cuando las personas no se deciden de inmediato.
Resurgimiento del régimen
Mientras los sirios luchan para hacer frente a la destrucción, las autoridades han asumido un rol paradójico manteniendo en estado de inquietud a los ciudadanos: aunque el régimen haya anunciado públicamente el regreso de la capital a la normalidad, ha impedido que algunos residentes regresen a sus hogares y ha desarraigado a otros que permanecieron allí durante el conflicto.
Los sirios desplazados señalan a menudo la gran magnitud del saqueo por parte de las fuerzas leales como el obstáculo principal para su regreso. En una zona en ruinas como el campamento de Yarmuk, en el extremo sur de Damasco, los escombros de los edificios destruidos se intercalan con estructuras residenciales que sobrevivieron a los bombardeos pero que se han vuelto inhabitables a causa del pillaje. En los meses posteriores a la recuperación del vecindario por el régimen, en mayo de 2018, los residentes de Damasco vieron cómo se elevaban columnas de humo desde Yarmuk porque las fuerzas lealistas quemaban la cubierta de goma de los cables de cobre para venderlos como chatarra. Gran parte del área permanece bloqueada para sus habitantes originales, quienes especulan que esos carroñeros siguen ocupados recogiendo sus huesos.
El régimen ha infligido nuevas rondas de destrucción bajo el pretexto de la reurbanización urbana. Un ejemplo particularmente marcado es el barrio noreste de Qabun. Después de volver a capturar la zona en poder de las fuerzas de oposición en mayo de 2017, el régimen lanzó un “plan organizativo” que implicó la demolición de grandes extensiones de infraestructuras residenciales. Aunque aparentemente diseñado para corregir el predominio de estructuras inseguras y sin licencia, el proyecto arrasó también edificios que estaban formalmente registrados y completamente intactos. Los residentes desposeídos concluyeron que el verdadero propósito del plan era castigar a su suburbio rebelde mientras recompensaba a los compinches con contratos; una impresión que se vio reforzada por una corriente de publicaciones en las redes sociales en las que los lealistas se regodeaban sobre las ruinas de edificios recién arrasados.
Un ejemplo aún más icónico de desalojos a gran escala es la ciudad de Marota: este grupo de rascacielos en el suroeste de la ciudad se ha comercializado como el desarrollo inmobiliario más lujoso en la historia de Damasco. A partir de 2014, las autoridades sirias comenzaron a hacer espacio para el proyecto expropiando y demoliendo viviendas residenciales en el barrio de Mazzeh Basatin. Si bien el régimen lanzó este esfuerzo como una reparación tras la destrucción, la zona no sufrió daños y aún seguía habitada por sus residentes originales cuando las excavadoras llegaron para demoler sus hogares.
Panorama social
Aunque algunas expropiaciones parecen orientadas a la especulación, otras parecen diseñadas para corregir vulnerabilidades estratégicas expuestas por la guerra. En 2016, por ejemplo, los rebeldes pusieron en peligro el suministro de agua de Damasco al apoderarse del manantial de Ein al-Fiyeh en las montañas que se alzan junto a la capital. En 2018, las autoridades, después de reconquistar el área, confiscaron propiedades residenciales y comerciales para crear un llamado “cinturón verde” alrededor del manantial, prohibiendo el acceso de los ciudadanos normales y corrientes dentro de un radio fijo desde las orillas del río, para amortiguar así futuras amenazas.
El mismo año, el gobernorado de Damasco arrasó franjas de bienes inmuebles (incluida, con mucha polémica, una mezquita) a ambos lados de la carretera que corta lateralmente el sur de la capital, separando los barrios del centro de los suburbios. El área es de suma sensibilidad: en el momento álgido del conflicto, la carretera se convirtió en la línea de fuego entre el régimen y las fuerzas de oposición. También conecta la capital con el aeropuerto de Damasco y enlaza con la autopista internacional M5, estratégicamente vital.
Además de apoderarse al por mayor de los distritos, las autoridades han empleado formas de confiscación más específicas contra enemigos reales o percibidos. En particular, el régimen ha hecho un uso cada vez más liberal de la ley antiterrorista de Siria de 2012 para confiscar los bienes de los disidentes y sus familiares inmediatos. Es importante destacar que este método de control político está lejos de ser nuevo: Hafiz al-Asad desplegó las mismas tácticas para castigar a los presuntos simpatizantes de la Hermandad Musulmana en la década de 1980.
Hoy en día, las personas que intentan recuperar su tierra o residencia se enfrentan a perspectivas sombrías. Las peticiones formales para la liberación de activos congelados casi siempre quedan sin respuesta, debido sobre todo a que deben pasar por instituciones militares opacas no gobernadas por restricciones legales formales. Ante la ausencia de vías institucionales para indemnizaciones, la única opción viable pasa por toda una industria laberíntica de corrupción. En el escenario más frecuente, los funcionarios de seguridad (o sus afiliados) compran propiedades confiscadas a su propietario original por una fracción de su valor; hay que hacer uso de conexiones y sobornos para descongelar la escritura correspondiente para venderlo a su precio real, beneficiando a los diversos intermediarios que facilitan las transacciones. Para los propietarios originales, es la única forma de recuperar cualquier parte del valor de su propiedad.
Un mecanismo final para deshacerse del capital de los distritos electorales recelosos depende de las “aprobaciones de seguridad”: se requieren permisos oficiales para todo, desde comprar propiedades hasta realizar reparaciones básicas. Hay numerosas evidencias anecdóticas de que el régimen retiene las aprobaciones como forma de expulsar de la ciudad a determinados grupos. Por ejemplo, los nativos del suburbio rebelde de Daraya se quejaron de que se les negaban sistemáticamente las aprobaciones para poder alquilar dentro de Damasco, lo que a su vez les obliga a marcharse cada vez más hacia el extrarradio de la capital o a salir de Siria. Las personas desplazadas de Deir Ezzor alegaron una ola similar de rechazos en 2018, percibiendo un intento de obligarlos a regresar a su ciudad natal devastada.
Ciudadanos persiguiendo a ciudadanos
Si bien el régimen asume un papel sistemático en el desarraigo de la ciudad, incluso los sirios comunes hacen frente a las dificultades de manera que evitan que otros se establezcan. De hecho, el grado de desesperación empuja a muchos de ellos a una dura competencia por el bien más valioso de Siria: la vivienda. Por ejemplo, en áreas muy despobladas del este de Ghuta, una mezcla de funcionarios de seguridad, milicianos lealistas y civiles cuyas viviendas resultaron destruidas ocupan las casas de los sirios que tuvieron que huir, a veces sus antiguos vecinos. A medida que los residentes originales retornan, los ocupantes ilegales pueden negarse a irse o encontrarse desplazados nuevamente.
Otra forma de depredación implica una industria sofisticada en la que los sirios falsifican escrituras para casas abandonadas, que luego venden en su propio nombre. A menudo, los compradores son ajenos al fraude y consideran que han hecho una compra legítima. Se dice que este sistema, que abarca una constelación de oficiales de seguridad, abogados, funcionarios y clientes, produce decenas de miles de estafas, que un poder judicial abrumado y cada vez más corrupto no puede procesar. De hecho, tal fraude se ha generalizado tanto que se sabe que algunos delincuentes emprendedores venden múltiples títulos de propiedad de una sola propiedad que, ante todo, no era la suya.
Otra capa más que se añade a este mercado kafkiano es el hecho de que muchos propietarios legítimos carecen de la documentación adecuada, ya sea porque sus documentos se perdieron en el conflicto o porque compraron propiedades bajo las autoridades de la oposición, consideradas ilegítimas por el gobierno central. Demostrar la propiedad requiere firmar un nuevo contrato con el propietario anterior, que en muchos casos está muerto o fuera del país. Si los propietarios anteriores todavía están presentes, a menudo tratan de extraer más dinero a cambio de confirmar una transacción que ya cobraron.
Este ciclo de extorsión tiene efectos perniciosos dentro de las comunidades, que cada vez son más competitivas, inseguras y mutuamente desconfiadas. Las batallas legales sobre documentos de propiedad se producen a veces dentro de las familias, enfrentando entre sí a familiares desesperados que tratan de asegurarse un refugio. Mientras tanto, el sistema ha dado poder a una cohorte de intermediarios y abogados que viven de esa desesperación. Las mujeres que buscan un hogar se quejan a menudo de acoso; los traficantes ofrecen a veces descuentos a mujeres empobrecidas a cambio de sexo.
El hacinamiento crea formas de competencia más difusas. En una reversión de la emigración que hizo que los residentes se movieran del centro a la periferia en las décadas anteriores a la guerra, la gente ha regresado de los suburbios a barrios relativamente estables en el corazón de la capital. De hecho, algunos damascenos han regresado a sus hogares ancestrales en el Viejo Damasco, que habían dejado abandonados durante mucho tiempo por nuevas casas en los suburbios. Esta repoblación del centro histórico de la ciudad ha obligado a las familias a apretujare en habitaciones estrechas y en ocasiones poco higiénicas.
La densidad resultante ha llevado a un aumento palpable en las tensiones entre familiares y vecinos que comparten espacios reducidos en circunstancias difíciles. Además de la aglomeración, hay también que tener en cuenta la repatriación gradual de sirios del extranjero. El grupo más grande está formado por expatriados que regresan de los Estados del Golfo Arábigo, donde el deterioro de las condiciones para los trabajadores migrantes ha llevado a los sirios a volver a sus hogares. Es comprensible que algunos residentes esperen que los miembros de su familia no regresen, e incluso pueden sentirse resentidos con ellos si lo han hecho.
Mientras tanto, el agrupamiento de comunidades desplazadas de todo el país ha creado un tejido social cada vez más heterogéneo y segmentado. Los residentes originales culpan a los recién llegados de clase baja de todo tipo de enfermedades sociales, desde la debilidad de los servicios hasta las calles sucias. Una nueva jerarquía social ha surgido entre los nuevos participantes: los nativos de Damasco consideran a menudo a los desplazados de los suburbios vecinos de manera más caritativa que los que vinieron, por ejemplo, de las zonas rurales de Deir Ezzor. Los damascenos desprecian abiertamente a estos últimos, a quienes consideran atrasados y sucios.
Con la vida en suspenso
Esas presiones implacables tienen atrapados a los habitantes de la capital en un estado de incertidumbre. Una ciudad que durante siglos recibió inmigrantes esperanzados ansiosos por establecerse y construir un futuro se siente ahora efímera. La mayoría de los residentes se centran en la supervivencia diaria, preguntándose a menudo qué nueva miseria traerá el día siguiente. Aquellos que buscan una estabilidad genuina suelen tener puesta su mira en escapar del país.
Esta temporalidad adopta varias formas. Se manifiesta, por ejemplo, en cómo las personas lidian con sus propiedades dañadas: muchos intentan un mínimo de habitabilidad, arreglando una habitación cada vez en lugar de intentar restaurar sus hogares a lo que alguna vez fueron. Los residentes equipan a menudo sus viviendas con plomería o artículos para el hogar baratos y de baja calidad, generalmente importados de China e Irán o comprados en los mercadillos que venden productos saqueados de otros sirios. Tal minimalismo refleja no solo los medios limitados de los sirios, sino también su expectativa de que un pensamiento a largo plazo pueda simplemente incitar más robos y extorsiones.
Incluso aquellos que compran propiedades tienden a hacerlo basándose en cálculos inmediatos. Con frecuencia, entre la clase baja en expansión de Damasco, comprar una casa o un apartamento es más una forma de escapar del mercado de alquiler de la ciudad que una inversión de futuro. Los sirios pobres y desplazados que ven pocas esperanzas de regresar a sus ciudades de origen toman a veces dinero prestado por familiares en el extranjero para adquirir pisos pequeños y deteriorados en lugar de seguir alquilando.
Tales adaptaciones temporales están dejando marcas duraderas en el tejido urbano de la capital. Los propietarios responden a la gran demanda reestructurando las propiedades en respuesta al hacinamiento. Algunos convierten pisos grandes y de techo alto en varios más pequeños, que en el pasado no habrían resultado atractivos para los clientes sirios. Incluso algunos propietarios de tiendas han convertido sus propiedades en pequeños apartamentos, adaptándose a la realidad de que, aunque la economía productiva de Siria sigue en ruinas, al negocio inmobiliario nunca le ha ido mejor.
La ciudad del futuro
Para los damascenos, la lucha por la supervivencia también es una lucha psicológica para poder asumir en lo que se ha convertido nuestra ciudad. Los pilares centrales de la identidad de Damasco se han erosionado más allá de cualquier reconocimiento, obligando a los residentes, e incluso a aquellos que han huido de la ciudad, a hacer frente a otro factor de dislocación y alienación.
Por un lado, una ciudad cuyo nombre conlleva una elegante cultura levantina se divide cada vez más entre una subclase indigente y exhibiciones vulgares de riqueza en tiempos de guerra. Los restaurantes de lujo proliferan a medida que la ciudad decae; las élites se bajan de sus SUV con vidrios polarizados y gastan con suficiencia en una sola comida el equivalente del salario de un funcionario. En el otro extremo del espectro, una gama cada vez mayor de tiendas de segunda mano atiende a una mayoría cuyas perspectivas de trabajo y poder adquisitivo se han desvanecido. Las artesanías tradicionales, como la carpintería, luchan por sobrevivir, dejando que tiendas nuevas que venden importaciones de baja calidad colonicen los venerados zocos de la ciudad.
Mientras tanto, los males sociales anteriores a la guerra, como la decadencia de los servicios públicos, el hacinamiento y el estigma social contra los pobres, han aumentado exponencialmente. También han surgido otros nuevos: desde las drogas, delincuencia y prostitución hasta el trabajo infantil. La clases marginadas de la ciudad se ven empujadas cada vez más hacia asentamientos improvisados en la periferia de la ciudad, lo que amplifica el crecimiento urbano incontrolado que las autoridades dicen estar combatiendo.
La guerra ha sobrealimentado asimismo un proceso de degradación ambiental en una ciudad cuyo sentido del yo está inextricablemente ligado a su historia como oasis verde. Los huertos de Ghuta, conocidos coloquialmente como los “pulmones” de la ciudad, ya habían sido devorados por la urbanización del siglo XX. Pero desde 2011 los espacios verdes restantes se han enfrentado a un asalto múltiple: a medida que el régimen y las fuerzas rusas bombardearon el área desde el cielo, soldados lealistas y milicianos saqueaban sus árboles en busca de leña antes de que los especuladores se mudaran para construir nuevos asentamientos. Junto a su sombrío significado simbólico, la transformación de Ghuta tiene implicaciones prácticas de gran alcance: desde cambios notables en la temperatura y la calidad del aire hasta la disminución de la producción agrícola, la desertificación y la sequía, tal vez la mayor amenaza para el futuro de Damasco.
Ante tal alteración trascendental, muchos damascenos optan por refugiarse en los recuerdos del pasado. Mientras que por las páginas de Facebook circulan imágenes nostálgicas de la era anterior al Baaz, un puñado de iniciativas cívicas organizan visitas a huertos históricos u otros puntos de referencia. Otros intentan recuperar la ciudad estudiando su historia, observando su transformación y contándola. Algunos residentes parecen aferrarse a su identidad de manera inconsciente. Los damascenos, famosos desde hace mucho tiempo por un orgullo local tan feroz que raya en el chovinismo, parecen hoy enfatizar su excepcionalismo con un poco más de fuerza que antes: noto que amigos y familiares compiten por las recetas más auténticas de la cocina damascena, o que a veces hablan con un acento damasceno más profundo de lo habitual. Al hacerlo, parecen decididos a preservar el pasado como la base de un futuro mejor.
Fuente: https://www.synaps.network/post/life-in-damascus-syria
El autor de este ensayo y de las fotos es un compañero sirio del equipo de Synaps.
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