Pedro Sánchez inicia una primera ronda de contactos de cara a tejer unos acuerdos generales sobre los que pueda asentarse el esfuerzo de reconstrucción económica y social que será ineludible tras el impacto de la pandemia. La referencia, evocadora, de los Pactos de la Moncloa de 1977 lleva días calando en el imaginario colectivo. Y todo el mundo va tomando posición. Como era previsible, tras un sobreactuado rechazo inicial, la CEOE ha rebajado el tono. Si, debilitado, Ciudadanos muestra ahora un perfil más conciliador, Pablo Casado aún no se aviene a reunirse con Sánchez para hablar del tema. Veremos por cuánto tiempo puede mantener esa pose. A pesar de su intensa beligerancia contra el gobierno de coalición, la derecha es consciente de que una actitud cerrada podría alienarle una opinión pública angustiada ante las incertidumbres del “día después”. El FMI vaticina una caída del 8% del PIB y una explosión del paro hasta alcanzar el 21% de la población activa, mientras discute acerca de posibles escenarios de futuro, que irían desde una recesión de la economía mundial –seguida de una recuperación relativamente rápida– hasta una prolongada depresión. Cálculos azarosos, sin duda. Pero es indiscutible que, con la caída de la producción, la contracción de la demanda, la erosión de los valores de los activos, el incremento de la deuda… se acumulan las condiciones de una “tormenta perfecta”.
Por otro lado, Europa exigirá cierta unidad de los actores políticos y sociales. Ha costado Dios y ayuda desbloquear un primer acuerdo para sostener el esfuerzo de los Estados en gasto sanitario, políticas de empleo y crédito a las empresas. Sin embargo, el medio billón de euros anunciado –o la posibilidad de elevar el presupuesto comunitario hasta el 2% del PIB de la UE– se quedarán muy cortos ante lo que previsiblemente se avecina. Pero es que ni eso saldría adelante si España apareciese ante sus socios europeos como una olla de grillos. Y nadie querrá que le endosen la responsabilidad de semejante fracaso. Los sondeos del CIS indican variaciones poco significativas en las intenciones de voto, pero el estado emocional que prevalecerá entre la ciudadanía dentro de unos meses resulta absolutamente impredecible.
Eso no quiere decir que la razón vaya a imponerse fácilmente y se abra ante Pedro Sánchez un camino de rosas. Será más bien lo contrario. Cuando ni siquiera se ha esbozado el marco de unas conversaciones, la exigencia de Casado de “rebajar los impuestos” puede sonar casi a boutade. En el próximo período será necesaria una intervención enérgica del Estado en muchos dominios, desde el fortalecimiento de los servicios públicos hasta el impulso, e incluso el liderazgo, de determinados sectores económicos. Si algo debiera estar en el candelero, es una audaz reforma tributaria de carácter progresivo –así como un esfuerzo de armonización a nivel europeo y una lucha concertada contra la elusión y los paraísos fiscales-, no una rebaja de impuestos. Pero el hecho de entrar así en materia indica por dónde irán los tiros, sobre qué clases sociales querría la derecha empresarial y política que recayesen los sacrificios. La previa a toda negociación esgrimida por la FAES –las cabezas de Pablo Iglesias y los demás ministros “comunistas bolivarianos”– no hace sino enfatizar, desde la peculiar fantasmagoría aznariana, la exigencia de un giro favorable a las élites. Habrá, pues, forcejeo sobre el contenido y la orientación de unos eventuales pactos. Y aunque Joan Coscubiela arguye tres excelentes razones para sacarlos adelante, nada garantiza de antemano su éxito, ni el alcance de los acuerdos. Porque, si la derecha española arrastra los pies, la actitud más renuente –aparte de Vox, por supuesto, que sueña con izar la bandera de un orden autoritario en medio del caos social– la encontramos en el nacionalismo catalán. (El nacionalismo vasco es siempre más jesuítico en la persecución de sus intereses particulares). Desde luego, no es por casualidad. Ni tampoco a causa de esa enfermiza obsesión de Torra y Puigdemont que les lleva a oponerse a cuanto proceda de Madrid. El nacionalismo, tanto en su versión más rancia como en su vertiente “menestral” y “republicana”, intuye algo potencialmente peligroso para sus intereses en unos pactos de Estado y en la dinámica que podrían generar.
Su olfato político no les engaña. El peligro que barruntan es que, surgiendo de las exigencias planteadas por esta crisis, un nuevo curso federal acabe arrastrando a las autonomías. Efectivamente, tal como recuerdan JxCat y ERC, la situación actual es muy distinta a la de 1977. Por aquel entonces, aún no había Constitución, ni se había esbozado siquiera el actual Estado de las Autonomías. Es indiscutible, pues, que unos nuevos “Pactos de la Moncloa” o como se quiera bautizarlos, deberán tener en cuenta esa realidad –del mismo modo que habrán de incorporar el papel decisivo de los ayuntamientos en la puesta en marcha de cualquier plan. Pero eso será necesariamente en el marco de una cooperación reforzada y leal entre las distintas administraciones, combinando el gobierno de proximidad con los esfuerzos mancomunados de reconstrucción. Esa es la exigencia que está planteando el control de la epidemia. Y ese será el desafío ante la devastación que nos dejará. A modo preventivo, el gobierno de la Generalitat no ha parado de poner el grito en el cielo, alertando de una constante invasión de competencias. La actuación de Madrid no habría sido sino una sucesión de agravios nacionales: desde la utilización del ejército hasta el envío de 1.714.000 mascarillas… después de un prolongado secuestro de material sanitario y de “haber empujado el virus hacia Catalunya”. El relato, cargado de odio, se vuelve tanto más histriónico cuanto que se trata de contrarrestar una lógica de colaboración institucional acorde con la realidad objetiva. Incluso el “conciliador” Oriol Junqueras ha saltado a la palestra para denunciar que el Estado es “lento, centralista, nacionalista, militarista, oligopólico e ineficiente”, mientras que Sánchez pretendería realizar “un nuevo remiendo para salvar al régimen, como ya se hizo en 1977”. (Afirmaciones que llaman la atención en medio del desastre de las residencias de ancianos, un sector moldeado por las redes clientelares convergentes… ahora bajo la tutela administrativa de ERC. Pero ya se sabe que “los muertos son culpa de España”). Así, pues, contra toda evidencia y sin ruborizarse, Junqueras proclama que, con una República Catalana, esto no pasaría.
Pero, ni esa República Catalana está a la orden del día, ni las competencias autonómicas han sido mermadas. De lo que están hablando los partidos independentistas es en realidad de poder: concretamente, del poder autonómico que tienen, que se disputan entre ellos y que en ningún caso quieren perder. Un presupuesto que ronda los 30.000 millones de euros da para mucho. Sin manejar los resortes de la Generalitat, sería imposible mantener la influencia social alcanzada. No hay que perder de vista que las propias insuficiencias de la estructura autonómica –un Senado ineficiente como cámara de representación territorial, poca operatividad de los marcos de concertación entre las administraciones, infrafinanciación y centrifugado perverso del déficit del Estado hacia las comunidades…– han propiciado una vida compartimentada de las mismas. Y, lo que es peor, un recurso sistemático de sus gobiernos a la denuncia del agravio comparativo por encima de la crítica social. Todo ello ha favorecido el crecimiento de los nacionalismos. La situación de “confederalidad” que vive Euskadi, con su peculiar régimen foral y su ventajoso concierto económico, ha configurado un terreno de juego que el PNV ha aprovechado para mantener su preeminencia sobre la sociedad vasca. Pero, incluso en Catalunya, a pesar de todos los lamentos acerca de los límites del régimen estatutario, fuerza es reconocer que ha permitido la consolidación, a lo largo de varias décadas, de una cultura y un amplio sentimiento nacional –que la derecha ha sabido inflamar en un momento dado con el “procés”.
El futuro territorial de España va a estar en disputa. Y algunos empiezan ya a velar armas. La verborrea involucionista de la derecha española no puede sino confortar al nacionalismo catalán en su victimismo. Por el contrario, la posibilidad de que, por la fuerza de las cosas, por razones de eficiencia, por la misma necesidad de coordinar esfuerzos o de impulsar proyectos de ámbito estatal y europeo –y más allá de que la palabra aparezca formalmente o no en unos acuerdos de reconstrucción– un sentido común federal, una cultura de concertación y fraternidad se abran paso entre la ciudadanía, no puede por menos que inquietar a los partidos que necesitan mantener una permanente confrontación emocional con España. Tanto la derecha como la pequeña burguesía nacionalista saben que esa es la condición de su hegemonía territorial. Si se agrietase, las izquierdas podrían postularse por fin al liderazgo de las sociedades de las nacionalidades históricas. Si en 1977 Jordi Pujol fue uno de los principales valedores de los Pactos de la Moncloa, hoy sólo cabe esperar por parte del nacionalismo catalán una de las resistencias más tenaces a cualquier acuerdo similar. En una atmósfera de tensión, los partidos secesionistas esperan mantenerse cuando menos al frente de las instituciones catalanas. En una situación de debilidad del Estado, los más osados fantasean con que se presente la oportunidad de volver a intentar una aventura. La izquierda se juega mucho con la propuesta que trata de perfilar estos días Pedro Sánchez.