Publicamos un fragmento del libro Patriarcado y capitalismo. Feminismo, clase y diversidad (Akal, 2019), de Josefina L. Martínez y Cynthia Luz Burgueño, que forma parte del capítulo que aborda la relación entre feminismo y marxismo, así como la lucha por una sociedad más superadora del capitalismo, el comunismo.
Este libro fue escrito antes de que estallara la pandemia a nivel global, por lo que algunas cuestiones coyunturales o algunos datos pueden estar atrasados, por ejemplo, en lo que se refiere a la riqueza de los más ricos, que no ha hecho más que aumentar en los últimos meses. Con la nueva crisis abierta, los padecimientos de las mujeres de la clase trabajadora en todo el mundo se han agravado, así como la precariedad y la pobreza a millones de personas en todo el mundo, mujeres y hombres. Por eso, la necesidad de luchar por una revolución socialista que permita iniciar la construcción de una sociedad emancipada sigue siendo una tarea urgente.
En las décadas del auge neoliberal se generalizó la afirmación acerca de la incapacidad del marxismo para abordar la opresión de género, al mismo tiempo que se lo impugnaba en su conjunto. Desde posiciones ideológicas, a veces muy disímiles, se le atribuyó al marxismo un sistema teórico que subsumía la lucha de las mujeres a un plano estrictamente “económico” o que la postergaba para un futuro indeterminado, “después de la revolución”. Esto ocurría en el marco de la hegemonía del posmodernismo en las ciencias sociales, que pronosticaba el fin de la historia y de la lucha de clases. Al mismo tiempo, la clase trabajadora retrocedía en conquistas históricas y los movimientos sociales, como el feminista, perdían radicalidad. Sin muchos fundamentos ni conocimiento de su obra, algunas feministas posmodernas han presentado a Marx como un machirulo barbudo con valores victorianos. Otras, de forma un poco más elaborada, sostienen que el marxismo puede servir para analizar las relaciones económicas, pero para luchar contra la opresión de las mujeres hay que recurrir al feminismo.
En los últimos años, quienes escribimos este libro hemos conversado en encuentros y talleres con militantes de izquierda y activistas feministas que nos han planteado la misma pregunta: ¿qué relación hay entre feminismo y marxismo, entre la lucha contra el patriarcado y la lucha contra el capitalismo? La irrupción de la gran crisis económica hace más de una década sacudió todos los postulados triunfalistas del neoliberalismo: las luchas de resistencia, que comenzaron a adquirir nuevas formas, y el debate ideológico sobre la relación entre la explotación de clase y la opresión de género –así como, en general, sobre la vigencia del marxismo como teoría explicativa– han recobrado actualidad.
Para abordar las complejas relaciones entre feminismo y marxismo es importante recuperar la tradición del feminismo socialista, o tirar del hilo de algunas reflexiones sobre la emancipación de las mujeres que se plantearon en el pensamiento marxista desde sus comienzos. Tan temprano como a mediados del siglo XIX, la socialista Flora Tristán adelantaba una propuesta para la organización de la clase obrera en su libro La Unión Obrera (1843), donde hacía un análisis de la relación entre clase y género. El tercer capítulo de su libro estaba dedicado a las mujeres trabajadoras, a las que definió como “las últimas esclavas” de la sociedad francesa. Ellas eran las proletarias de los proletarios, clase y género se cruzaban en la vida de las trabajadoras. Tristán interpelaba a los obreros y señalaba que no era posible sostener un proyecto de emancipación humana sin tener en cuenta a las mujeres [1].
Por su parte, Marx y Engels formularon la necesidad de luchar por la emancipación femenina desde sus primeros textos. En La Sagrada Familia, citaban al socialista utópico Fourier asegurando que “los progresos sociales, los cambios de periodos se operan en razón directa del progreso de las mujeres hacia la libertad; y las decadencias de orden social se operan en razón del decrecimiento de la libertad de las mujeres”. En La situación de la clase obrera en Inglaterra, Engels ponía el foco en las mujeres trabajadoras que ingresaban masivamente a la producción capitalista y sus penosas condiciones de vida: el hacinamiento de familias enteras en pequeñas viviendas, miseria, falta de higiene y largas jornadas de explotación. En esas condiciones, la “vida familiar” de la clase obrera se descomponía.
En el Manifiesto comunista, Marx y Engels vuelven a denunciar la tendencia del capitalismo a destruir los lazos familiares en la clase obrera, al incorporar masivamente al trabajo a mujeres y niños. Pero, al mismo tiempo, señalaban la “doble moral” burguesa, en una sociedad que, mediante el adulterio (permitido socialmente sólo para los hombres) o la prostitución, trata a las mujeres como propiedad. Por último, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Engels desarrolla un análisis histórico sobre la institución familiar. A pesar de los límites que pueda tener esa obra, sigue siendo una referencia fundamental para el feminismo socialista, ya que sitúa históricamente el origen de la opresión de las mujeres, demostrando que es un fenómeno social. Establece, además, una relación entre la propiedad privada, la división clasista de la sociedad y la consolidación de la familia patriarcal. Mediante la instauración del matrimonio y la monogamia, la mujer y los hijos se convierten en “propiedad privada del hombre”. Estas primeras aproximaciones serán retomadas por feministas socialistas como Eleanor Marx o por Clara Zetkin [2].
La revolucionaria alemana organizó varios congresos internacionales de mujeres socialistas entre 1907 y 1915. En la Conferencia Internacional que tuvo lugar en Copenhague, en agosto de 1910, Zetkin propuso establecer un Día Internacional de las Mujeres, que unos años después comenzaría a celebrarse cada 8 de marzo. La Tercera Conferencia Internacional femenina estaba programada para abril de 1914, pero no pudo realizarse por el estallido de la Primera Guerra Mundial. La lucha contra la guerra imperialista encontró a Clara Zetkin en primera fila junto a su amiga Rosa Luxemburg. Tanto Clara Zetkin como Inessa Armand se dedicaron especialmente a la tarea de organizar a las mujeres trabajadoras alrededor de las ideas del socialismo y el comunismo [3]. Zetkin polemizó en su momento con el feminismo burgués, porque este buscaba mejorar la posición de las mujeres de la clase propietaria, sin cuestionar las reglas del juego de la sociedad capitalista. La emancipación de las mujeres sólo se podía alcanzar con el socialismo, pero la lucha por el socialismo no era posible sin la participación de las mujeres.
Por su parte, Aleksandra Kolontái lideró, junto con otras militantes como Inessa Armand, el debate sobre la cuestión de la emancipación de las mujeres en el partido bolchevique. Kolontái consideraba que la “crisis sexual” de la humanidad no se podía reducir a una cuestión económica. Por eso planteaba la necesidad de una “renovación psicológica de la humanidad”, una revolución total en las relaciones afectivas. Afirmaba que el matrimonio monógamo estaba basado en una concepción del amor como propiedad, que impedía que las personas disfrutaran libremente de sus relaciones. Estas elaboraciones son poco conocidas en la actualidad, pero representan un gran aporte al feminismo socialista, precursor de muchas ideas que tomaron fuerza en los años sesenta y setenta del siglo XX, con el lema de que “lo personal es político”.
Como ya vimos, durante los primeros años de la Revolución rusa, la cuestión de la emancipación de las mujeres formó parte de las cuestiones prioritarias. Lenin señalaba en 1919 que la tarea de abrir terreno para la construcción del socialismo sólo comenzaba después de haber logrado la igualdad de las mujeres, liberándolas de la carga del trabajo doméstico, algo que llevaría muchos años de transformaciones. Finalmente, el retroceso que implicó el estalinismo en este terreno fue señalado por dirigentes como León Trotsky, quien planteó que los argumentos que esgrimía la burocracia para volver a situar a las mujeres en el seno de la familia patriarcal eran “filosofía de cura que dispone, además, del puño del gendarme”. Todos estos debates forman parte de la tradición del movimiento obrero y del movimiento de mujeres. Conocerlos es clave para no comenzar desde cero.
Otro debate importante del feminismo socialista se produjo en los años setenta, un intercambio que puede estimular también una reflexión para el presente. En 1981 se publicó en Estados Unidos un libro que compilaba varias contribuciones acerca de la relación entre patriarcado y capitalismo [4]- Un artículo de la feminista socialista Heidi Hartmann (“El infeliz matrimonio entre marxismo y feminismo: hacia una unión más progresista”) fue desde entonces una referencia sobre la cuestión [5].
Hartmann comenzaba diciendo que “el matrimonio entre marxismo y feminismo ha sido como el matrimonio de marido y mujer en la legislación británica: marxismo y feminismo son uno, y ese uno es el marxismo”. Hartmann concluía que se necesitaba “un matrimonio más sano o el divorcio”.
La autora aseguraba que, para el marxismo, el feminismo no era importante o sólo tenía un lugar secundario. Sostenía que no había que descartar el análisis marxista para comprender las leyes del desarrollo histórico, pero consideraba que las categorías marxistas ignoraban el sexo. Por eso hacía falta un análisis específico feminista para abordar las relaciones entre los sexos.
Por su parte, el feminismo había obviado la historia y sido insuficientemente materialista. Por eso proponía combinar el método del materialismo histórico con el análisis feminista sobre el patriarcado. Su tesis final era que, en la izquierda, el marxismo había dominado hasta entonces al feminismo, y que había que reemplazar esa dominación por una alianza constructiva entre ambos. Hartmann proponía un sistema dual, donde patriarcado y capitalismo eran considerados como estructuras de dominación autónomas e independientes, que a veces incluso entraban en contradicción entre sí. En este esquema, el sistema de producción estaba regulado por las leyes de acumulación del capital, mientras el sistema de reproducción lo era por el sistema sexo/género (patriarcado).
El problema de las definiciones del sistema dual es que establecían artificialmente dos esferas separadas, la producción y la reproducción, perdiendo de vista la profunda relación que existe entre ambas. Además, al centrar los mecanismos del patriarcado en la familia, las teorías duales restaban importancia a otras formas de la opresión de las mujeres que ocurren fuera de esta, como el acoso laboral, la brecha salarial, etc. Y si esto ya era muy problemático en el momento en que Hartmann escribió su artículo, lo es mucho más 40 años después, cuando la participación de las mujeres en el mundo laboral se ha multiplicado. Con una fuerza laboral feminizada que ronda el 50 por 100 en muchos países, ¿cómo es posible seguir pensando que patriarcado y capitalismo son dos sistemas autónomos que actúan en ámbitos por completo diferenciados?
En un artículo que se publicó en el mismo libro [6], la filósofa feminista Iris Young hizo una crítica muy aguda al sistema dual y a la idea de “esferas separadas”. Young señaló que las relaciones patriarcales están integradas en las relaciones de producción como parte de una totalidad. Es decir, que la diferenciación muestra un atributo central del capitalismo, no un “sistema paralelo”. La ideología patriarcal existe antes del capitalismo, pero este la transformó bajo nuevas condiciones. El capitalismo se aprovecha de esta discriminación para abaratar el trabajo de mujeres y niños y así rebajar las condiciones laborales en su conjunto, pero las mujeres son siempre las primeras en ser despedidas y enviadas de vuelta a casa, cuando los ciclos del capital cambian.
Para terminar, Young señalaba algo muy interesante para pensar hoy: en la historia del capitalismo, únicamente las burguesas y las mujeres de la pequeña burguesía vivieron una vida más o menos acorde con la ideología de la feminidad. Invirtiendo los términos, podríamos decir que cuando el feminismo liberal se volvió hegemónico en su “feliz matrimonio” con el neoliberalismo, sólo la burguesía y sectores de la pequeña burguesía pudieron vivir una vida que se correspondiera más o menos a la ideología de la “libre elección” y el empoderamiento individual.
La crítica más exhaustiva hacia las teorías del sistema dual la realizó la feminista socialista norteamericana Lise Vogel con la publicación de Marxism and the Oppression of Women: Toward a Unitary Theory. Allí aseguraba que el verdadero problema de las teorías duales era que tomaban como punto de partida una concepción equivocada del marxismo, una versión economicista.
Como hemos visto antes, Vogel sostenía que el trabajo doméstico en los hogares era un trabajo indispensable para la reproducción de la fuerza laboral. Para superar las contradicciones de las concepciones duales, proponía desarrollar una teoría unitaria que situara la opresión de las mujeres en el interior de los mecanismos de la reproducción social. Actualmente, feministas de varios países están recuperando las elaboraciones de Vogel para desarrollar diferentes aspectos de una teoría de la reproducción social, aunque con muchos matices y diferentes posiciones entre sí [7].
Más allá del capitalismo
En la actualidad, 157 de las 200 entidades económicas más importantes del mundo son multinacionales, no países. Empresas como Walmart, Apple y Shell acumulan más riqueza que Rusia, Bélgica y Suecia. Walmart se encuentra en el puesto número 10, por encima de España, Australia y Holanda. El Banco Santander tiene más ingresos que países como Colombia o Irlanda. El dueño de Amazon, Jeff Bezos, es la persona más rica de la historia, con una fortuna personal estimada en 150.000 millones de dólares. Lo siguen en el ranking Bill Gates y el francés Bernard Arnault, presidente de un grupo dedicado a marcas de lujo como Louis Vuitton o Dior. Ambos tienen fortunas por encima de los 100.000 millones de dólares. El patrimonio de las 400 familias más ricas de Estados Unidos se ha triplicado en los últimos 30 años, mientras que los ingresos de la mayor parte de la población han caído en todo el planeta.
Las naciones imperialistas, lejos de haber desaparecido como pronosticaban algunos, se atrincheran levantando muros y fronteras a las migraciones, mientras aumentan las tensiones entre los Estados –desde las guerras comerciales de Estados Unidos y China hasta las guerras regionales como en Siria o Yemen– y se profundizan las políticas intervencionistas agresivas del imperialismo como en Venezuela y Cuba. La crisis civilizatoria a la que nos conduce el capitalismo genera monstruos de dos cabezas. Trump, Bolsonaro, Le Pen, Salvini, son sólo una de las caras de un sistema basado en la explotación, la misoginia, la homofobia, el racismo y la violencia, que también están presentes bajo gobiernos con rostro “progresista”. Todos defienden un sistema depredador del medioambiente, que envenena el aire, el agua y el suelo y liquida especies enteras. Si nuestro feminismo es socialista es porque luchamos por activar el freno de emergencia contra esta catástrofe a la que nos arrastran los capitalistas antes de que sea demasiado tarde.
La invención y la creatividad humanas han logrado poner personas en el espacio y han ayudado los misterios de la genética y la física cuántica, a desarrollar la ciencia, las telecomunicaciones, la industria y la tecnología a un nivel tal que permitiría a toda la sociedad vivir sin tener que depender cada día de lo estrictamente económico. Pero bajo el capitalismo, todo el excedente generado, en vez de liberar a los seres humanos de las miserias y la escasez, condena a gran parte de la población al sufrimiento de luchar para sobrevivir. Bajo la órbita del capital, cuanta más abundancia crea el trabajo social, más ata a los productores al ciclo incesante de las máquinas y los mercados, sin poder disfrutar de lo que han creado y sin tiempo libre para aprovecharlo. Mientras en el mundo cada vez más personas trabajan más de lo que quieren, muchas otras trabajan menos de lo que necesitan, o no trabajan en absoluto y son marginadas a las periferias inhabitables de las grandes ciudades. Al mismo tiempo, millones de mujeres en todo el mundo agotan el tiempo de sus vidas intercalando trabajos precarios con las extenuantes labores domésticas y las tareas de cuidado.
La multiplicación de series distópicas en la televisión es ya una marca de nuestra época, acorde a un momento de crisis e incertidumbres, cuando el ciclo neoliberal del capitalismo se descompone sin que una clara alternativa revolucionaria logre tomar forma.
El cuento de la criada de Margaret Atwood nos muestra una sociedad totalitaria donde grupos de mujeres son propiedad del Estado como esclavas sexuales para parir hijos que serán apropiados por quienes controlan los hilos del poder. Otras mujeres friegan los suelos y preparan la comida; algunas, como la tía Lydia, actúan como siniestras agentes del sistema, controlando la agobiante cadena de tareas de reproducción. El gran triunfo del capitalismo es que estamos hoy más habituadas a pensar las catástrofes y las distopías que a imaginar la posibilidad de reorganizar la sociedad sobre nuevas bases, más allá del capital.
Las feministas utópicas del siglo XIX imaginaban una reorganización de toda la vida colectiva. Proponían el reparto y la reducción del trabajo, así como la construcción de casas sin cocinas, ya que las tareas domésticas podrían ser realizadas de forma común. Una gran experiencia en este sentido tuvo lugar bajo el Estado obrero surgido de la Revolución rusa, cuando se establecieron medidas tendientes a la socialización del trabajo doméstico como una de las vías para la emancipación femenina. Aunque se enfrentaron a enormes límites impuestos por la guerra y a la crisis económica, fue una práctica social avanzada para intentar arrancar a las mujeres del aislamiento en el hogar, en favor de su inserción en la vida laboral, en la esfera pública y por su emancipación. Las bolcheviques y los bolcheviques proponían medidas de socialización de estas tareas. Como explica la historiadora norteamericana Wendy Goldman, en tanto que “el trabajo doméstico sería transferido a la esfera pública, las tareas realizadas en el hogar por millones de mujeres individuales sin pago serían encomendadas a millones de trabajadores pagos mediante la puesta en funcionamiento de comedores, lavaderos y centros de cuidado infantil comunitarios” [8].
Aleksandra Kolontái, la primera mujer en ocupar un ministerio (el Comisariado del Pueblo para la Seguridad Social) entre 1917 y 1918, decía que “la costura, la limpieza y el lavado se debían transformar, bajo el Estado obrero, en ramas de la economía como la metalúrgica o la minería”. También Inessa Armand luchaba por acabar con la “esclavitud doméstica” y en un Congreso de Mujeres Obreras y Campesinas de 1918 denunció la doble carga de las trabajadoras en las fábricas y en el hogar.
Lenin también decía que “la verdadera emancipación de la mujer debía incluir no solamente la igualdad, sino también la conversión integral del trabajo doméstico al socializado”. Y, en el mismo sentido, León Trotsky aseguraba que, en cuanto el “lavado estuviera hecho por una lavandería pública, la alimentación por un restaurante público […] el lazo entre marido y mujer sería liberado de todo factor externo y accidental”.
Las condiciones materiales desarrolladas bajo el capitalismo, un siglo después, permitirían llevar adelante aquellas ideas a una escala muy superior, si las fuerzas productivas se liberaran de las trabas de la propiedad privada, expropiando a los expropiadores. Pensemos tan sólo lo que la sociedad en su conjunto podría economizar (en tiempo, energía, materias primas y trabajo) si gran parte de las comidas se prepararan en cocinas industriales, bajo el control de profesionales, para asegurar una alimentación sana para toda la población. No sólo se podrían prevenir muchas enfermedades, sino que personal especializado podría crear platos mucho más variados y sabrosos que los que millones de personas nos podemos permitir bajo un capitalismo que impone altos precios, falta de tiempo y tediosas rutinas. Lo mismo si pudiéramos reemplazar las lavadoras individuales por lavaderos comunitarios, o disponer de educación infantil gratuita equipada con las mejores instalaciones y el trabajo de profesionales al alcance de todas.
También sería necesario un cambio profundo en la relación entre las ciudades y el mundo rural, no sólo para garantizar viviendas dignas para todas las personas y espacios que no estén superpoblados, sino para llevar adelante una revolución en los modelos de urbanización. Edificaciones con más espacios comunes, verdes y abiertos, con ambientes destinados al juego, la lectura o la diversión serían una alternativa a la restringida vida social en el aislamiento de la vivienda familiar actual. Todo el sistema de transporte se transformaría, algo que ya es urgente para limitar el consumo de combustibles fósiles y sus repercusiones en el medioambiente. En vez de millones de coches individuales que contaminan y atascan las autovías, la prioridad estaría puesta en un sistema eficiente y barato de transporte público.
El trabajo es una actividad que forma parte de la naturaleza humana, pero el trabajo dominado por la explotación nos condena a lo más inhumano de nuestra historia. La reducción del tiempo de trabajo es una meta vital para la mayoría de las personas y en particular para las mujeres, no sólo para poder “conciliar” la vida laboral y la vida familiar, sino para poder descubrir un mundo por fuera del ámbito de lo que hoy estrictamente llamamos producción y reproducción, ampliar el espacio del ocio creativo, el arte, la sexualidad y el juego. Erradicar la horrorosa realidad de que una parte de la humanidad pase hambre y muera en guerras o conflictos violentos sólo sería el primer paso.
En este contexto de enormes transformaciones sociales, los prejuicios patriarcales no desaparecerán de forma “automática”, pero perderían gran parte de su sustento material. Durante los primeros años de la Revolución rusa, pensadores, artistas y técnicos desplegaron ideas creativas partiendo de las necesidades humanas, no sólo para alimentarse y vestirse, sino también para disfrutar de la cultura, el arte, el deseo, el amor, la amistad.
Expropiar a los expropiadores, reducir el tiempo de trabajo y arrancar las tareas domésticas del seno del hogar serían tan sólo bases más sólidas para llevar adelante de forma consciente una revolución constante en las costumbres, las ideas y la sexualidad, como producto de la acción colectiva de millones de mujeres y hombres por cambiar la forma de relacionarse. Transformar el mundo, transformar la vida. Así podremos aspirar a una sociedad emancipada, sin violencias ni opresiones por razones de sexo, color de la piel o lugar de origen, donde los productores de todas las riquezas sociales se autoorganicen y planifiquen la vida en armonía con el medioambiente. De este modo, en el comunismo, “el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos”. Un feminismo anticapitalista y socialista no se resigna con una cuota mayor de igualdad para las mujeres en una sociedad signada por la explotación, la miseria y las opresiones. Lo que buscamos es una sociedad de nuevo tipo.
Notas:
[1] J. L. Martínez, Revolucionarias, Madrid, Lengua de Trapo, 2018
[2] Ibídem.
[3] A. D’Atri (comp.), Luchadoras, Buenos Aires, Ediciones IPS, 2006.
[4] L. Sargent (ed.), Women and Revolution. A discussion of the unhappy marriage of marxism and feminism, Boston, South End Press, 1981.
[5] H. Hartmann, “The unhappy marriage of marxism and feminism: towards a more progressive union”, en Sargent (ed.), Women and Revolution, cit.
[6] Sargent (ed.), Women and Revolution, cit.
[7] P. Varela, “¿Existe un feminismo socialista en la actualidad? Apuntes sobre el movimiento de mujeres, la clase trabajadora y el marxismo hoy”, Revista Theomai 39.
[8] W. Goldman, La mujer, el Estado y la revolución, Buenos Aires, Ediciones IPS.