Se sabe que son todos pobres, migrantes que llegaron desde todos los rincones del islām, en procura de conseguir un trabajo para mantener a sus familias que quedaron quizás tan lejos como el sur de Filipinas, el norte de India, el Punjab pakistaní o en alguna remota aldea de Etiopia o Somalia; no se sabe cuántos son, ni cuantos han muertos, ni cuantos sobrevivirán al encierro al que están siendo sometidos, en condiciones absolutamente deplorables, a falta de alguna palabra que pueda describir mejor el infierno al que miles de trabajadores, acusados de expandir el Covid-19, fueron encerrados al arbitrio de la tiranía más prospera y reverenciada del mundo: Arabia Saudita.
Las autoridades del reino, las mismas que están llevando a cabo el genocidio en Yemen, y firman acuerdos multimillonarios con las siempre ávidas potencias “democráticas” de Occidente, han bloqueado los campamentos donde se hacinan desde hace ya más de cinco meses, miles de esos trabajadores migrantes, esperando una resolución a su caso. Es imposible conocer el número exacto de las personas retenidas en eso campamentos, ya que Riad ha tratado de mantener en secreto no solo la cifra, sino la existencia misma de los campamentos, de los que se estima son unos diez, entre ellos, el de al-Shumaysi, cerca de la ciudad de La Meca que puede contener hasta 32 mil personas, el de Jizan, una ciudad portuaria al suroeste del reino y el centro de al-Dayer, a unos veinte kilómetros de la frontera con Yemen,
La información acerca de lo que está sucediendo se conoció gracias a que alguno de los prisioneros pudo enviar desde su celular algunas fotos y audios desgarradores al diario británico The Telegraph, quien publicó en su edición del domingo treinta de agosto una serie de fotografías del interior de uno de esas barracas donde se puede observar con claridad las condiciones del encierro, las cicatrices de varios de los prisioneros con sus espaldas cruzadas por latigazos, las aguas residuales aflorando en los lugares donde los detenidos obligatoriamente deben dormir y comer. Entre las fotos aparece al menos la de un suicida, aunque se cree podría haber muchos más, desesperados por la espera, el encierro; se conoció que los detenidos no salen de los barracones desde el mes de abril; los castigos diarios, el hambre, la sed, el calor; que según el mes puede alcanzar hasta picos de 54 grados; enfermedades de todo tipo y condiciones de vida que los obliga a desplazarse con los efluvios cloacales que les llegan a los tobillos, están dadas todas las condiciones para colgarse, a la vista impávida de los guardias, que al otro día sacaran sus cadáveres de los barracones y serían arrojados como lo que representan, basura, escoria, mano de obra barata, que ha quedado varada en la burocracia de sus respectivas embajadas, que nunca se atreven a levantar la voz, ni a criticar, y mucho menos a denunciar, frente al temor de despertar la ira del príncipe Mohamed bin Salman (MbS) cuyas inversiones todos los países esperan ansiosos. El futuro monarca, ya con menos de treinta años en 2015, aspiraba a convertirse en el genocida más joven de la historia lo que, si todavía no lo ha logrado, estará a unos poquitos muertos de concretar su aspiración.
Desde hace décadas las monarquías wahabitas del Golfo Pérsico se han convertido en un foco de atracción de millones de trabajadores. Entre las cinco naciones que más trabajadores extranjeros reciben respecto a su población están, en primer lugar, Emiratos Árabes Unidos (EAU) con un 88 por ciento, seguido por Qatar con un 65 por ciento, y en cuarto lugar en ese listado se encuentra Arabia Saudita con un 46 por ciento. Se calcula que en los países del Golfo, solo de origen indio, han llegado ocho millones de trabajadores. En algunos casos los extranjeros casi han alcanzado la misma cantidad de pobladores locales, como es el caso de Qatar, que con una población de dos millones seiscientos mil en total, los migrantes son cerca de un millón y medio. Algunos cálculos pre pandemia estimaban la llegada al emirato de un millón más en los próximos cinco años. En el caso de Arabia Saudita representan cerca del 37 por ciento de la población. En su enorme mayoría mano de obra barata y poco calificada, que se emplea en el caso de los hombres en la construcción y las mujeres para el servicio doméstico, que representan el 99.6%, con un régimen laboral que las obliga a trabajan un promedio de 64 horas por semana, la segunda tasa más alta del mundo.
La mayoría de los trabajadores que llegan al golfo lo hacen bajo la norma del Sistema de Trabajo de Patrocinio o Kafala (patrocinio en árabe) que da al empleador o kafeel un conjunto de medios legales para controlar a los trabajadores: el patrón podrá retener su pasaporte, el empleado no podrá ni siquiera cambiar de trabajo, renunciar o abandonar el país, sin una autorización escrita de su kafeel. Este sistema fue creado en 1950 para permitir la entrada de trabajadores extranjeros, con el tiempo y la afluencia constante de mano de obra se ha convertido en un régimen esclavista, lo que ha provocado cantidad de suicidios particularmente entre las trabajadoras, sometidas a todo tipo de violaciones, sin siquiera tener derecho a denunciarlas.
Riad en 2013 inició una campaña de saudiización, profundizada a partir de noviembre de 2017, con la llegada del príncipe MbS al poder, por la que se intenta reducir la dependencia de trabajadores extranjeros y aumentar la tasa de empleo de los propios sauditas.
Los más pobres, entre los pobres
Si bien la situación de todos los trabajadores inmigrantes del Golfo es en tiempos de Pandemia todavía mucho más crítica, quizás sean los etíopes, los últimos entre los desangelados (Ver: Etiopía: La larga caravana de los invisibles.)
Se ha detectado que en los campos de concentración establecido por el régimen saudita para retener a los trabajadores migrantes, están en su gran mayoría ocupados por etíopes, expulsados de su países por las sucesivas guerras, crisis económicas y desastres naturales como sequias o inundaciones.
Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), unas 15 mil personas provenientes del Cuerno de África, Eritrea, Djibouti, Somalia, pero fundamentalmente etíopes han quedado varados por la guerra y las restricciones al desplazamiento de la población por Covid-19, en las gobernaciones yemeníes de Adén, Marib, Lahij y Saada. Se ha conocido que mucho de ellos han muerto en la frontera saudita en el fuego cruzado entre las fuerzas de seguridad del reino y las patrullas hutíes que guiaban a los trashumantes.
Poco antes de iniciarse el boqueo mundial por la Pandemia, Riad había deportado unos tres mil etíopes y estaba alistando a otros 200 mil, cuando Naciones Unidas le exigió a Riad detener la operación, ya que en ese momento, el reino ya tenía cerca de 5 mil casos, mientras que Etiopía solo había informado de 74. Según el gobierno etíope, 30 mil trabajadores regresaron del Golfo Pérsico, sin dinero, sin seguimiento médico, sin vivienda, desde el inicio de la pandemia, lo que podría haber propalado el virus, haciendo todavía mucho más critica la situación sanitaria de Etiopia, siempre al borde del desbarranco. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) estima en 500 mil los etíopes que se encontraban en el reino Saudita cuando el gobierno inició la deportación masiva, con el cómplice silencio de Primer Ministro etíope Abiy Ahmed, Premio Nobel de la Paz 2019, que ha preferido poner en riesgo a los 100 millones de etíopes, y dejar que los miles de connacionales mueran en algún desconocido punto del desierto saudita, por la remota posibilidad de que MbS pueda financiar algún emprendimiento en su país, como cualquier buen neoliberal lo haría.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.