El periodista y líder antirracista Moha Gerehou publica su primer libro «Qué hace un negro como tú en un sitio como este». A través de su experiencia personal, analiza el racismo en España durante los últimos 30 años
Moha Gerehou (Huesca, 1992) era un niño algo graciosillo, delgaducho y tranquilo cuando empezó a sentir el impacto de ser negro. Esas miradas, comentarios y diferencias conformaban piezas inconexas de un puzle que tardaría años en armar. Tenía cerca de diez años cuando se sentía «extraño» dentro de sí mismo: «Unas veces más a gusto y otras deseando cambiar de piel por encima de todo».
Aquella incomprensión de lo que entendía como «anécdotas» le empujaba a «odiarse por ser negro» y sentir cierta vergüenza de sus orígenes gambianos. A no invitar a sus amigos a casa para evitar que viesen a su familia comer de un mismo plato, algo habitual en el país de sus padres. A enfadarse con su madre cuando le hablaba en suniki frente a sus compañeros o negarse a viajar al país de su familia. Tenía, dice, «África en casa» y «Europa en la calle», pero la sociedad, de un modo u otro, le transmitía que estaba obligado a elegir, que era imposible convivir con ambas identidades.
Hasta que ese niño empezó a encajar cada una de esas «anécdotas» y puso nombre a ese gran puzle de vivencias: racismo estructural. Ante conductas racistas, dice, calló más veces de las que le hubiese gustado. Tardó en entender que «el silencio solo beneficia al que lo hace mal». Pero desde que entendió esto, nunca más se ha callado.
El periodista –que trabajaba en elDiario.es hasta hace unas semanas– y uno de los principales líderes antirracistas de España narra su proceso, sin victimismos, en su primer libro ‘Qué hace un negro como tú en un sitio como este’ (Ediciones Península). Su historia no es solo la suya, sino que la transforma en un detallado manual sobre cómo afecta a miles de personas el racismo en España, con el objetivo de ayudar a identificarlo y luchar contra esa estructura que lo sustenta.
«Perdí mucho tiempo en comprender por qué el mundo actuaba así ante un negro como yo», explica el activista. Y por eso decidió escribir este libro: «Para robarle tiempo al racismo».
En su libro, llega a decir que de niño se odiaba por ser negro y musulmán. Ahora es uno de los principales activistas antirracistas de España. ¿Cómo se desarrolla ese proceso?
Se produce una evolución muy clara respecto al término ‘negro’. En la sociedad española muchas veces es un término que está asociado a algo despectivo, a una forma de insultar. Cuando era pequeño lo sentía de esa manera, sentía que era un sinónimo de algo que estaba mal y, por lo tanto, no quería que formara parte de mi identidad. Ahora mismo es algo que reivindico con orgullo. Soy una persona negra y por ello no soy ni mejor ni peor, pero desde luego no me convierte en todas las cosas negativas que se me transmitía y con las que he crecido.
Poder despojarme de esa carga negativa que supone ser una persona negra, cuando la sociedad nos percibe como tal. He conseguido darle la vuelta. Y ahora digo: Soy Moha, soy de Huesca de origen gambiano y soy negro. Todas esas partes de mi identidad son positivas y forman parte de mí.
Profundiza en las dificultades que se encontraba al vivir con distintas identidades, que resume en la frase: «África en casa, Europa en la calle». Relata cierto agobio por culpa de esa presión de la «integración». ¿Cómo lo vivió en su infancia?
Nos pasa constantemente a quienes han llamado los «inmigrantes de segunda generación». Convives con una serie de costumbres, con una serie de formas de vida, y se nos hace creer constantemente que están enfrentadas y que tenemos que elegir una u otra.
Para mí, el problema era el hecho de que sentía que tenía que ser o una cosa o la otra, pero no podían ser las dos. Me costó muchísimo entender que ambas formaban parte de mi identidad. En el libro lo relaciono con la comida, para explicarlo de la manera más sencilla posible: muchas veces sentía que tenía que elegir entre la tortilla de patata y el arroz en salsa de cacahuete. Cuando la realidad es que los dos forman parte de mí, de mi cultura y no tengo que elegir.
Sin embargo, siempre nos transmiten que hay que elegir entre la cultura que tenemos en casa y la de la calle, a veces se produce a través de la idea de la religión, otras con la forma de comer, otras con el idioma. Esos dilemas de identidad vienen más por lo que nos imponen desde fuera, nos enseñan una dicotomía: oriente u occidente; musulmán o cristiano. Y claro, en el momento en el que naces con ambas identidades, dices «¿ahora qué hago?» Hasta que al final me di cuenta de que soy todo junto.
Y, con tanta presión, ¿cómo consiguió ese equilibrio y mantener ambas identidades?
Fue un proceso bastante largo. Me daba vergüenza que me hablaran en suniki en casa. A mí me daba vergüenza invitar a mis amigos blancos españoles a casa a comer para que no nos vieran comer con la mano a todos del mismo bol. Pero mis padres insistían porque, realmente, nada de lo que hacían era malo. Agradezco mucho que insistieran porque mantener esa cultura es lo que estaba bien.
Además, para mí ha sido fundamental crecer y entender que todo ello es una riqueza. Como cuando fui a Madrid y me vi pagando en los restaurantes senegaleses por el plato de arroz con salsa de cacahuetes y llevando a mis amigos para que lo probaran. En esos momentos en los que muestras esa parte de ti que muchas veces has ocultado, ves que la reacción es positiva. Entonces empiezan a encajar las piezas en las cuales mi identidad comienza a ser algo completo y no una suma de parcialidades. Ahí se produce el cambio.
¿Cuál es la base que provoca que esto ocurra?
España todavía no acepta su propia diversidad, de ningún tipo. Cuando tenemos diversas identidades, como en mi caso que es tan española como gambiana, se ve constantemente como una amenaza. Un ejemplo es cuando me hacen la pregunta: «¿Te gustan las mujeres blancas o negras? Te hacen estar en la constante dicotomía, tienes que elegir. Y si dices que las mujeres negras, te miran con recelo, te acusan de que solo te juntas con «los tuyos», etcétera. Si dices que las blancas, ya te miran de otra manera: «Ah, qué bien, se ha integrado y va a lo bueno». Esto es constante y se produce en muchos ámbitos. España no asume su diversidad racial ni cultural.
Con nueve años, la imagen de África tan estereotipada le influyó también a usted para negarse a viajar a Gambia cuando su padre se lo propuso. Tenía miedo de los leones, cuenta en el libro.
[Risas].
Lo que pensaba, lo que me impedía querer ir, era esa imagen del continente africano que lo describe como si fuera un único territorio. Era lo que veía constantemente en los dibujos animados, en los documentales: los animales salvajes, muchísimo calor, no hay comida, gente muy pobre… Cuando le dije a mi padre que no quería ir, en todo lo que estaba pensando era en eso.
Y, por desgracia, le pasa a mucha gente. Por eso es tan importante poner la responsabilidad en los medios de comunicación, en las películas, series… Pensamos que es inocente y no lo es. No es algo que se circunscribe sólo a mí, sino que probablemente el 90% de la población española crece con esa imagen del continente africano.
Cuenta numerosos episodios racistas vividos en España, tanto propios como de otras personas, en todos los ámbitos de la sociedad. En el colegio, en el trabajo, en la vida en pareja, con la policía… ¿Cuáles le provocaron más dolor?
Los que tenían que ver con el ámbito de la pareja. Al final, es el espacio en el que te sientes a gusto, en el que te relajas, en el que te muestras completamente como tú eres. Y, cuando ves que ese espacio también está a veces atravesado por el racismo, es muy doloroso. Te enfrentas a situaciones que tal vez no esperas porque estás con la guardia baja, por eso es tan importante ser conscientes de todo ello. Incluso en un espacio tan íntimo, el racismo tiene una forma de entrar en la manera en que tu pareja te mira, en la forma en la que el entorno os mira, en algunos comentarios… Eso te hace preguntarte «¿qué nos queda entonces para el resto de situaciones?»
Tener un incidente racista con la policía siempre entra dentro de lo esperable. En el momento en que ves un agente en los tornos del metro, y lo ves venir, ya estás preparado, pero con una situación de racismo dentro del ámbito de la pareja, no, porque estás con la guardia baja. Y ahí se produce el dolor más profundo.
Habla mucho sobre el silencio. Sobre esos momentos en los que, ante comentarios racistas, a pesar de la rabia, optaba por callar, una reflexión a menudo compartida con el movimiento feminista. Hasta que entendió que «el silencio solo beneficia al racismo». ¿Cómo se dio cuenta de ello y por qué cree que ocurría?
Reflexiono mucho sobre todos aquellos momentos en los que preferí callarme concluyendo que señalar que algo era racista iba a generar el momento incómodo, en vez de pensar que el propio comentario racista era lo que provocaba esa incomodidad. Me ha costado muchísimo entender que es así: cómo el silencio acaba beneficiando siempre a quien lo hace mal. Hubo un momento muy clave en el que un chico que me pregunta «si las personas negras desteñimos al ducharnos». Yo me quedo callado, hubo algunas risitas, caras raras… Ese silencio acaba jugando a su favor.
Esta persona probablemente se fue a su casa y ahora mismo no se acuerde de esta anécdota. Porque nadie le dijo nada, nadie le dijo que era racista. En el momento en el que cambiemos esa cultura, de que pongamos el señalamiento de una actitud racista por encima de esos silencios incómodos empezaremos a cambiar. Ese proceso interior ha venido después de hablar con gente sobre ese conocimiento antirracista que me hace identificar mejor y, sobre todo entender, que es mucho más importante señalar el racismo que callarte y mantener la impunidad.
¿Más allá de no callar, cuál es el papel de quienes presencian esas situaciones?
Lo importante es que haya una conciencia antirracista tan mayoritaria que no tenga que caer la responsabilidad de romper ese silencio solo sobre mí, sino que sea una cuestión colectiva. Si de diez personas, una dice un comentario racista, el resto lo identifique y actúe en consecuencia. Yo creo que muchas veces nos falta eso, que al final recae sobre la responsabilidad de quien sufre el racismo. Sería lo ideal.
Hay un momento clave que le empuja a dar el paso definitivo al activismo. Estaba en los alrededores de Ciudad Universitaria (Madrid). Había mucha gente en la calle y, cuenta, la Policía solo paró para identificar a «los únicos dos negros» de la zona. Usted y un amigo. ¿Qué sintió en ese momento? ¿Por qué es entonces cuando dice «basta ya»?
Ese momento vi la barrera que tenía por ser negro de una forma tan evidente… En un contexto universitario, donde la inmensa mayoría de la gente es blanca, yo me sentía como un estudiante más. Hasta que esos dos policías hacen toda una serie de suposiciones: «Eres una persona negra, pero no eres estudiante, eres extranjero, no tienes papeles». Nos ponen una barrera detrás de otra. Y nos paran. Constatar eso, verme allí con esos agentes, con gente pasando o mirando… toda esa sensación se convirtió en el catalizador para decir «hasta aquí hemos llegado».
Era universitario, piensas que allí te encuentras ya en otro «nivel» y de repente «¡pum!». La policía te recuerda que no eres un universitario, eres un negro que está en la universidad, que es distinto.
Ya inmerso en el activismo, uno de los obstáculos que, dice, más se ha encontrado el movimiento antirracista es lo que denomina en el libro el «privilegio de la prudencia».
Es uno de los de los obstáculos más recurrentes que nos encontramos y no hace falta irse lejos para encontrar ejemplos. Ahora, con el Gobierno de PSOE y Unidas Podemos, vemos que, por ejemplo, la Ley de Igualdad de Trato y No Discriminación sigue en un cajón desde el gobierno de Mariano Rajoy. Y va a seguir estando en un cajón porque parece que nunca es el momento. Y yo me pregunto: ¿Quién se puede permitir que no haya una ley que luche contra el racismo de una manera activa? ¿Quién se puede permitir que una acción antirracista se pueda posponer seis meses? ¿Quién se puede permitir que ocurra un episodio racista en un lugar y no nos pronunciamos? ¿Quién se puede permitir esa espera?
Yo no puedo esperar. Yo no puedo esperar a que la policía deje de hacer las paradas por perfil racial. No puedo esperar a que haya una regulación para que se sancione de forma clara y contundente a los caseros y a las inmobiliarias que no permitan acceder a las viviendas a los inmigrantes. Yo no puedo esperar. Y, al final, esa espera, esa «prudencia», denota un privilegio de quienes no lo viven directamente.
Los que sufrimos ese racismo directamente tenemos prisa por acabar con ello y no vamos a dejar que siga pasando tiempo. El Gobierno tiene ese privilegio de no atajar el racismo. Vox está diciendo barbaridades sobre los menores migrantes y no hace nada. Si se lo permiten, es porque al final no lo sienten como un problema suyo.
¿Cree que actualmente se mantiene esa pasividad por parte del Gobierno y la izquierda política? En este momento de campaña electoral hemos podido ver más condenas al racismo difundido por Vox tras, por ejemplo, el anuncio que atacaba a los menores migrantes. ¿El Gobierno no hace lo suficiente para atajar el discurso de la extrema derecha? ¿Qué podría hacer?
Mientras no haya una mejora con acciones para la vida de las menores migrantes tutelados, Vox y cualquier partido va a seguir atacándolos sistemáticamente. Al final, lo que permite que un partido como Vox saque rédito político del racismo es la existencia misma de ese sistema racista.
Si los menores migrantes tutelados estuvieran en un sistema en el cual se les protegiera de forma clara, podrían tener un camino mucho más sencillo para conseguir papeles, podrían tener una mayor facilidad de inserción laboral, podrían tener una mayor facilidad de realmente ser parte de esta sociedad. Y estas reivindicaciones de Vox no tendrían ningún sentido porque no habría ningún motivo para señalar.
La extrema derecha explota el racismo estructural porque les da rédito político. Y la razón de ser de partidos como Vox es la existencia misma de un racismo estructural que el Gobierno mantiene.
No va a desaparecer si no se va a las causas. La respuesta del Gobierno del PSOE y Unidas Podemos tiene que ser solucionar las causas del racismo estructural y dejar de aplazarlo. Hasta que no vaya a la raíz de los problemas, va a seguir utilizándose.
Tras ser elegido presidente de la Federación SOS Racismo, dimitió meses después. En el libro habla de las trabas que encontró para avanzar. ¿Qué pasó?
Teníamos formas diferentes de enfocar cómo tenía que ser el antirracismo. Siempre he insistido en que somos las personas racializadas las que tenemos que ser sujetos políticos y las que tenemos que ser portavoces, líderes de la lucha antirracista. Creo que todavía hay espacios donde eso no se comprende. Es cierto que desde hace alrededor de cinco años, está más naturalizado. Es más difícil, por ejemplo, encontrarse una mesa sobre racismo y que esté formado por cinco personas blancas, porque la sociedad está entendiendo que eso no tiene sentido. Sin embargo, por desgracia, aún hay organizaciones o personas que siguen ancladas en otra forma de trabajar.
Si lo único que ofreces a las personas racializadas como organización antirracista es que vengan como víctimas y ya está, no solucionas el problema, simplemente aportas una solución parcial, pero la máquina va a seguir girando. Si tú realmente lo que quieres es acabar con el racismo, lo que tienes que hacer es que las personas que entran como víctimas salgan como activistas, salgan como sujetos políticos de su propia lucha y sean parte del antirracismo.
En 2017, el 12 de noviembre las comunidades racializadas dieron un golpe encima de la mesa en Madrid, con una manifestación contra el racismo el día del aniversario del asesinato de Lucrecia Pérez. Era una de las primeras veces que una marcha contra el racismo estaba organizada y liderada por personas racializadas. Lo tildaron de «día histórico». ¿Ha marcado un antes y un después en el movimiento antirracista en España?
Hay un momento que muestra todo lo que ha cambiado desde entonces: las manifestaciones que tuvieron lugar tras el asesinato de George Floyd en toda España fueron enormes. Nunca había visto una manifestación de esa magnitud relacionada con el racismo. Lo que más me emocionó de aquella manifestación fue ver a tantas personas racializadas con los carteles en primera fila, luchando y reivindicando. Ahí fue cuando sentí que estábamos progresando.
Una imagen muy habitual de manifestaciones de hace varios años era ver a un montón de personas blancas y, de repente, cuando era el momento de leer el manifiesto se buscaba a la persona racializada que podía leerlo. Y ahora ya no hace falta, porque ya estamos ahí liderándola. Y creo que una manifestación como la de George Floyd no se puede entender sin todo ese trabajo previo.
¿Qué son los ‘Mr. Wonderful’ del racismo?
[Risas] Cuando hablo de los Mister Wonderful del racismo son las soluciones que a veces vienen con frases o dichos que quedan muy bonitas, pero no solucionan absolutamente nada del problema al que nos enfrentamos. Decir que «no vemos colores» no soluciona el problema de racismo. Hay evidencias de sobra para poder decir que uno de los factores que ayudan a que exista ese racismo es el color de piel, como puede ser también el origen. Sin embargo, hay gente constantemente empeñada en repetir mantras que no ayudan a nada.
Decir que cuando hablamos de razas «dividimos» es una idiotez gigante porque por desgracia se ha creado todo un sistema político en base a que hay una supremacía blanca y en base a que las personas afectadas estamos por debajo. Si queremos acabar con ese problema, lo primero que tenemos que hacer es reconocerlo y nombrarlo. Si no lo reconocemos, estamos muy lejos de acabar con el problema. Por eso, hay que alejarse de esos ‘Mr. Wonderful’ del racismo, esas palabras bonitas, esas frases que quedan muy bien pero que no aportan nada para empezar a proponer soluciones y acciones reales que vayan a la raíz del problema.
En el libro, su historia no empieza con su nacimiento, sino con la llegada de sus padres a España hace más de 30 años. Cuenta un momento en el que unas señoras, al ver a su padre, le piden si pueden tocarle la piel, sorprendidas de ver a una persona negra en Huesca.
[Risas]
Ahora nos reímos, pero describe el racismo que pudieron encontrarse ellos también a su llegada a España. ¿Cómo vivieron ellos el racismo? ¿Lo habla con ellos?
Una cosa común de nuestros padres –de los padres que han emigrado y tienen hijos que han nacido y crecido aquí– es el hecho de que su aproximación respecto al racismo ha sido muy distinta. En su caso, ellos tenían muy claro que venían a trabajar y tenían muy claro que no iban a levantar la voz en muchos casos. Aunque ellos las pudieran identificar como racistas, trataban de no enfrentarse en esas situaciones. ¿De dónde viene esa reacción? Muchas veces será por el peligro que conlleva. Podrían pensar: «Si acabo en un incidente con la policía, con una situación administrativa precaria, puedo acabar deportado». A ello se suman los condicionales del idioma que dificultaban generar ese empuje antirracista que, aunque se producía, se generaba de otra manera.
Pero con los hijos de aquellos migrantes es distinto. Nos sentimos como ciudadanos de aquí, de pleno derecho, y tenemos esa necesidad imperiosa de reconocimiento dentro de este país. Lo sentimos siempre que la gente no nos identifica como españoles y exigimos constantemente el reconocimiento de que somos españoles.
Nos resulta a veces complicado encontrar un reflejo en nuestros padres porque no tienen esa necesidad de reconocimiento como nosotros, porque en todo momento se reconocen como migrantes y ya está. Por eso yo he hablado muy poco con ellos sobre racismo. Las mayores conversaciones se han producido a raíz del libro.
Cuando habla de «deuda generacional», además de la responsabilidad de ayudar a su familia en Gambia o mantener un vínculo que apenas existe, explica que también siente esa responsabilidad debido a las oportunidades que ha supuesto para usted su proceso migratorio.
De una generación a otra se produce un salto brutal en muchos sentidos. Mi padre no sabe ni leer ni escribir y yo he podido ir a la universidad. Ha tenido que trabajar en el campo, en condiciones muy malas, muy precarias. Yo por suerte he podido evitar ese tipo de empleos.
Se lo debo a que saliesen de Gambia y viniesen a España, a que pasasen por todo ese proceso y se asentasen en Huesca para tratar de sacar una familia adelante. Yo también he tenido la gran suerte de que, aunque a mis padres les hubiera gustado que yo me hubiera puesto a trabajar a los 18 años, nunca me dijeron esto es lo que tienes que hacer. Yo decidí seguir estudiando y por suerte me ha salido bien. Sé que si ellos no hubieran trabajado de una manera en la cual se hubieran podido permitir que yo me fuese a Madrid a estudiar con 18 años, en vez de empezar a generar ingresos, habría tenido que ponerme a trabajar.
Por eso entiendo que mi camino no se puede explicar sin todo ese camino previo de mis padres, por haber creado las condiciones para que yo pudiera salir adelante de esa manera.
Fuente: https://www.eldiario.es/desalambre/entrevista-m_128_7871936.html