¿Por qué algunos miembros de la izquierda chillan horrorizados y gritan ‘estalinista’ cuando escuchan algo positivo sobre la Unión Soviética, China o cualquier otro país en el que un partido comunista tomó el poder? ¿Por qué ese antiestalinismo domina la izquierda solo en países con una historia de colonizadores? ¿Izquierda con características imperiales? ¿Quizás la ‘izquierda imperial’? El término anterior es mucho más amplio; aquí nos centramos en la sustancia geopolítica del ‘antiestalinismo’.
El propósito de plantear estas preguntas no es sugerir que criticar a Iósif Stalin (1878–1953) sea inherentemente racista (obviamente no lo es), sino más bien argumentar que la política de la cruzada ‘antiestalinista’ liderada por algunos en la izquierda es racista porque niega el papel histórico progresista desempeñado por la Unión Soviética en la lucha contra el colonialismo, que es la base económica sobre la que se desarrolló históricamente el racismo actual.
¿Qué es el racismo?
El racismo no es solo una herramienta del capital para dividir el trabajo (que es la definición dominante del término entre la izquierda del primer mundo); también es un arma ideológica empleada principalmente por los imperios para moldear la forma en que sus ciudadanos piensan sobre otras naciones de acuerdo con su estrategia geopolítica.
Para entender lo que esto significa, basta con ver el discurso del difunto Edward Said (1935–2003) sobre el orientalismo, o Reel Bad Arabs: How Hollywood Vilifies a People (2006, dir. Sut Jhally), un documental basado en un libro del difunto escritor libanés-estadounidense Jack Shaheen (1935–2017), que sostienen que la representación negativa de los árabes en Hollywood está motivada por intereses geopolíticos.
Asumir acríticamente, por tanto, que el antiestalinismo no está relacionado con la política exterior antisoviética/antirusa de Estados Unidos y sus aliados durante el siglo pasado es sencillamente ingenuo. En 2016 Estados Unidos vetó una resolución de las Naciones Unidas presentada por Rusia que condenaba el nazismo.
Un año anterior se estrenó una serie de televisión titulado Apocalipsis: Stalin(dir. Isabelle Clarke, Daniel Costelle)en el que se afirmaba que, dado que Iósif Stalin era georgiano, “su mentalidad es más parecida a la de un déspota de Medio Oriente”, una curiosa acusación en un momento en el que Rusia es acusada de apoyar a un “déspota del Medio Oriente” en Siria tanto por los medios de comunicación corporativos occidentales como por los antiestalinistas.
Para justificar la construcción de sus imperios, las culturas colonizadoras producen racismos de dos tipos: uno que justifica la conquista por el mero interés nacional, y otro que justifica la conquista afirmando ‘civilizar’ a las naciones conquistadas y ‘salvarlas’ de los ‘déspotas’ y los ‘dictadores malvados’ (síndrome de salvador). El antiestalinismo es comparable a este último tipo en el sentido de que anima a sus seguidores a creer que están del lado de El Pueblo™, pero ¿quiénes son exactamente estas personas?
En la guerra siria los antiestalinistas apoyan hoy el derrocamiento del gobierno del presidente Bashar al-Ásad (1965–) por “el pueblo” al mismo tiempo que afirman oponerse a las milicias armadas reales que componen el pueblo real que está intentando ese derrocamiento. El “pueblo” que se “levanta” contra un “dictador brutal” exigiendo “libertad y democracia” se ha convertido en el estribillo antiestalinista de la última década, acompañado de imágenes de turbas homogéneas de pobres víctimas oprimidas que son intimidadas hasta la sumisión por un ‘tirano’ caricaturescamente malvado, ‘opresor’, y ‘brutal’, ya sea Stalin, Mao Zedong (1893–1976), Muamar el Gadafi (1942–2011), o al-Ásad, todos ellos derivados de la caricatura ‘estalinista’ proyectada por los antiestalinistas.
Una vez más, suponer acríticamente que el antiestalinismo no está relacionado con una política exterior agresiva es ingenuo y olvidar que el racismo es una jerarquía basada en la agresiva historia del colonialismo es ahistórico.
La incapacidad de pensar de manera lógica y consecuente es la razón por la que los antiestalinistas a menudo olvidan que tienen el privilegio de vivir en un Estado que no está amenazado por otros Estados (esto incluye a los anarquistas).
Los países que consolidan su dominio pueden permitirse ser más liberales, especialmente si no se ven amenazadas por enemigos más poderosos, mientras que los países que se encuentran defendiéndose activamente de la agresión de enemigos más poderosos no pueden permitirse el lujo de adherirse a normas ‘liberales’ basadas en la premisa de un lugar privilegiado en los asuntos mundiales.
Es una píldora difícil de tragar, pero muchas de las libertades ‘liberales’ que los antiestalinistas dan por sentadas en casa se basan en una historia de ser los amos coloniales en el extranjero, y no solo debido a las luchas internas. Heredera de la memoria de una arrogante cultura colonizadora, la izquierda del primer mundo en general tiene la memoria histórica más débil de haber luchado contra una potencia colonial extranjera en comparación con los mundos socialista y poscolonial contra los que se han infligido niveles genocidas extremos de violencia durante los últimos siglos.
El relato dominante de la Segunda Guerra Mundial: ‘democracia’ versus ‘totalitarismo’
Los 27 millones de ciudadanos soviéticos que fueron martirizados en la lucha contra las potencias fascistas del Eje lideradas por Alemania en la Segunda Guerra Mundial no solo resistieron la guerra de agresión colonial más genocida de la historia de la humanidad, sino que la hicieron pedazos. Esta fue la lucha anticolonial más decisiva de la historia de la humanidad; sin embargo, si tu inmersión en el mundo del marxismo fue desde dentro del culto al antiestalinismo, no lo sabrías, y eso es porque el antiestalinismo surgió en una cultura política que trivializa esta cuestión, reduciendo la Segunda Guerra Mundial a una lucha entre la ‘democracia’ y el ‘totalitarismo’, una lucha en la que Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia lucharon contra los designios agresivos tanto de la Alemania nazi como de la Unión Soviética, derrotando a uno tras otro mientras difundían la ‘democracia’.
Esta dicotomía artificial impulsada por los intereses angloestadounidenses durante la Guerra Fría tiene fuertes raíces en el antiestalinismo de izquierda. La palabra ‘totalitario’ fue utilizada originalmente por Benito Mussolini (1883–1945) de forma favorable en 1925 para describir el orden fascista que quería construir en Italia, así que ¿cómo acabó convirtiéndose en una palabrota antiestalinista para atacar a la URSS y a Stalin?
En 1936 León Trotsky (1879–1940) utilizó la palabra tres veces en su libro La revolución traicionada para atacar a la Unión Soviética, lo que la convirtió en una invectiva habitual en el arsenal ideológico antiestalinista a partir de entonces.
Dos años más tarde, en 1938, Winston Churchill (1874–1965) utilizó el término “Estado totalitario” para referirse a “una tiranía comunista o nazi” antes de convertirse en primer ministro británico durante la guerra. Ocurrió justo después de aceptar la invasión conjunta alemana, polaca y húngara de Checoslovaquia, también conocida como la traición de Múnich, que para Stalin parecía como si los británicos estuvieran alentando la marcha de Hitler hacia el este, acercándolos mucho más a la frontera soviética.
Siguiendo el ejemplo de Trotsky, el prominente teórico antiestalinista Tony Cliff (1917–2000) en su libro La naturaleza de la rusia estalinista (1948) argumentó que el “probable programa de la oposición antiestalinista” era establecer una “democracia socialista”, y ¿a qué oposición se refería? Escribe, “el movimiento Vlásov y el Ejército Insurgente Ucraniano (UPA)”, ambos milicias que colaboraron con la invasión nazi alemana de la Unión Soviética, estos últimos cómplices de las masacres de Volinia contra polacos y judíos. Cliff cita favorablemente a estos colaboradores fascistas sugiriendo que lo que prometían era progresista en relación con el “totalitarismo estalinista” de la URSS, frase que también utilizaron dichos colaboradores.
La palabra ‘totalitario’ es útil porque no significa nada y significa todo al mismo tiempo. Es la llave que abre todas las puertas, y la puerta que se puede abrir con todas las llaves. Es cierto que tanto en la Alemania nazi como en la Unión Soviética había paso de la oca, cultos a la personalidad, propaganda del partido y exhibiciones de poderío militar con muchos saludos. ¿Eso las hace esencialmente iguales?
La Unión Soviética fomentó entre su ciudadanía un sentimiento de orgullo por estar trabajando por un mundo socialista de igualdad racial sin colonialismo ni guerras; por el contrario, el patriotismo angloestadounidense, francés y alemán está impregnado de una larga historia de justificación del colonialismo y la conquista por motivos de supremacía racial autoproclamada.
El Ejército Rojo soviético pierde la Segunda Guerra Mundial, el colonialismo continúa
La máxima dificultad a la hora de estimar la importancia de un acontecimiento histórico es la imposibilidad de saber qué habría ocurrido de no haber sido así; sin embargo, estudiando la historia del colonialismo europeo, no cabe duda de que una derrota soviética y china en la Segunda Guerra Mundial habría abierto un capítulo muy oscuro de la historia de la humanidad. Entonces, ¿qué habría ocurrido realmente si el Ejército Rojo hubiera perdido la guerra? La continuación del colonialismo es la única respuesta factible por la obvia razón de que una superpotencia explícitamente anticolonial en ciernes (la URSS) no solo habría sido derrotada sino colonizada ella misma. La ‘supremacía blanca’ nazi alemana no era simplemente ‘nacionalismo con esteroides’, como algunos en la izquierda suponen erróneamente, era un llamamiento para crear solidaridad entre las potencias coloniales del mundo, era una ofensiva alemana de ‘poder blando’ destinada a convencer a Gran Bretaña, Francia y los Estados colonizadores de poblamiento británicos de que, dado que pertenecían a la misma ‘raza superior’, no solo debían proteger, sino hacer avanzar sus ambiciones coloniales a expensas de las ‘razas inferiores’ de Asia, África y América Latina.
Las potencias del Eje—Alemania, Italia, y Japón—querían hacerse con sus propias colonias en Eurasia y África, y para ello querían que las potencias anglo-francesas se acomodaran a sus ambiciones coloniales. No es de extrañar, por tanto, que Reino Unido y Estados Unidos se mostraran indiferentes ante la posibilidad de una agresión alemana contra la URSS.
En abril de 1941, dos meses antes de la invasión alemana de la Unión Soviética, el Servicio de Inteligencia Secreto de Reino Unido, con la ayuda de fuentes polacas en Londres,1 predijo que el Ejército Rojo sería “liquidado en ocho a diez semanas”, mientras que el senador estadounidense (más tarde presidente) Harry Truman (1884–1972) fue aún más craso y cínico al afirmar el 23 de junio de 1941—un día después de la invasión alemana de la Unión Soviética—que “si vemos que Alemania está ganando, deberíamos ayudar a los rusos, y si Rusia está ganando, deberíamos ayudar a Alemania, y así dejamos que maten a tantos como sea posible”.
El colonialismo creó las condiciones para que se desarrollara el capitalismo, no al revés. Las revoluciones industriales que comenzaron en Gran Bretaña y luego se extendieron al resto de Europa noroccidental se basaron totalmente en el suministro de materias primas baratas procedentes de América, África y la India.
Esto es algo que Adolf Hitler (1889–1945) entendió muy bien cuando dijo el 10 de enero de 1942 que “la riqueza británica no se basa en las relaciones comerciales, sino en la explotación capitalista de los 350 millones de esclavos [indios]” y el 5 de enero de 1942 que los ingleses “saben que el Imperio se levanta y cae con la India”. Hitler dijo esto porque encarnaba los intereses de los capitalistas alemanes enfadados por la desaparición de su imperio colonial tras la Primera Guerra Mundial. Una importante razón militar estratégica por la que Alemania perdió la Primera Guerra Mundial es porque los británicos impusieron un bloqueo naval que causó cientos de miles de muertes por inanición.
Tras ser despojada de sus colonias después de la Primera Guerra Mundial, la moneda alemana se desplomó y desarrolló un nuevo liderazgo que puso sus miras en colonizar la Unión Soviética, especialmente las fértiles tierras de Ucrania y la ciudad portuaria de Bakú, en el mar Caspio, en el Azerbaiyán soviético, que en 1901 producía la mitad del petróleo mundial.
El colonialismo británico fue un modelo para la Alemania nazi o, citando directamente a Hitler en agosto de 1941, “lo que India fue para Inglaterra, la zona oriental [Ostraum] lo será para nosotros.” Lo que Alemania quería al colonizar la Unión Soviética puede verse por lo que los británicos ya habían hecho con la India y Australia.
Cuando los británicos llegaron a Bengala (India) era uno de los lugares más ricos del mundo y cuando se marcharon quedó reducido al lugar más pobre del mundo. Cuando los británicos obtuvieron su primera victoria en suelo indio en 1757 (la batalla de Plassey), la India representaba aproximadamente el 24% de la renta mundial, y cuando los británicos se marcharon esa cifra se redujo a un mero 4%.
Al colonizar Norteamérica y Australia, los británicos ya habían conseguido lo que Alemania quería para sí cuando invadieron la Unión Soviética. ¿Por qué las opiniones raciales de Winston Churchill eran indistinguibles de las del partido nazi? Para justificar la partición de Palestina para dar paso a “Israel”, Churchill declaró el 12 de marzo de 1937: “No admito, por ejemplo, que se haya hecho un gran daño a los indios rojos de Estados Unidos o a los negros de Australia […] por el hecho de que una raza más fuerte, una raza superior […] haya llegado y ocupado su lugar”.
Bajo el dominio británico, cualquier entidad comercial que quisiera hacer negocios con la India no tenía más remedio que entregar sus ganancias a las autoridades coloniales británicas a cambio de unos trozos de papel llamados ‘recibos de ayuntamiento’ (‘Council Bills’) que podían canjearse con el productor indio que, en última instancia, los cambiaba por rupias indias locales que procedían de los impuestos pagados por los indios al régimen colonial.
Al igual que la subjetividad del trabajador europeo no se preguntaba por qué las materias primas que procesaban sus fábricas eran de entrada tan baratas, la subjetividad del productor indio asumía que se le pagaba por sus productos en rupias indias, cuando en realidad lo único que estaba ocurriendo era la distribución desigual de la riqueza dentro de la India, reforzando así las jerarquías de castas ya existentes. Las exportaciones salían de la India sin ser pagadas, lo que provocó una deflación de los ingresos que causó hambrunas genocidas que acabaron con la vida de unos 48 millones de indios.
Los alemanes también querían Lebensraum (“espacio vital”), como lo llamaban los nazis. Querían tierras y recursos para alimentar su industria. Querían exportar a sus ciudadanos a tierras que habían sido despojadas de sus poblaciones nativas, a las que acusaban de ser ‘infrahumanas’ y ‘racialmente inferiores’.
Eso es lo
que se le habría hecho a la Unión Soviética, lo que tal vez habría
dado lugar a colonias alemanas por toda Eurasia, alemanes tomando el
sol en el mar Caspio, bebiendo cerveza y haciendo barbacoas en el
porche de su casa, y tal vez después de un siglo de limpieza étnica
y de suprimir a “los nativos” y su insurgencia, ¿tal vez
entonces empezarían a acusar a los eslavos, romaníes y judíos de
ser desagradecidos por la civilización alemana?
¿Es realmente tan difícil imaginar a los colonos alemanes de toda Eurasia presentando programas de televisión en los que hablan despreocupadamente de la necesidad de robar niños a las familias de las naciones subyugadas en nombre de su ‘salvación’?
Para la masa de la humanidad que lleva las cicatrices del colonialismo la posibilidad contrafáctica de que las potencias del Eje ganaran la Segunda Guerra Mundial se parece inquietantemente a lo que ya habían experimentado.
Por el contrario, las culturas coloniales dedican su creatividad a la ficción distópica sobre un «totalitarismo» contrafáctico en el que abunda el paso de la oca nazi, que luego se fusionan con imágenes comunistas para retratar sugestivamente a ambos como igualmente condenables.
Sin embargo, el mal no es arbitrario. Más bien es un subproducto impulsado por intereses concretos que siguen un patrón histórico.
Mientras finge oponerse tanto al fascismo como al comunismo, Occidente mantiene la orientación de la política exterior del fascismo contra la masa continental euroasiática centrada en China y Rusia.
El antiestalinismo es el colonialismo en negación
El antiestalinismo denigra a la Unión Soviética y a Iósif Stalin por construir el “socialismo en un solo país” mientras profesa la corrección de la línea de “revolución permanente” de León Trotsky que exige una “revolución mundial”. La razón por la que la “revolución mundial” fue el tema dominante en el período previo a la Primera Guerra Mundial fue que se trataba de una época en la que el mapa mundial estaba dominado por los imperios europeos.
Por lo tanto, la suposición era que si Europa se volvía socialista, el mundo entero se volvería socialista porque el mundo estaba esencialmente bajo control europeo (excluyendo América Latina, que se independizó de España y Portugal a principios del siglo XIX). Culpar del fracaso de la revolución europea después de la Primera Guerra Mundial al liderazgo del único país que tuvo éxito en una revolución de la clase obrera es un pobre sustituto para saber por qué la historia ocurrió como ocurrió.
Cuando la revolución fracasó en Alemania (el hogar del marxismo) a la política exterior soviética se le planteó un dilema, o seguir impulsando la revolución en Europa y atraerse la hostilidad armada o hacer la paz con Alemania con la esperanza de que pusiera fin a la guerra, que es lo que efectivamente prometieron los bolcheviques a sus conciudadanos agotados, cansados y hastiados de la guerra.
La vanguardia revolucionaria rusa tuvo que ceder al grito de guerra que había lanzado en primer lugar, “tierra, paz, y pan”, lo cual es imposible sin establecer relaciones estatales normales con los mismos gobiernos que Vladímir Lenin (1870–1924) había pasado décadas denunciando como imperialistas mientras llamaba a los trabajadores europeos a derrocarlos.
¿Por qué la historia no sucedió como habían predicho los socialistas europeos? La respuesta es porque sus predicciones ignoraron todas las pruebas que sugerían que el conflicto entre las naciones colonizadas y las colonizadoras era más fuerte que el conflicto entre los explotadores y los explotados dentro de las naciones colonizadoras.
¿Por qué la clase obrera europea “se iba a hacer socialista” si eso significaba que sus respectivos gobiernos nacionales perdían el control militar directo sobre los vastos recursos del tercer mundo? ¿Qué obtendría la clase obrera europea de la promesa del socialismo tras renunciar a sus colonias?
Para los trabajadores europeos, la perspectiva del “socialismo internacional” tenía un costo. En lugar de tener “nada que perder salvo sus cadenas”, para ellos era “nada que perder salvo sus colonias que subvencionan sus salarios”.
¿Cómo saben que sus salarios aumentarán si las fábricas en las que trabajan ya no pueden obtener las materias primas tan baratas como antes porque las naciones recién liberadas exigen precios más altos para poder alimentar a su pueblo hambriento? En última instancia, el propio desarrollo del capitalismo europeo se basó en la apropiación de materias primas de los países colonizados, especialmente en los trópicos, conocidos por su productividad agraria muy superior.
Que tales dilemas configuraron el pensamiento socialista europeo, especialmente en el periodo previo a la Primera Guerra Mundial, queda claro por los antecedentes de la Segunda “Internacional”, dominada por los partidos socialistas y laboristas europeos, y en la que el único país colonizado representada era la India (de ahí las cínicas comillas).
La Segunda Internacional siempre favoreció la perspectiva de la “revolución mundial” a través de Europa, pero cuando llegó la oportunidad de unir a la clase obrera europea contra la Primera Guerra Mundial, estos socialistas europeos, al apoyar a sus respectivos gobiernos, hicieron exactamente lo contrario, contribuyeron a la guerra más sangrienta que la historia había presenciado hasta entonces. ¿Por qué? La respuesta se remonta a la realidad de que muchos de ellos querían el socialismo y el colonialismo, es decir, una distribución más justa de la riqueza saqueada.
En el congreso de Stuttgart de 1907 se presentó una moción en la que se pedía al congreso que no “rechazara en principio y para siempre toda política colonial” basándose en que “pueda tener un efecto civilizador bajo un régimen socialista”—la moción fue derrotada, pero la votación fue ajustada, con 108 votos a favor y 127 en contra. Dado que a las naciones se les asignaba un número de votos en función del tamaño de su población, la delegación rusa encabezada por Lenin, al utilizar sus 20 votos para oponerse a la moción, se puso del lado del mundo colonizado, sentando así un precedente político para futuros gobiernos rusos que votaran en la misma línea geopolítica.
Comentando la moción dos meses después del congreso, Lenin señaló que quienes defendían el colonialismo eran ciudadanos de regímenes colonizadores, es decir, “Estados que habían contagiado un poco incluso al proletariado la pasión por la conquista”, no simplemente para reprenderlos, sino para argumentar que “la amplia política colonial llevó al hecho de que el proletario europeo se encuentra en parte en una posición en la que no es su trabajo el que sostiene a toda la sociedad, sino el trabajo de los nativos coloniales casi esclavizados”.
El lado procolonial del debate imaginaba un “socialismo” que se construiría sobre la riqueza robada del mundo colonizado. Uno de los delegados, Eduard David (1863–1930), del Partido Socialdemócrata de Alemania, se sinceró al afirmar: “Europa necesita colonias. Ni siquiera tiene suficientes”, y en respuesta a la sugerencia de Karl Kautsky (1854–1938) de ofrecer ayuda económica a los “pueblos atrasados”, Henri van Kol (1852–1925), del Partido Socialdemócrata de los Trabajadores neerlandés, dijo: “Si llevamos una máquina a los salvajes de África Central, ¿qué harán con ella? Tal vez bailen una danza circular a su alrededor […] tal vez nos maten a palos o incluso nos coman”, y mientras decía estas cosas, sus partidarios vitoreaban. Dado este contexto histórico, no es de extrañar que Alemania produjera el nazismo tras ser despojada de todas sus colonias después de la Primera Guerra Mundial, sobre todo teniendo en cuenta que ya existía un precedente de alemanes que se autodenominaban “socialistas” mientras justificaban la dominación colonial.2
Lenin concluyó: “La burguesía inglesa, por ejemplo, extrae más ingresos de decenas y cientos de millones de la población de la India y sus otras colonias que de los trabajadores ingleses. En tales condiciones se crea en ciertos países la base material y económica de la infección del proletariado de uno u otro país por el chovinismo colonial” (la cursiva del autor). En este caso, el ‘chovinismo colonial’ se ajusta a la definición de racismo ofrecida anteriormente, a saber, que es la forma en que se socializa a los ciudadanos del imperio para que piensen en otras naciones de acuerdo con su estrategia geopolítica.
Lo que hay que conceder honestamente al campo antiestalinista es que sus puntos de vista tienen, en efecto, una conexión con el pensamiento socialista europeo primitivo, que a pesar de sus brillantes ideas, estaba al final limitado por la subjetividad de la clase obrera europea.
Desde la perspectiva del trabajador europeo, los enormes beneficios amasados por su burguesía nativa aparecían subjetivamente como riqueza que se extraía únicamente de su trabajo, sin embargo, esto ignoraba la cuestión de por qué las materias primas a las que ellos, como trabajadores, añadían valor eran de entrada tan baratas. Dado que la subjetividad de la clase obrera europea nunca tuvo interés en plantearse esa cuestión, el pensamiento socialista europeo de los primeros tiempos describía el desarrollo del capitalismo como algo que surgía del feudalismo, es decir, de las luchas de clases internas de Europa, y que luego se expandía a través de la conquista armada para crear salidas, primero para las mercancías y luego para el capital.
Esta subjetividad eurocéntrica puede observarse en el Manifiesto del Partido Comunista (1848) de Karl Marx (1818–1883) y Friedrich Engels (1820–1895), que presenta el capitalismo como algo que se extiende uniformemente desde los centros imperiales de Europa a las naciones que colonizaron, afirmando que “[l]a burguesía [la clase capitalista europea] […] [o]bliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza” (la cursiva es del autor).
Estos primeros supuestos ayudan a explicar el análisis del colonialismo británico en la India al que llegó Karl Marx en 1853, cuando era periodista del New-York Tribune. Según Marx, la consecuencia involuntaria de la “miseria infligida por los británicos en Hindostán” era que, al destruir el antiguo orden social, estaban creando las condiciones necesarias para que se desarrollara el capitalismo. La política británica, según Marx, “disolvió estas pequeñas comunidades semibárbaras y semicivilizadas [en la India] haciendo saltar por los aires su base económica, y produjo así la mayor y, a decir verdad, la única revolución social de la que se ha tenido noticia en Asia” (la cursiva es del autor).
Aquí es donde Marx se equivocó. Malinterpretar la relación entre el imperio capitalista más poderoso de su época (Gran Bretaña) y su colonia más rentable (India) es esencialmente malinterpretar el imperialismo, especialmente dado el enorme tamaño de la población india y la magnitud de su papel en el auge económico del colonialismo europeo tardío.
En Gran Bretaña la destrucción del antiguo orden social, concretamente las leyes de cercamiento que privaron a los campesinos del acceso a las tierras comunales, obligándoles así a no tener nada que vender salvo su propio trabajo, creó las condiciones para el capitalismo al crear la clase obrera.
Marx creía que un proceso similar de destrucción creativa estaba en marcha en la India, sin embargo, tal creencia se basaba en un supuesto que necesariamente debe ser falso para que el imperialismo exista conceptualmente, a saber, el supuesto de que los frutos de las clases trabajadoras de la India se reinvertirían en la India.
Los funcionarios coloniales británicos supieron que esto era falso poco después de ganar su primera batalla en suelo indio en la batalla de Plassey (1757), que les dio el control de Bengala, una de las regiones comerciales más ricas del planeta. En 1789 John Shore (1751–1834), un funcionario colonial que más tarde llegaría a lo más alto como gobernador general, declaró en un informe: “la Compañía [Británica de las Indias Orientales] son comerciantes y soberanos del país. En el primer caso, acaparan su comercio; en el segundo, se apropian de sus ingresos” (la cursiva es del autor). Se trataba de “libre comercio” en el verdadero sentido de la palabra, porque los británicos adquirían bienes físicos de la India sin pagar por ellos, lo que los convertía en “gratuitos”.
Que el colonialismo británico estaba drenando la India para alimentar su desarrollo capitalista es una teoría anterior al marxismo; de hecho, el respetado historiador marxista indio Irfan Habib (1931–) sugiere en su capítulo “Marx’s Perception of India” (en Essays in Indian History: Towards a Marxist Perception, 1995) que Marx obtuvo la idea del ‘drenaje’ de Dadabhai Naoroji 1825–1917), uno de los intelectuales más destacados del movimiento anticolonial indio.
Aunque Lenin y Naoroji estaban del mismo lado geopolíticamente, analizaban la economía del imperio de forma diferente. Lenin conceptualizaba los imperios europeos como ‘exportadores de capital’ a sus colonias, y aunque ciertamente esto ocurría, no era el mecanismo fundamental por el que los imperios coloniales europeos se enriquecían. Lenin escribe que “la exportación de capital influye en el desarrollo del capitalismo en los países de destino, acelerándolo extraordinariamente”. ¿Por qué en ese caso no “aceleró el desarrollo del capitalismo” en la India como lo hizo en las colonias de poblamiento británicas?
Aquí Naoroji demostró que había que distinguir entre dos tipos de ‘colonias’ británicas: por un lado, la India estaba siendo saqueada al no ser remunerada por sus exportaciones (que eran muy superiores a las importaciones), mientras que, por el contrario, los regímenes coloniales de poblamiento como Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda eran receptores de inversiones de capital e importaban mucho más de lo que exportaban.
La respuesta es que cuando las colonias de poblamiento británicas recibieron préstamos (es decir, exportación de capital financiero) de Gran Bretaña se les permitió conservar sus ingresos de exportación con los que pagaron sus préstamos, mientras que a la India se le robaron sus ingresos de exportación para empezar, lo que significa que pagar los préstamos británicos solo podía ser posible con drásticos recortes genocidas del consumo interno. O como Naoroji señaló en 1901: “…la propia riqueza de la India británica sale de ella, y luego esa riqueza vuelve a ella en forma de préstamos, y para estos préstamos la India británica debe encontrar mucho más para los intereses”.
Naoroji no fue el primer economista indio en exponer la economía del imperialismo. En agosto de 1841, antes de que Marx publicara ninguna de sus obras económicas, un escritor nacionalista indio, Bhaskar Pandurang Tarkhadkar (1816–1847), escribió en el Bombay Gazette (dirigiéndose a los británicos): “nada ha drenado tanto la riqueza de la India como su comercio”, lo que pone de relieve el punto clave aquí: el imperialismo consiste fundamentalmente en establecer relaciones comerciales favorables para el imperio y sus vástagos coloniales de poblamiento a expensas de las colonias ‘saqueables’.
Ragnar Nurkse (1907–1959), uno de los fundadores de la disciplina de la economía del desarrollo, preguntó en 1954: “¿por qué, por ejemplo, en los años veinte Canadá, Australia y Nueva Zelanda, con industrias propias ya bastante desarrolladas y con una población conjunta de solo 17.4 millones de habitantes, importaban el doble de productos manufacturados que la India, con sus 340 millones de habitantes?”. La respuesta es que estos regímenes coloniales de poblamiento no habrían sido posibles sin la inversión británica, que no habría sido posible sin la cinta transportadora de materias primas “gratuitas” que llegaban a Gran Bretaña desde la India y que alimentaron la revolución industrial, generando así el capital financiero que amplió la producción cuando se exportó a los regímenes coloniales, pero redujo el consumo cuando se “exportó” a la India.
En 1881 las opiniones de Marx habían cambiado y había adoptado esencialmente la ‘teoría del drenaje’. En una carta al economista ruso naródnik [populista] Nikolái Danielson (1844–1918), Marx escribió: “lo que obtiene [los ingleses de India] a cambio de nada […] ¡Todo esto ya equivale más que todo el ingreso de los 60 millones de trabajadores agrícolas e industriales de la India! ¡Es un proceso de hemorragia que debe ser vengado!” (la cursiva es de Marx).
En el espacio de 24 años Marx había pasado de pensar que los británicos estaban creando el capitalismo en la India a través de un proceso destructivo, a reconocer que había un “proceso de sangrado” sinónimo de destrucción de capital, no de acumulación que era estructuralmente imposible en condiciones de colonización.
El colonialismo garantizó a Europa noroccidental el suministro de materias primas procedentes del mundo colonizado que no tenían en cantidades suficientes dentro de sus fronteras nacionales y sin las cuales el capitalismo europeo no habría sido posible.
Los suministros elásticos de materias primas procedentes de lo que ahora se llama el tercer mundo son la base sobre la que el colonialismo europeo se alzó con el poder. De hecho, según Trotsky en 1930, “La división mundial del trabajo, la subordinación de la industria soviética a la técnica extranjera, la dependencia de las fuerzas productivas de los países avanzados de Europa respecto a las materias primas asiáticas, etc., etc., hacen imposible la edificación de una sociedad socialista independiente en ningún país del mundo” (la cursiva es del autor).
Lo que Trotsky insinúa sin afirmarlo explícitamente es que Europa no puede tener socialismo sin el modelo de comercio establecido por el colonialismo. Esto, por admisión, solo es cierto para los “países avanzados de Europa” (una referencia a Alemania, Francia y Gran Bretaña principalmente), porque son los que tienen una “dependencia de […] las materias primas asiáticas”, no se aplica a los países de donde proceden esas materias primas “asiáticas” u otras partes del mundo ricas en recursos similares, donde el “socialismo en un solo país” sería, por tanto, totalmente posible suponiendo que puedan adquirir la tecnología necesaria.
Si la historia sucedió como sucedió por una razón, entonces en el siglo XX, el conflicto entre el capital y el trabajo en las naciones colonizadoras resultó ser más débil que el conflicto entre los colonizadores y los colonizados. Como dijo Lenin cuando discutía la cuestión nacional, “las masas votan con los pies” y en el caso de la Europa de la Primera Guerra Mundial, las masas votaron con sus imperios, mientras que las masas de Asia y África votaron para quitarse el imperio de encima.3
Rusia, tecnológicamente el más débil de los imperios coloniales, era el que más se parecía a las masas colonizadas en cuanto a los miserables niveles de vida de la mayoría de su población. Para Trotsky “la dependencia de la industria soviética de la tecnología extranjera” también hacía imposible el socialismo en Rusia, pero la Unión Soviética demostró que Trotsky estaba equivocado, no solo al derrotar la mayor invasión de la historia de la humanidad, sino al convertirse en una superpotencia tecnológica por derecho propio, pionera en los viajes espaciales y las comunicaciones por satélite, los cimientos de la era moderna de la información, y que cedió gran parte de su tecnología al mundo poscolonial, rompiendo así la hegemonía tecnológica conquistada por el colonialismo europeo.
El antiestalinismo es lo que fue del marxismo tras un siglo de endogamia ideológica dentro de una cámara de eco eurocéntrica sin ser rejuvenecido y hasta cierto punto corregido por la crítica poscolonial.
A pesar del análisis erróneo de Marx, él apoyó la rebelión india contra el dominio británico en 1857, con lo que estableció un importante precedente de apoyo a los movimientos anticoloniales dentro del discurso socialista europeo.
Del mismo modo, a pesar del error teórico de Lenin, este dirigió firmemente la política exterior soviética hacia el apoyo a la liberación nacional del tercer mundo, lo que finalmente llevó a muchas décadas de relaciones comerciales y de ayuda mutuamente beneficiosas entre la Unión Soviética y el mundo poscolonial, y mejoró así la vida de la mayoría mundial, aunque dicha mejora sea indetectable para los antiestalinistas que viven en países del primer mundo que se beneficiaron del colonialismo.
El antiestalinismo es también una reacción alérgica eurocéntrica a las tradiciones políticas que dominan la izquierda en el tercer mundo. Aunque los antiestalinistas no estén de acuerdo con el “estalinismo”, al menos deberían admitir que, a escala de los partidos marxistas de todo el mundo, su obsesión por llevar a cabo esta cruzada antiestalinista es irrelevante para la mayoría de los que se autodenominan comunistas en todo el mundo.
Cuando una palabra que describe una ‘abstracción’ se manifiesta en una realidad ‘concreta’, el significado de la palabra se niega parcialmente por la sencilla razón de que la realidad imperfecta nunca puede estar a la altura del ideal imaginario, por lo que, al igual que la segunda venida de Cristo, el “socialismo real” para los antiestalinistas nunca llegará.
Jay Tharappel es doctorando en la Universidad de Sydney (Australia). Ha sido una voz destacada contra el capitalismo y el imperialismo, y a favor de un sistema basado en la necesidad de justicia socioeconómica. Es autor de numerosos ensayos y comentarios disponibles en Internet, y cada vez más presente en FRN.
Nota del traductor: este artículo se escribió en dos partes (20 julio 2018, 11 agosto 2018) para Fort Russ News, ahora extinto. Dado el formato del medio, el artículo no incorporó ni notas de pie de página ni hipervínculos (salvo uno). Para facilitar el corroborar las citas, he agregado—con el permiso del autor original—algunas notas de pie de página e hipervínculos. “La cursiva es del autor” quiere decir de Tharappel. También he traducido de los idiomas originales las citas que no estaban originalmente en inglés.
Notas:
1 El artículo original atribuye esta cita erróneamente a Edward Frederick Lindley Wood (1881–1959).
2 A finales del siglo XIX y principios del XX era común en Europa que los partidos fueran llamados “socialdemócratas” cuando en realidad abrazaban una política socialista. El Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (al que pertenecía Lenin) es un ejemplo típico.
3 La única fuente para esta cita viene—como indica el hipervínculo—del político húngaro Béla Fábián (1889–1966) que la referenció en un artículo de 1954. Es posible (incluso probable) que no sea una cita verdadera, aunque también aparece en el libro Settlers: The Mythology of the White Proletariat de J. Sakai.
Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la traducción.