El problema de unos jueces que han renunciado a toda apariencia de imparcialidad es que acaban por olvidarse del derecho y, seguros de su impunidad, dejan de decidir como órganos de la administración de justicia.
A veces el idioma descansa sobre asunciones éticas. Una de ellas es la de que quien está por encima de los demás disfruta de esa posición por sus méritos. De esa forma nuestra lengua confunde a veces lo excelente con lo poderoso, por mucho que siglos de historia demuestren lo contrario. Es lo que sucede con el adjetivo supremo, que usamos para referirnos a algo sublime, elevado o sobresaliente, cuando en realidad solo define una posición jerárquica de superioridad.
La prueba más evidente la tenemos en el Tribunal Supremo. No se llama así porque esté compuesto por los mejores juristas, sino simplemente porque está por encima de todos los demás. El supremo es el tribunal que tiene la última palabra, no por la excelencia de sus miembros sino porque es el último. No tiene, para cuestiones judiciales, a ningún otro por encima y su criterio, por tanto, se convierte en definitivo.
Esa función que se le asigna es también una enorme responsabilidad. Tanta, que tendría sentido nombrar para un tribunal tan decisivo a los mejores juristas. Sin embargo, ni la ley ni nuestros usos políticos, llevan a que sea así. Para convertirse en miembro del Tribunal Supremo español no hace falta pasar un examen. Ni siquiera unos méritos especiales o ser el más antiguo en la carrera. Nada de eso. Es un tribunal elegido discrecionalmente; es la manera técnica de decir que se nombran a dedo. El CGPJ, un órgano compuesto por representantes de los grandes partidos políticos, puede nombrar para el Supremo al juez o jurista que quiera, con el único requisito de que lleve unos años en su trabajo. De entre los miles de candidatos posibles, el Consejo nombra a cualquiera. No voy a ahondar en la red de intercambio de favores, amiguismos y control político que esto implica, porque la persona que me lee no es tonta y se lo puede imaginar. El caso es que nada invita a que sean elegidos los mejores.
Pese a ello, en el mundo del derecho pervive desde antiguo un respeto, no falto de admiración, por el Tribunal Supremo. Tiene cierto fundamento, en la medida en que tradicionalmente los magistrados de ese órgano cuidan la calidad de sus decisiones. Históricamente, hay sentencias del Supremo que son auténticos manuales de derecho. Sin embargo, es algo que está desapareciendo. Más aún, a la vista de los últimos acontecimientos, uno diría que el propio Tribunal Supremo, y en especial su Sala Segunda, se está empeñando en que todos le perdamos el respeto. Los miembros de esta Sala, metidos en una pelea personal contra el independentismo catalán y el Gobierno de izquierdas, se han convertido en auténticos actores políticos. Tan exaltados que no solo toman decisiones políticas sino, sobre todo, decisiones técnicamente muy malas.
Tuvimos un ejemplo con la decisión de no aplicar la ley de amnistía a los líderes del procés, argumentando que montaron el referéndum independentista con el único ánimo de enriquecerse y que la independencia, de completarse, afectaría a las finanzas europeas. Ahora, en la senda del disparate, acaban de elevar al Tribunal Constitucional uno de los autos de planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad más ridículos y peor fundamentados de la historia de nuestro país. Y créanme, la competencia es dura.
El tribunal ha aprovechado un asunto menor para preguntarle al Constitucional si la ley de amnistía es conforme o no a nuestra ley suprema. Hasta ahí, nada que objetar. Sin embargo, lo ha hecho con un auto de cincuenta páginas redactado en tono mitinero y jurídicamente disparatado. Hasta un punto que produce auténtica vergüenza ajena.
El auto se refiere reiteradamente a los líderes independentistas catalanes como “golpistas” y a los sucesos de octubre de 2017 como “intento de golpe de Estado”. Lo peor no es que sea una opinión zafia y política, sino que lo escribe la misma sala que rechazó condenarlos por rebelión (o sea, por dar un golpe de Estado) y sólo los condenó por sedición, por sus actos de desobediencia civil. Da igual, porque ese auto no está escrito para el Tribunal Supremo, sino para el público en general. Han intentado hacer un panfleto que se pueda usar en la barra de cualquier bar para atacar a Pedro Sánchez y para ello han bajado el tono hasta unos límites esperpénticos. Pero si la manera en que está redactado este auto da pudor a cualquier jurista, su fondo haría suspender la asignatura de Derecho Constitucional a cualquiera de sus redactores.
Los magistrados de nuestro Tribunal Supremo son, tradicionalmente, unos ignorantes en la disciplina del derecho constitucional. Es algo que apenas estudiaron en su oposición y que han mirado siempre como una rama menor del derecho positivo, casi como la filosofía. Así que cuando se adentran en ese mundo difícilmente dicen nada sensato. Podrían haber intentado leer algo, pero se ve que en el Tribunal Supremo no hay biblioteca, porque incluso dicen que no han encontrado a ningún jurista que escriba a favor de la ley en cuestión, poniendo en evidencia su propia ignorancia. Decenas de profesores y catedráticos de derecho constitucional se han pronunciado en este sentido.
Sus argumentos contra la ley de amnistía están tan mal construidos que pueden ser desmontados en minutos por cualquier estudiante serio de derecho constitucional. Dicen que la ley atenta contra la igualdad, y lo hacen comparando quien tira un adoquín por la independencia y quien lo hace por otro motivo. Sin embargo, el principio de igualdad sólo es de aplicación a situaciones iguales. Con un mínimo de conocimiento técnico habrían podido impugnar la proporcionalidad del sacrificio de la seguridad jurídica, que es a lo que realmente se refieren. Los magistrados argumentan de manera tan burda que no se dan cuenta de que el problema al que aluden no es la igualdad, sino la opción legislativa de eximir puntualmente el cumplimiento de la ley. O sea, una cuestión de proporcionalidad entre el bien perseguido (recuperar la paz social) y el sacrificio impuesto (a la seguridad jurídica). Para argumentar de esta manera habrían tenido que estudiar un poco, pero se ve que creen que la argumentación constitucional se parece más a un borracho dando voces en la cena de Nochebuena que a un trabajo técnico de razonamiento.
El otro gran argumento del auto es que hay independentistas que han dicho que “lo volverán a hacer”. Evidentemente, la validez constitucional de una ley no depende de lo que haya dicho nadie en un mitin. Si querían atacar la regularidad constitucional del fin perseguido por la ley de amnistía habrían debido argumentar acerca de la reconciliación como concepto, de la afección de los catalanes al Estado y de la idoneidad de las medidas de la ley para alcanzar esos fines. De nuevo, algo mucho más complicado.
Ningún jurista español puede leer ese auto y mantener un mínimo respeto intelectual por nuestro Tribunal Supremo. Sus magistrados lo saben, pero han decidido sacrificar la autoridad intelectual de su órgano judicial en aras de la militancia política. El problema de unos jueces que han renunciado a toda apariencia de imparcialidad es que acaban por olvidarse también del derecho y, seguros de su impunidad, dejan de pensar y decidir como órganos de la administración de justicia. Siguen siendo el Supremo, pero ya no tienen ni un mínimo de excelencia como jueces.