«En ningún caso se puede caer en la tentación de mantener en los 18 la edad mínima para votar por miedo a que los y las adolescentes tiendan a la ultraderecha», escribe Noelia Isidoro. Antes de rebajarla, en cualquier caso, propone «extender la cultura democrática».
En la mayoría de ocasiones, entre los 16 y los 18 no hay dos años, hay un mundo. No es lo mismo la efervescencia adolescente que la juventud recién estrenada. Tal y como está estructurado el sistema, llegar a los 18 implica haber tenido el derecho de formarse y eso, que sigue sin ser ningún ascensor social si se piensa exclusivamente en el ámbito educativo, supone haber empezado a tomar decisiones sobre cómo queremos ser y, ampliando la mirada, en qué sociedad queremos que suceda.
Hay bastante cinismo al hablar de la adolescencia sin escucharla. Sucede un poco como con la vejez y con cualquier franja de edad que molesta. Casi todo el mundo sonríe al ver a un bebé en el metro, se alegra si se encuentra a una clase de infantil atendiendo en un museo, pero elige cambiarse de vagón cuando entra un grupo de adolescentes. Esa molestia y esa falta de empatía con la que se los mira no se soluciona otorgándoles el derecho al voto mientras se les niegan por sistema otros, como el derecho a estudiar Formación Profesional en centros públicos o el derecho al ocio sin consumo. No sucedió solo durante la pandemia; la crítica a la chavalada que puebla los parques por las tardes o pasea por los centros comerciales los fines de semana se mantiene aun sin epidemias. Quizá tenga que ver con que los y las adolescentes nos colocan en un sitio que no nos termina de gustar, el de existir sin recursos propios.
¿Justifica lo anterior dejarles sin derecho a elegir representantes políticos? No, pero sucede como con las personas ancianas, se les pide el voto cada cuatro años sin considerar siquiera sus demandas. Al seguir los debates en redes sociales estos días, parece que el argumento estrella de quienes defienden rebajar la edad del voto a los 16 es que con esa edad ya se puede trabajar. Está claro que si alguien tiene una jornada laboral debería poder elegir a quienes la legislan. Sin embargo, igualar a la baja no puede ser el objetivo de la izquierda. Tener ambición cuando se gobierna debería pasar por considerar irresponsable el mantener legalizado el trabajo de menores. Medidas como esta, que se sueltan como globos sonda cuando se detiene la actualidad en días festivos, son entretenimiento para hoy y hambre de mañana.
Ese mañana pasa por un futuro de personas responsables, algo difícil de conseguir cuando las redes y sus “me gusta” nos mantienen cada vez más atadas a la moral del premio y del castigo. La rapidez no juega tampoco a favor en la toma de decisiones de forma meditada y el meme del “jaja, mucho texto” describe bien la falta de tiempo –y hasta de ganas– de reflexionar. Ahora bien, esto que se achaca siempre a la adolescencia como si fuera su rasgo distintivo no es ni mucho menos exclusivo de esa franja de edad.
Ayuso barrió en las elecciones sin programa electoral, usando solo la palabra “libertad” en las cartas que remitió el PP a la ciudadanía madrileña. A Ayuso la votaron los padres de quienes ahora aún no tienen derecho al voto. Esos adultos con los que antes no se hablaba de política, pero que ahora están a veces tan infantilizados que empezaron a ponerse como si nada pulseritas de banderas rojigualdas y han terminado quitándose los filtros; a cara destapada, muestran con orgullo ideas racistas, homófobas y machistas. El fascismo cuenta con validez legislativa, dinero público y presencia abrumadora en redes sociales. Planteamientos que parecían desterrados, pulsiones que no se toleraban en las democracias desde hacía décadas, ahora son directamente lemas escuetos de partidos políticos.
De hecho, uno de los problemas de los que adolecemos en el mundo adulto es confundir la eficacia con la rapidez y la sociedad con un mercado. Hablamos de “gestionar” los problemas, “compramos” argumentos cuando estamos de acuerdo en algo y a veces desearíamos tener una tecla x2 para acelerar la vida, haciendo equilibrios entre el tedio y el fomo. En esta situación, parar para pensar es casi un espejismo. Dudar, un defecto grande. Sin embargo, sabemos por experiencia que la democracia se resiente cuando faltan las ideas.
Además de referencias faltan referentes. Mientras que TikTok presenta como aspiracional la vida de los criptobros y blanquea la corrupción de personajes como Jesús Gil, la izquierda parece haber renunciado de antemano al público con el que, sin duda, necesitaría contar si bajara la edad mínima para poder votar. Conocemos que partidos como Vox invierten sin pudor dinero en redes igual que sabemos que las personas a quienes siguen los y las adolescentes no aparecen en los medios de comunicación tradicionales. Esa desconexión no muestra solo una brecha generacional, sino que revela dos cuestiones: por un lado, otra vez, el desinterés por el público más joven. Por otro, la falta de compromiso por parte de personas que sí influyen en esa audiencia y construyen a día de hoy su capital económico y social gracias a su apoyo incondicional. Artistas, deportistas e influencers suelen renegar de hablar de política. Si acaso, juegan con frases manidas en momentos puntuales, como pasó con la dana, por ejemplo, pero sin perder de vista que el compromiso cívico incomoda y no sale tan rentable como promocionar productos desde una supuesta neutralidad.
La futbolización de la política ha llevado a posicionarse en trincheras en las que se funciona por eslóganes, frases que sirven tanto para estados de WhatsApp como para pancartas en manifestaciones, pero aturden el espíritu crítico y favorecen la simplificación hasta el absurdo de una realidad cada vez más compleja. En este panorama, en el que se enturbia sin pudor el derecho a la libertad de expresión hasta dejarlo reducido al derecho a difundir mentiras, es fácil entender que ampliar la edad para que menores puedan votar no es ni mucho menos ampliar la democracia.
El CIS certifica mes tras mes la derechización de la juventud. Tal vez la idea de la ministra de Infancia y Juventud sea intentar el acercamiento a esta franja de edad desde esta propuesta institucional. En ningún caso se puede caer en la tentación de mantener en los 18 la edad mínima para votar por miedo a que los y las adolescentes tiendan a la ultraderecha. Lo que no tiene ni pies ni cabeza es plantear esta medida sin extender previamente la cultura democrática y eso pasa necesariamente por implementar acciones que paren de forma efectiva la difusión de bulos, también en los parlamentos, por frenar la derechización de reformas sociales y económicas y atreverse a impulsarlas sin miedo.
No hay cultura democrática cuando la corrección política se cae a pedazos mientras crece la autocensura en la izquierda cada vez que se concede espacio y tiempo de escucha a discursos de odio, a planteamientos acientíficos, a informaciones sesgadas difundidas con un lenguaje cada vez más belicoso, tan emocional que evita la posibilidad de razonar. Quizá lo que tengamos no sea tanto miedo a que voten quienes tienen 16 años, sino a que lo hagan como quien asiste a las gradas de un partido de fútbol. Urge conocer el terreno antes de lanzar medidas como quien dispara balones fuera y tratar con honestidad a la adolescencia. Urge, vaya, hacer política adulta.
Fuente: https://www.lamarea.com/2025/04/22/adolescentes-miedo-a-que-voten-como-sus-padres/