Israel opera desde hace décadas como el principal instrumento del imperialismo norteamericano en Medio Oriente. Pero no ejerció ese rol desde su nacimiento, sino al cabo de un proceso de mutación muy enlazado con los cambios geopolíticos internacionales.
Inicialmente preservó su sintonía de origen con Gran Bretaña y desenvolvió una estrecha relación con Francia, que estaba embarcada en la guerra de Argelia. Para afianzar esa batalla en el mundo árabe, París se aproximó a Tel Aviv, suministrando aviones y el primer arsenal atómico. Con ese padrinazgo belicista aspiraba a contrarrestar su acelerado declive imperial.
La mayor aventura de esa intentona fue la intervención militar francesa contra Egipto, en alianza con Inglaterra y sociedad con Israel. Los tres ejércitos invadieron Suez y el Sinaí para penalizar la nacionalización del Canal, que el gobierno nacionalista de Nasser había dispuesto, en represalia al boicot occidental a la financiación de la represa de Asuán.
Los invasores consiguieron un rutilante triunfo militar, que inmediatamente desembocó en un fracaso político, cuando Estados Unidos rechazó a viva voz el operativo. El presidente Eisenhower objetó el carácter inconsulto del ataque, amenazó con sanciones económicas e hizo valer su status de potencia mundial dominante, a los alicaídos imperios anglo franceses. Forzó el retiro de los agresores, que aceptaron su papel subordinado y el ocaso definitivo de su vieja gravitación imperial.
También la Unión Soviética exhibió su nueva incidencia internacional al tomar partido por Egipto. Ese alineamiento reforzó el retiro anglo-francés y acentuó el empoderamiento de Nasser, como una figura triunfante en el mundo árabe. Las dos grandes potencias -que habían tenido poca participación en el devenir del Medio Oriente- se transformaron a partir de lo ocurrido en 1956, en las fuerzas determinantes de la región.
EL PADRINAZGO ESTADOUNIDENSE
Israel perdió la apuesta militar inmediata de Suez, pero fue descubierto por Estados Unidos para cumplir su rol de apéndice estratégico. El Pentágono captó rápidamente la conveniencia de armar a un gendarme, que había demostrado en dos guerras su capacidad de acción. El Departamento de Estado notó que el sionismo podía transformarse en el gran servidor de Occidente, frente a la ascendente ola del nacionalismo árabe (Hanieh, 2024). Reunía todas las condiciones para contrarrestar esa marea y contaba con múltiples herramientas, para socavar los proyectos progresistas de unidad federativa, que auspiciaban los gobiernos de Irak, Siria y Egipto (Ajl, 2024).
Como esas iniciativas incluían algunas vertientes radicales próximas al socialismo, Estados Unidos detectó en Israel el instrumento contrarrevolucionario ideal, para apuntalar la guerra fría contra la URSS. La militarizada sociedad israelí ofrecía una amplia gama de opciones bélicas, que Washington auspició para preservar el capitalismo dependiente en el Medio Oriente.
La guerra de los Seis Días confirmó esas evaluaciones y se transformó en el punto inflexión de la relación americano-israelí. La furibunda derrota militar que Tel Aviv propinó a sus vecinos en 1967, convirtió definitivamente al país, en el brazo extendido de Estados Unidos en la región.
El alto mando sionista consultó y solicitó la aprobación del Pentágono para ese operativo y su exitoso resultado, disipó las ultimas resistencias del establishment de Washington hacia el nuevo subordinado. El presidente Johnson abandonó las prevenciones de Kennedy hacia esa alianza y aprobó la transferencia de tecnología nuclear a Israel. A partir de allí quedó forjada una simbiosis, que escaló hasta la extraordinaria familiaridad actual (Khalidi, 2024: cap 3).
AFINIDADES EN MÚLTIPLES PLANOS
La alianza con Washington fue promovida por la cúpula sionista desde el propio establecimiento del Estado Israel, cuando Ben Gurion percibió el declive británico y la conveniencia del padrinazgo yanqui. Fomentó el proselitismo en el país con mayor población judía del mundo y con un centro neoyorkino de enorme influencia global. El lobby que articularon para potenciar esa campaña, combinó la sionización de la comunidad judía con la captura de simpatías en el Departamento de Estado.
En ese ámbito compitió exitosamente con el sector arabista, que priorizaba los intereses petroleros y el estrechamiento de relaciones con los monarcas sauditas. Consiguieron volcar las adhesiones a su favor, pero sin afectar los negocios del entramado petrolero.
Se estableció un equilibrio en ese ámbito (que ha perdurado hasta la actualidad), frente a los variables y tormentosos escenarios de las últimas décadas. Estados Unidos heredó y perfeccionó el juego a dos puntas que desenvolvió su antecesor británico, para conciliar el favoritismo por Israel con los negocios en Arabia Saudita. Ese compromiso se recicla habitualmente en la provisión de armas al principal suministrado (Tel Aviv) y al mayor comprador (Riad). Cuando uno recibe algún avión, misil o tanque de última generación, el otro es inmediatamente compensado con una entrega semejante (Pappé, 2024a).
El sionismo se institucionalizó en Estados Unidos en 1954, con la fundación del famoso lobby del AIPAC (American Israel Public Affairs Committee). Ese entramado asegura las campañas de cabildeo en el sistema político, para volcar votaciones legislativas o decisiones ejecutivas a favor de Israel. Su modalidad de acción no difiere de otros grupos de presión, tanto en la gestión corriente (financiación, negocios), como en las campañas sucias (difamación, injurias)
El antisemitismo es el invariable latiguillo del AIPAC frente a cualquier resistencia a sus demandas. Han abusado como nadie de la industria del holocausto, para exhibir el sufrimiento judío frente al nazismo como justificación de cualquier exigencia de Israel (Pappé, 2024b).
El sionismo encontró un campo fértil en Estados Unidos en las vertientes religiosas del cristianismo evangélico, que observan el regreso de los judíos a Tierra Santa, como una verificación de la promesa de expulsar a los musulmanes de ese lugar sacro.
En creencias del mismo tipo se asentó la influencia inicial del sionismo en las elites protestantes británicas. Pero en el escenario norteamericano, esa incidencia ha sido superior por la enorme afinidad de Israel con los mitos fundadores de Estados Unidos.
En los dos casos, la expansión de la frontera expulsando a la población originaria es presentada como un mandato divino, para cumplir con el destino manifiesto de expulsar a los salvajes y civilizar los territorios. Esa confiscación incluye la apropiación de costumbres, vestimentas y alimentos, que son incorporados al universo de los conquistadores como si fueran un patrimonio propio.
El sionismo recreó además en Estados Unidos la ponderada ideología del pionero, como un emprendedor que revitaliza el mundo agrícola, con su perseverancia frente a la adversidad de la naturaleza. El colono israelí renovó esa leyenda -que oculta la masacre y expropiación de los indígenas- silenciando el sufrimiento de los palestinos. Incentivó, además, la islamofobia, que la ultraderecha fue construyendo durante las últimas décadas con descalificaciones, mentiras y denigraciones del mundo árabe.
El imperio británico concibió a Israel como un pequeño y leal “Ulster judío” en un mar de arabismo (Rees, 2024). Estados Unidos retomó ese mismo proyecto de un servidor directo, en el fragmentado universo de los emires y dictadores islámicos. Medio Oriente ha ocupado un lugar estratégico, para las dos potencias que conformaron imperios capitalistas a escala global.
Pero la alianza con Israel solo fructificó en el caso americano porque Estados Unidos forjó una estructura bélica, que superó cualitativamente a Inglaterra. La primera potencia asumió un rol de protección del capitalismo mundial, que los británicos nunca tuvieron (Katz, 2023: 90-93). Por eso necesita al gendarme sionista para sofocar rebeliones populares y mantener su primacía con exhibiciones de fuerza. Israel cumple un papel clave en todo el dispositivo imperialista que maneja el Pentágono.
LA SIMPLIFICADA EXPLICACIÓN DEL LOBBY
El fanático sostén de todos los gobernantes estadounidense a Israel es frecuentemente explicado por la descomunal influencia, que ejerce lobby sionista en Washington. La descripción de esa incidencia incluye datos contundentes del férreo control que ha logrado el AIPAC en el Congreso, a partir de su enorme incidencia sobre el Ejecutivo.
Ese grupo de presión bloquea el ascenso de cualquier político crítico de Israel, garantiza el favoritismo de los medios de comunicación hacia Tel Aviv, maneja los programas de estudio de las principales universidades y sanciona a los profesores afines a la causa palestina. Dispara, además, furibundas acusaciones de antisemitismo, para intimidar a los opositores y para asegurar el disciplinado alineamiento con Israel.
Algunas miradas consideran que el lobby ha logrado tanto poderío, que impone a Estados Unidos políticas exteriores adversas a sus intereses. Señalan que su influencia financiera, electoral y mediática es tan avasallante, que mediante maquinaciones y manipulaciones logra priorizar los intereses de Israel a las conveniencias norteamericanas (Mearsheimer; Wal, 2006).
El AIPAC consiguió transformar al Estado sionista en el mayor receptor anual de la asistencia económica-militar directa yanqui por una suma, que desde 1973 bordea los 171 mil millones de dólares (Hever, 2025). Eximió además a los ejecutores de esas transferencias de cualquier rendición de cuentas.
De esa forma, un poder extranjero define las estrategias geopolíticas de Washington, afectando las prioridades y necesidades de la primera potencia. Esta tesis de un lobby omnipresente se ha convertido en la explicación más corriente de la política norteamericana en Medio Oriente.
Pero esta interpretación describe un mundo invertido, donde la potencia más poderosa del planeta es manipulada por un minúsculo país del Mediterráneo. No parece muy lógico suponer que el dominador imperial del planeta sea digitado por una pequeña nación surgida a mitad del siglo XX. Tampoco es sensato imaginar que Estados Unidos interviene en forma tan directa y abrumadora en Medio Oriente, por presiones ajenas y sin tomar en cuenta sus propios intereses (Malm, 2024).
La explicación opuesta es más consistente. Washington maneja todas sus acciones en la región para apuntalar las conveniencias económicas de sus empresas, asegurar la primacía geopolítica de sus proyectos y garantizar el predominio de su aparato militar. Cualquiera sea la influencia de los entramados que ha construido el AIPAC, la política exterior estadounidense está determinada por estrategias imperiales acordes al interés de la primera potencia (Rees, 2024).
La gravitación del lobby sionista no explica las acciones de Washington por las mismas razones, que la conducta del lobby petrolero no genera el calentamiento global. Tampoco los negociantes de armamentos provocan el estallido de las guerras. Todos esos grupos actúan y magnifican procesos subyacentes determinados por la dinámica del imperialismo (Malm, 2025).
En su práctica de cabildeo, corrupción y soborno, el AIPAC no difiere de sus pares, ni exhibe mayor poderío. Se ubica incluso por debajo de otros veinte grupos en las cifras comprometidas con sus gastos. El lobby agrícola y del acero o la Asociación Nacional del Rifle manejan un volumen mayor de fondos. La singularidad del lobby sionista no radica en los habituales conciliábulos con los círculos de poder, sino en su peculiar entrelazamiento con la amalgama imperial. Está inserto en una estructura que desborda ampliamente la incidencia puntual de un lobby.
Israel conforma un apéndice colonial que opera como brazo del imperialismo en Medio Oriente, a través de una población implantada y leal a metrópoli, que practica el exterminio de los palestinos (Ajl, 2023). Esa acción presenta un alcance cualitativamente diferente y superior a un mero lobby sectorial.
Israel concentra todas las tendencias belicistas de imperialismo actual y es una simplificación atribuir esa furia guerrera, a las apetencias de uno de los tantos lobbies que rodean al sistema político estadounidense. Por esa razón, las interpretaciones de izquierda siempre utilizaron los términos de imperialismo, colonialismo o capitalismo para evaluar los enfrentamientos de Medio Oriente. Las corrientes de la izquierda palestina también manejan ese léxico y no hacen referencia al lobby del AIPAC que tanto obsesiona a los analistas occidentales.
Los autores que igualmente remarcan el protagonismo de ese grupo argumentan que la desconsideración del lobby conduce a miradas predefinidas, inmutables y anticuadas de la política exterior estadounidense. Entienden que solo observando la conducta del AIPAC se puede comprender las distintas presiones que operan sobre el Departamento de Estado. Consideran que esas fuerzas lo inducen a adoptar cursos más complejos y contradictorios, que la simple preservación del poder imperial (Mc Nally, 2024).
Pero esa efectiva variedad no deriva de las pesos y contrapesos que genera la acción del lobby sionista, sino de las disyuntivas y atolladeros que enfrenta el imperialismo. En todo caso, los éxitos y fracasos de ese grupo de poder deben ser interpretado como un efecto y no como la causa de esas tensiones. La crítica a la teoría del lobby no desconoce la gravitación de ese sector, sino que atribuye esa incidencia al lugar que ocupa Israel, en el sistema de dominación mundial comandado por Estados Unidos.
UN APÉNDICE DEL SISTEMA IMPERIAL
En nuestro enfoque, la gravitación de Israel obedece a su rol coimperial y a su enlace con la estructura interna del sistema de dominación estadounidense. El AIPAC opera justamente como un organismo conector de ese papel y amolda su intervención a las cambiantes circunstancias internacionales.
El apéndice israelí no solo exhibe un grado de sociedad con la cúpula yanqui más estrecha que las formaciones europeas autónomas y alterimperiales. Prescinde, además, de la contradictoria relación de subordinación y conflicto que caracteriza a formaciones subimperiales, como Turquía o India (Katz, 2023: 239-240).
Precisar ese status específico de Israel en el entramado imperialista es mucho más productivo, que indagar los comportamiento y vaivenes del AIPAC para explicar el belicismo del sionismo. Todas las miradas que evalúan la mixtura de un poder colonial e imperial o que exploran la dinámica de un microimperialismo en Medio Oriente (Ghanem, 2025), contribuyen más a ese esclarecimiento, que las denuncias sobre la acción manipuladora del AIPAC.
El enfoque centrado en el rol coimperial de Israel permite comprender por qué razón Washington privilegia a Tel Aviv en su juego dual con los emires y dictadores del mundo árabe. Ese equilibrio incluye la provisión de armas en gran escala a ambos campos. Israel es el mayor receptor de ayuda militar estadounidense, pero Egipto es el segundo, Arabia Saudita es el principal cliente y Bahréin ocupa un estratégico lugar de concentración de marines.
La misma complementación se extiende al terreno económico, con créditos e inversiones significativas de empresas norteamericanas hacia las dos partes. Ese equilibrio está constantemente regulado por los cabildeos de los lobbies involucrados en cada negocio. Pero de la simple mirada de esas negociaciones, no surge ninguna clarificación del privilegio que mantiene Israel. Esa prioridad solo se explica situando el papel de ese país en el sistema imperial.
Ese lugar permite a su vez entender por qué razón el AIPAC converge actualmente en las corrientes neoconservadoras, más belicistas del establishment norteamericano y con las vertientes globalistas, más proclives a potenciar la nueva guerra fría con Rusia y China.
El lobby se encuentra enemistado con las tendencias realistas, que propician atemperar la presión militar en los conflictos Ucrania y Medio Oriente. Rechaza su proyecto de priorizar la revitalización de la economía, para acotar el declive estadounidense ante al arrollador avance del competidor chino.
El simple cómputo de logros y adversidades de cada lobby en la mesa en el Congreso y la Casa Blanca no clarifica, ni explica las tensiones entre los grupos que disputan la estrategia a seguir por la primera potencia.
El estudio del AIPAC se torna provechoso, cuando registra sus vicisitudes en función de la política imperial y no, cuando intenta explicar esa orientación por su propia acción. En este caso se pone el carro delante del caballo invirtiendo la lógica de los sucesos. El lobby viabiliza, pero no determina decisiones que provienen de exigencias, compulsiones o necesidades imperiales.
La magnificación de la incidencia del AIPAC conduce a la ingenua conclusión, que alcanza con reducir (o erradicar) su influencia, para frenar la masacre de los palestinos. Es la misma creencia que asocia el fin de la guerra en Medio Oriente con el desplazamiento político de Netanyahu y la banda derechista que actualmente maneja la política israelí.
Varias décadas de despojo y confiscación de los palestinos indican que la erradicación del sionismo es la condición de una pacificación efectiva de la región. Esa eliminación presupone un triunfo antiimperialista mayúsculo y la consiguiente derrota del colonialismo israelí y su padrino imperial estadounidense. Ese tipo de resultado se juega en el campo de batalla y en la solidaridad callejera mundial y no en los conciliábulos para disminuir la incidencia de un oprobioso lobby.
UN ESLABÓN DE LA DEVASTACIÓN IMPERIAL
La incalificable barbarie que se está consumando en Gaza solo resulta comprensible en el cuadro de salvaje ofensiva imperial, que desgarra desde hace varias décadas al Gran Oriente Medio. El genocidio de Gaza continúa, profundiza y exacerba la secuencia de las matanzas, que empezaron con Afganistán, siguieron en Irak, se extendieron a Libia, desangraron a Siria, mantienen en vilo al Líbano y amenazan a Irán, Yemen y Sudán. El despojo de toda la región se consuma mediante esas atrocidades.
La misma catástrofe destructiva que actualmente demuele a Gaza, provocó desde el 2001 en esa zona cuatro millones de muertos directos e indirectos y 38 millones de desplazados (Poch, 2024). Observando ambos procesos, salta a la vista que el genocidio que consuma Israel forma parte de un proceso más estructural de agresividad imperial bajo la jefatura estadounidense.
Esa embestida desgarra países y demuele sociedades para reconfigurar el mundo árabe, potenciando el odio sectario y la división religiosa entre suníes y chiíes. Estados Unidos ha perfeccionado esa devastación apadrinando dictaduras, multiplicando la presencia de contratistas del Pentágono y financiando mercenarios yihadistas adiestrados por la CIA. Aplica la doctrina Wolfowitz-Rumsfeld, que fue explícitamente concebida para sostener una ofensiva bélica continua en la región. Washington es empujado a potenciar el militarismo, para recuperar el terreno que ha perdido en los negocios, la productividad y la competitividad.
Estados Unidos agrede en el exterior para intentar mantener su primacía geopolítica. Por eso alinea a todo el mundo occidental en una nueva guerra fría contra los viejos enemigos de Rusia y China, con más preeminencia bélica que en el pasado. Es el único instrumento que tiene para contrabalancear su pérdida de posiciones en el comercio y la industria.
Mientras que en la contienda de posguerra disputaba con superioridad económica sobre con su rival de la URSS, en la actualidad sufre un vertiginoso desplazamiento en ese ámbito frente a China. Por esa razón, multiplica la acción militar (Ross, 2022).
El declive estadounidense explica la agresividad imperial de Washington. Es importante considerar este dato subyacente para comprender la lógica de un conflicto global, que no opone a simples competidores en un juego de posiciones equiparables en el tablero internacional. Hay un agresor inducido a multiplicar sus embestidas, porque necesita preponderancia militar para compensar su declive económico.
Israel se ha convertido en una pieza central de esa mortífera dinámica de guerras híbridas, porque está ubicado en un centro geográfico de la arremetida imperial y ha enhebrado una simbiótica relación con el agresor norteamericano. Pero es importante registrar que actúa como un instrumento más del proceso que comanda Estados Unidos.
Esa dinámica tiende a perpetuarse por los resultados negativos de cada atropello. Washington provoca el desmembramiento de países, sin lograr su objetivo de recobrar primacía. Por eso devasta sociedades con resultados finalmente negativos para su propio posicionamiento. Basta observar lo ocurrido en los casos más dramáticos de ese intervencionismo.
En Afganistán, alumbró la gestación de los talibanes para socavar la Unión Soviética, pero quedó embarcado en un prolongado conflicto interno y terminó escapando del país, en una retirada de Kabul que rememoró la humillación afrontada en los años 70 en Saigón (Polo, 2021).
El desastre en Irak fue muy superior. Invadió el país con mentiras sobre armas inexistentes y consumó bombardeos y matanzas de civiles que pulverizaron varias ciudades. Posteriormente desmanteló el ejército local, facilitando el surgimiento de incontables milicias en los infames centros de detención.
Esos grupos se embarcaron en guerras por el dominio de fragmentadas regiones con grandes reservas de petróleo y gas. Los virreyes de Washington finalmente apadrinaron el reparto del poder político entre confesiones religiosas, favoreciendo a los líderes chiíes que tomaron partido por Irán contra el ocupante norteamericano, en un país destruido y empobrecido (Rodríguez, 2023).
En Libia el resultado fue muy semejante (Ali, 2025). Con bombardeos de la OTAN y financiación de las bandas mafiosas, se erosionó al Estado más próspero de África. Desde el asesinato de Gadafi, ese deterioro está a la vista en los dos grupos yihadistas rivales que disputan el botín petrolero. Las mafias gestionan el gran negocio de la inmigración ilegal a Europa, en un país con instituciones pulverizadas (Prashad, 2023). Estados Unidos no logró el control que ambicionaba de esa zona.
El mismo infierno se ha extendido ahora a Siria, que luego de la festejada caída de Assad, quedó fragmentada en varias porciones controladas por mercenarios al servicio del mejor postor. Estados Unidos es el gran proveedor de armas de los distintos grupos, pero no detenta el manejo de esas fracciones. Como ocurrió en los tres casos anteriores, la fractura territorial, la desintegración del Estado y la pérdida de la centralización previa tornan ingobernables a los países destruidos.
ADVERTENCIA DE MAYORES CALAMIDADES
El desgarro de Afganistán, Irak, Libia y Siria es una mancha venenosa, que tiende a expandirse a todos los países influidos por la marea yihadista (Calvo, 2021). Hay un rediseño en curso, que empalma con la remodelación imperialista proyectada por Estados Unidos.
Pero hasta ahora el resultado es contrapuesto al imaginado por los auspiciantes yanquis del yihadismo. Sus criaturas no solo se independizaron de su creador, sino que emulando la pesadilla de Frankenstein confrontan con el promotor yanqui y socavan el proyecto de recuperación hegemónica norteamericana (Enríquez, 2022).
En lugar de facilitar la reconstitución de su dominación, el militarismo yanqui tiende a generar un imperialismo del caos y por esa razón cada intervención estadounidense desemboca en un boomerang contra su propio artífice. Los conflictos se agravan y eternizan, sin recomponer la supremacía norteamericana. El reciente calificativo de hiperimperialismo apunta a dar cuenta de ese patrón de exacerbado desorden.
La desintegración de vastos segmentos de mundo árabe como consecuencia de ese desmoronamiento es utilizada por Israel para multiplicar sus masacres. El Estado sionista aprovecha la pulverización de viejos enemigos (Irak, Libia y Siria), el amedrentamiento de otros (Líbano, Egipto) y el escenario de enormes poblaciones diezmadas, para perpetrar su genocidio en Gaza.
Pero como Israel simplemente actúa en el diagrama general del comando estadounidense, seguramente quedará aprisionado por el mismo fracaso que afecta a su mandante. Afrontará el mismo boomerang y cargará con las mismas consecuencias del caos imperial que socava a su jefe.
La monstruosa devastación que está perpetrando en Gaza ya tiene igualmente mayor impacto mundial, que todas las demoliciones previas consumadas por los marines. El desastre humanitario que se verifica en esa localidad es una visible advertencia de las catástrofes que se avecinan. Anticipa, por ejemplo, lo que sucedería en un escenario de migraciones masivas frente a la eclosión ambiental (Poch, 2023).
Pero Gaza constituye, ante todo, una antesala del grado de sufrimiento que afrontarán otras regiones del mundo, si la agresión imperial no es contenida. Ya se ha demostrado, que los mensajes democráticos y las convocatorias a la convivencia que emiten los gobiernos socialdemócratas (y otras formaciones progresistas) son pura hipocresía. Encubren un genocidio a la vista de todo el mundo.
Esa matanza no es una excepción o una anomalía en la civilización imperante. Es la consecuencia del orden imperial que sostiene al capitalismo y del curso adoptado por un dominador que militariza su declive. En el próximo texto analizaremos el efecto de ese rumbo en el escenario mundial que anticipa Medio Oriente.
RESUMEN
Israel es el principal instrumento del imperialismo norteamericano, desde que probó su capacidad de agresión contra el nacionalismo y la unidad árabe. Capturó las simpatías de Washington sin afectar los negocios petroleros y logró una gran influencia ideológica por su afinidad con los mitos fundadores de Estados Unidos. Pero la explicación de la política norteamericana por la gravitación del lobby sionista desconoce el rol coimperial subordinado de Israel. Estados Unidos propicia guerras híbridas, para mantener la primacía geopolítica que pierde en el ámbito económico e Israel quedará aprisionado en el mismo fracaso que afecta a su mandante.
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Claudio Katz. Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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