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Gaza, un genocidio televisado

Fuentes: Rebelión

De niños repetíamos un verso del poeta palestino Ibrahim Tuqan: “Matar a un hombre es un crimen, pero matar a un pueblo es una cuestión a discutir.”
Entonces lo entendíamos como una advertencia poética, una reflexión sobre la injusticia y la indiferencia. Creíamos —o queríamos creer— que aquello pertenecía al terreno de la teoría, que jamás podría hacerse real.

El tiempo, sin embargo, se ha encargado de mostrarnos lo contrario.
El genocidio en Gaza ha desnudado nuestra ingenuidad. Día tras día, la aniquilación de un pueblo se confirma ante nuestros ojos y se transmite por las pantallas con toda su crudeza. Lo que alguna vez pensamos imposible se ha convertido en rutina informativa.

Esta tragedia ha quebrado nuestros esquemas mentales. Una de las mayores preocupaciones y fuentes de angustia para quienes estaban encerrados en el gueto de Varsovia era la certeza de que serían asesinados sin que el mundo lo supiera. Vivían en el silencio y el abandono, temiendo no solo la muerte, sino también el olvido. Su sufrimiento ocurría en la sombra, lejos de la mirada internacional, como si su existencia fuera borrada antes incluso de desaparecer físicamente.

En contraste, el pueblo palestino en Gaza experimenta una realidad distinta pero igualmente trágica: saben que están siendo atacados, y al mismo tiempo saben que el mundo los está viendo. No mueren en silencio, sino bajo la mirada de millones de personas que observan su dolor a través de los medios y las redes. Creímos que el conocimiento de un crimen en curso serviría como un escudo moral, como presión para detenerlo. Esta exposición, lejos de ofrecerles protección, profundiza su desesperanza. Ser testigos de la propia destrucción mientras el mundo permanece inmóvil genera una conclusión devastadora: el genocidio no solo es posible, sino algo más grave: el Genocidio ha comenzado a parecer inevitable.

Tras casi dos años de bombardeos, desplazamientos forzados, mutilaciones y matanzas, las cifras han dejado de escandalizar. La repetición constante del horror ha convertido lo insoportable en rutina informativa. El dolor palestino se consume como una noticia más en el flujo diario de la información, apenas retenido unos segundos antes de ser desplazado por otro titular.

La normalización del crimen es el último triunfo del verdugo. La maldición de la costumbre no es solo psicológica; es política, ética y cultural. Y su mayor amenaza es que, a fuerza de repetir el horror, acabemos creyendo que no hay otra opción que resignarse. Pero la resignación no es neutral: es una forma de complicidad.

Durante décadas, creímos —o preferimos creer— que los genocidios ocurrían en la penumbra, ocultos tras la niebla de la indiferencia y la censura, ejecutados con una rapidez brutal que impedía la reacción. Pensábamos que los verdugos operaban en secreto, conscientes de que sus crímenes debían consumarse antes de que el mundo pudiera enterarse. Pero Gaza ha cambiado todo. Israel ha construido un nuevo patrón de genocidio: llevarlo a cabo a plena luz del día, prolongado en el tiempo, con la complicidad activa o pasiva de Estados, empresas, partidos políticos, medios de comunicación, jueces y cuerpos de seguridad. Los autores de los crímenes y genocidios daban la impresión de ser huérfanos, desprovistos de toda responsabilidad o vínculo moral. Frente a este panorama, nos encontramos ante el primer genocidio colectivo: el primer genocidio de carácter internacional.

La relatora de Naciones Unidas ha informado que más de 63 países —casi un tercio de los miembros de la Asamblea General— han contribuido a este crimen mediante el suministro de armas y financiación. Entre ellos se encuentran empresas europeas, incluidas algunas españolas, que han participado en la venta de materiales destinados a la industria militar israelí.

Mientras tanto, los partidos de extrema derecha han respaldado el genocidio sin reservas, justificando o minimizando las atrocidades cometidas. Otros partidos, por su parte, han mostrado escasa —por no decir nula— empatía hacia el sufrimiento del pueblo palestino. Sin embargo, como ha señalado Gilbert Achcar, los judíos cuentan hoy con la “compasión narcisista” de Occidente.

Estamos asistiendo al retorno de un darwinismo social y racial, donde se legitima la idea de que solo el más fuerte tiene derecho a vivir. Este colapso moral nos enfrenta a un genocidio de escala internacional y nos sumerge en un mundo oscuro, despojado de ética y desconectado del derecho internacional, enterrado —como tantos cuerpos palestinos— bajo los escombros de Gaza.

Me aterroriza escuchar hoy a políticos hablar de una “victoria necesaria” de Israel como si fuera la vía para evitar una derrota europea; me horroriza que alguien, en pleno siglo XXI, pueda considerar que un genocidio es un instrumento para “fortalecer” una civilización. Ese retorno a una visión colonial, que legitima el desarrollo a costa de la expoliación y la matanza, anuncia un retroceso moral de consecuencias terribles.

Nada de lo que sabemos hasta el momento sobre asesinatos y destrucción en la franja de Gaza alcanza a reflejar la magnitud real de la tragedia. No acostumbro a hablar en cifras porque, aunque sean necesarias para documentar, nunca podrán cuantificar el dolor ni el sufrimiento humano con números claros de una población entera. Las estadísticas describen muertes; no pueden describir la pérdida de hogares, de recuerdos, de dignidad ni la marca indeleble en los supervivientes.

En el caso palestino surge otra pregunta existencial: ¿es posible el perdón después de conocer el horror? Esa inquietud, formulada por poetas y periodistas, nos interpela hoy. La respuesta no es simple, pero sí urgente: antes del perdón —si alguna vez llega— debe haber verdad, justicia y reparación.

Volveremos, algún día, de este abismo. Curaremos nuestras heridas y nos volveremos a levantar, porque esa es la resistencia más humana: rehacerse. Somos conscientes de la naturaleza del conflicto al que nos enfrentamos. Esto no es una disputa por fronteras o propiedades: es la lógica de un colonialismo de asentamiento cuya práctica última es la expulsión y la eliminación de los nativos.

Los desplazados de Gaza que regresan en caravanas desde el sur al norte, buscando casas que sólo encuentran en ruinas, no están protagonizando un gesto simbólico; están reclamando su lugar en la historia. Permanecer en la tierra, mantener el lazo con ella, es —en estas circunstancias— el mayor sacrificio y la forma más contundente de resistencia. Nunca fue tan costoso permanecer, y quizá nunca fue tan claro que el mayor sacrificio de un nativo quedarse en casa  y seguir reclamando el derecho a existir.

Mohamed Safa, oftalmólogo y escritor palestino, autor del último ensayo «Gaza, un genocidio televisado» .

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.