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A orillas del Rubicón

Fuentes: Blog personal

Hay situaciones en que una dirección se juega literalmente el ser o no ser, momentos en la vida política en que los distintos factores se condensan en un punto. Y la opción que adopte un partido puede hacer que todo bascule en un sentido u otro por un largo período de tiempo. Esa es la […]

Hay situaciones en que una dirección se juega literalmente el ser o no ser, momentos en la vida política en que los distintos factores se condensan en un punto. Y la opción que adopte un partido puede hacer que todo bascule en un sentido u otro por un largo período de tiempo. Esa es la tesitura en que se encuentra hoy Barcelona, a la espera de saber quién se hará finalmente con la alcaldía de la ciudad. Y tal es la responsabilidad que incumbe a los «comunes» y, singularmente, a Ada Colau. Los liderazgos se demuestran en los momentos críticos.

Lo diremos sin ambages: ceder el gobierno municipal a Ernest Maragall sería hoy una irresponsabilidad mayúscula, de muy graves consecuencias. Tanto si esa cesión se produce por activa -a través de una alianza con ERC- o por pasiva -renunciando a configurar una mayoría alternativa. La idea de un «tripartito de izquierdas», blandido como objetivo tras un primer momento de desaliento en que Ada Colau parecía tirar la toalla, no es más que arena a los ojos, una manera de diferir el verdadero dilema planteado. La cuestión no reside en los vetos cruzados entre ERC y el PSC. Ni tampoco en una discusión genérica sobre los rasgos ideológicos de los distintos actores políticos, sino sobre el papel que cada cual desempeña y las fuerzas sociales que encarna.

Hoy por hoy, ERC está inmersa en una áspera lucha por establecer su hegemonía sobre el independentismo. Junqueras aspira a constituir un gran partido nacional, arrinconando definitivamente a los herederos de Convergència como una fuerza subalterna. Y eso sólo es posible cabalgando el tigre de un «procés» que sigue vivo, a la espera de una coyuntura propicia para un nuevo desafío, como lo demuestran los resultados obtenidos por Puigdemont en las elecciones europeas del pasado domingo. Lejos de asumir un perfil pragmático y negociador, ERC intenta ser a a vez el partido del general Cabrera y el del señor Esteve. (Por ahora con relativo éxito). Es en ese contexto donde hay que situar la batalla por la alcaldía de Barcelona. Para ERC se trata, ante todo, de conquistar una plaza fuerte decisiva de cara a una próxima intentona, si se produce un momento de tensión emocional tras la sentencia del Supremo o se abre una nueva pugna por el gobierno de la Generalitat.

Que nadie vea en esta aseveración proceso de intención alguno. El propio Maragall ha explicitado su voluntad de hacer de Barcelona una plataforma de agitación independentista. Y es que el partido por antonomasia de las clases medias se ve inexorablemente empujado, por razones objetivas, a jugar ese papel, subordinando todas las problemáticas de la ciudad -sociales, medioambientales, económicas, de transformación urbanística…- al guión del «procés». Lo que ha ocurrido en la Cámara de Comercio constituye toda un metáfora del momento que vive el país y, por ende, la ciudad: un pequeño grupo organizado por la ANC ha bastado para hacerse con el control de la entidad, subiéndose a las barbas de los representantes tradicionales de las grandes familias burguesas «de toda la vida». Con los cambios inducidos por la globalización, hace tiempo que las élites tradicionales han ubicado sus negocios en nuevos ámbitos. La sociedad civil ha languidecido…al tiempo que esas clases medias, sacudidas por la crisis, el temor al empobrecimiento y la ansiedad que genera el desorden global, entraban en ebullición.

ERC representa a una pequeña burguesía que, ante el desconcierto de esas élites y la relativa debilidad de la izquierda, se cree convocada por la Historia para asumir un liderazgo nacional. Pero lo hace con los rasgos psicológicos característicos de esa clase: la inestabilidad, el espíritu aventurero, la exaltación doblada de inconsecuencia… En este contexto, poner Barcelona en manos de semejante partido sería una locura que una izquierda responsable no puede permitirse. Sobre todo cuando es todavía posible configurar un gobierno progresista, mucho más acorde con la voluntad democrática expresada por la ciudadanía y, por supuesto, con el interés general de Barcelona. Esa alternativa es la de un acuerdo de Barcelona en Comú con el PSC -juntos representan más votos y más concejales que las fuerzas independentistas. Un acuerdo que requeriría, eso sí, recabar cuando menos algunos votos favorables del grupo municipal de Manuel Valls- que acaba de declararse dispuesto a facilitar un gobierno Colau-Collboni sin pedir contrapartida alguna. Aceptar ese apoyo no sólo es legítimo, sino que constituye una exigencia democrática.

Sin embargo, desde las filas de los comunes ya se han elevado voces contra esa posibilidad: «Pactar con la derecha, jamás». Semejante reacción demuestra poca madurez política. En primer lugar, porque estamos hablando de un acuerdo de investidura, no de un acuerdo de gobierno. Pero, ante todo, porque la fidelidad a los intereses de las clases trabajadoras y populares de la ciudad a los que se deben las izquierdas demandan cerrar el paso a un gobierno de ERC. Y así lo intuyen esos mismos segmentos sociales. Basta con leer los resultados electorales. Los barrios populares que propulsaron a Ada Colau a la alcaldía en 2015 han desplazado ostensiblemente su voto hacia el PSC. La razón es evidente: los socialistas han tenido un discurso claro de rechazo al «procés», frente a las ambigüedades de los «comunes», con sus lazos amarillos en la fachada del Ayuntamiento y su connivencia con el 1-O.

Toda opción política tiene costes y hay que saber asumirlos. En realidad, las reticencias a trenzar una alternativa posible al desembarco de ERC tienen mucho que ver con el sometimiento al marco mental del independentismo: una alianza entre la derecha nacionalista, ERC y una supuesta extrema izquierda para dar la presidencia de la Generalitat a un carlista sería legítima. Sin embargo, dos fuerzas de izquierdas no tendrían derecho a recabar el apoyo puntual de un partido que, tras la investidura, se situaría en la oposición. Niñerías.

La decisión es trascendental para la ciudad. Pero también para el propio espacio de los «comunes» como proyecto político nacional. No es exagerado pensar que ese espacio no soportaría un «abrazo del oso» de ERC, ni una entrega de la capital sin combate real. (En ese sentido, decir que se pretende un tripartito, pero que «a falta de acuerdo» se acaba aceptando de un modo u otro a Maragall, sería un engaño… por no decir otra cosa peor). Como dice un buen amigo, al final, la decisión se tomará tras un intenso debate entre Ada… y Colau. Es cierto que miembros destacados de su entorno -e incluso de su candidatura- pueden inclinarse, bajo formas diversas, hacia un acuerdo con ERC. Pero la alcaldesa deberá escoger entre escuchar a los amigos… o a la base social de su partido. A su manera, Nou Barris lo ha dicho de manera contundente: «Con Esquerra, no». Las circunstancias han hecho que, a través de una combinación inesperada de factores, la alcaldía de Barcelona -y todo lo que conlleva para el país- esté en manos de Ada Colau. Una difícil decisión. De las que certifican un auténtico liderazgo. O pueden determinar su irremediable hundimiento.

Fuente: https://lluisrabell.com/2019/05/29/a-orillas-del-rubicon/