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A propósito de la (dichosa) amnistía: aporía, relato y estrategia política

Fuentes: Rebelión

«A veces no podemos arreglar las cosas. Y lo único que podemos hacer es sufrir.»

(Fragmento de diálogo de la película Los Fabelman de Steven Spielberg)

Terminó la semana de la investidura de Alberto Núñez Feijóo sin novedad. Quiero decir sin ese «tamayazo patriótico» que alentaron diversas voces señaladas del Partido Popular así como notables figuras del Partido Socialista Obrero Español, que puede que sea socialista y obrero, pero también es español, y se ve que hay entre sus filas quien es de la opinión de que, por encima de todo, es «mucho español». El caso es que el proceso institucional ha discurrido por los derroteros más verosímiles y ha llegado al punto previsto de la candidatura de Pedro Sánchez debidamente propuesta por Su Majestad Felipe VI. La democracia sigue funcionando y España aún no se ha roto.

De esto se ha tratado y se viene tratando de un tiempo a esta parte, de quién es más español y «mucho español», como en su día dijo el simpar Mariano Rajoy. Ya sabemos que España se rompe desde hace bastante tiempo y, sobre todo, siempre que el gobierno recae en las manos de los antipatriotas, que son los que no comparten la ideología de la derecha y que coinciden con los «anticonstitucionalistas». De manera que nos hallamos instalados en una verdadera guerra de religión al estilo de aquellas antiguas en las que unos y otros se nombraban a sí mismos como los únicos y verdaderos defensores de los dogmas del libro sagrado de turno. Porque en esto parece haberse convertido la Constitución de 1978 para estos políticos patriotas, en un libro sagrado. Así se incurre en el reiterativo error de tomar el medio por el fin. Siendo la carta magna el medio mediante el cual armar nuestro Estado de derecho, el cual a su vez es medio para asegurarnos una convivencia civilizada y una sociedad en la que cada cual pueda hacer su proyecto de vida en libertad y con dignidad, al sacralizarla se la torna en un obstáculo que impide que imaginemos las soluciones que nos permitan adaptarnos a los nuevos tiempos que nos tocan vivir.

La semana de su investidura fue invertida por el candidato Feijóo en dejar claro que él es el defensor de la España constitucional frente a quienes buscan su destrucción. Él es el campeón de la unidad nacional que respalda la mayoría de españoles frente a las minorías secesionistas que mediante el vil chantaje persiguen la consecución de sus perniciosos objetivos. El eslogan del Partido Popular ya no sólo incluye el monopolio de la libertad sino también el del aseguramiento de la igualdad entre los españoles. Aunque la historia reciente nos demuestra que cuando ha estado en el gobierno no ha hecho nada para corregir la tendencia del crecimiento de la desigualdad socioeconómica en nuestro país tiene los arrestos ahora para erigirse en apóstol de la igualdad, como si la tradición de su política fiscal y de distribución de la riqueza no fuese prueba contundente de todo lo contrario; aunque la comunidad autónoma que más practica el dumping fiscal sea la popular de Madrid con Isabel Díaz Ayuso como presidenta, epígono de la gran patrona neoliberal Margaret Thatcher.

Pero la igualdad evocada por el PP en la endiablada coyuntura que han dejado los resultados de las últimas elecciones generales es la de todos los ciudadanos ante la ley. Es una igualdad no tanto material, pues, sino más bien formal. Es esa igualdad del padre justo que aplica a rajatabla el principio moral de «aquel que la hace la paga» a todos sus hijos, sin hacer distingos ni arbitrar perdones en función de lo que las circunstancias puedan requerir. (Aunque todos los adultos sabemos que en la realidad hay más iguales que otros ante la ley.)

Esa igualdad es una de esas reglas de oro morales cuyo quebranto convierte irremisiblemente en infame a aquel que lo perpetra. Esta es seguramente la idea fuerza que ha vertebrado todo lo que ha venido a decir Núñez Feijóo desde su primer discurso de investidura hasta su última intervención parlamentaria. Él no va a cometer esa infamia por mucho que le tiente ser el próximo presidente del Gobierno, él no va a vender España a la caterva de traidores que pretenden balcanizarla, porque él es ese padre justo que trata a todos sus hijos equitativamente.

Pedro Sánchez, por el contrario, sí está dispuesto a incurrir en tamaña infamia. Él no tiene reparo alguno en plegarse a las exigencias de los secesionistas a la cabeza de los cuales se halla el prófugo de Waterloo, el responsable del mayor atentado contra la unidad de España cometido bajo el imperio de nuestra vigente Constitución, un golpista para muchos. Pagar el precio de la amnistía que demandan a cambio de su apoyo a la investidura no deja de ser una felonía que continúa la escalada iniciada con los indultos a los independentistas encarcelados por el procés, que siguió con la reforma de los delitos de sedición y malversación y que recientemente se ha vista grotescamente engalanada con la aceptación del uso de las lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados. El termómetro de cuánto antiespañolismo es capaz de tolerar el patriota español –y hay muchos, y cada vez más cuanto más se exacerba esta cuestión– estallará, si no lo ha hecho ya, con la concesión de la amnistía. Creo que esta versión de las cosas –el relato, que se dice ahora– se encuentra vigorosamente implantado en las mentes de una parte muy significativa de los ciudadanos que así hallan motivos de sobra para contribuir a la derogación del traicionero «sanchismo».

Por mi parte, cuanto más pienso sobre el asunto más me convenzo de que nos encontramos ante una aporía, es decir, un problema irresoluble; siendo el problema irresoluble al que me refiero el de la estructura territorial del Estado español, del cual el así llamado conflicto catalán es su más acuciante síntoma. A este respecto la Constitución nació con una mácula genética innegable, porque reconocía una desigualdad que a la hora de su concreción normativa no se quiso tolerar entre nacionalidades históricas (con estatuto propio antes de la Guerra Civil) y no históricas. Recuérdese a este respecto la rebelión en su momento de Andalucía y el «café para todos».

Aporía es el término idóneo para definir el así llamado por algunos conflicto catalán. Tal como están las cosas no hay camino de salida, que eso es lo que significa la palabra con su prefijo «a», que denota negación del lexema que viene a continuación, del griego «poros», que significa camino o salida. En términos filosóficos tropezamos con una aporía –es decir, con un callejón sin salida– cuando reconocemos varias proposiciones plausibles por separado pero inconsistentes colectivamente. Lo que trae consigo es la perplejidad cognitiva que puede derivar en dos posturas extremas igualmente tan estériles en lo que al ámbito del conocimiento se refiere como peligrosas en lo tocante a la política, a saber, el escepticismo y el dogmatismo.

La prueba histórica de que el asunto catalán –y, por ende, el territorial– pertenece a esta enervante categoría de problemas es que llevamos tratando con él desde hace prácticamente dos siglos, con sucesivos momentos de mayor calma y de mayor calentura; pero siempre ahí latente, como ese virus que convive con nuestro organismo y que espera la más mínima debilidad sistémica para mermar nuestra salud. En esencia es esta misma constatación la que asumieron como cierta el filósofo José Ortega y Gasset y el político Manuel Azaña en los inicios constituyentes de la Segunda República, cuando debatieron en el Congreso de los Diputados cómo resolver lo que denominaron «el problema catalán». El primero de ellos, ante la aporía señalada, mostraba el escepticismo del que cree en efecto que no cabe solución alguna: «debemos renunciar a curar lo incurable» fue la contundente declaración del filósofo; mientras que Azaña quería intentarlo o, mejor dicho, pensaba que debía intentarlo, porque a los responsables políticos de aquel entonces les había tocado –según sus propias palabras– «vivir y gobernar en una época en que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde»; lo que para Ortega y Gasset era la manifestación adolescente de lo que él llamaba el «nacionalismo particularista», y que define como «un sentimiento vago» que hace sentir a quien lo padece el deseo de vivir «aparte de los demás pueblos (…), exentos, intactos de toda fusión, reclusos y absortos de sí mismos».

Ya se ve que lo que culminó con el procés de octubre de 2017 no era nada nuevo bajo el Sol (lo que dice muy poco de la sabiduría de los gobernantes responsables por entonces de manejar el asunto, dado que ignoraron olímpicamente los antecedentes históricos). Ni tampoco las dos posturas que actualmente se plantean en el debate político en torno a la cuestión, asimilables, salvando las distancias cronológicas y de talla intelectual de los protagonistas, a las de aquellos tiempos de la Segunda República. Y ya lo hemos dicho: la aporía es aporía porque ambas posturas son plausibles, siendo precisamente su plausibilidad tomada conjuntamente lo que convierte el problema en refractario a cualquier propuesta de solución. En efecto, se debe tratar de resolver el problema catalán, porque, de lo contrario, volveríamos al ruido y al descontento en el mismo instante en que la coyuntura socioeconómica fuese generadora de la necesaria tensión emocional que alentase ese rescoldo permanente de nacionalismo particularista que si alcanzase la magnitud del incendio llevaría otra vez las costuras del Estado de derecho al límite de su aguante. Pero también es harto verosímil la aseveración orteguiana en el sentido de que por muchas concesiones políticas que se le hagan a ese nacionalismo particularista no cesará el sempiterno descontento catalán que el filósofo atribuía, con un innegable componente de fatalismo, al «carácter mismo de ese pueblo», a «su terrible destino, que arrastra angustioso a lo largo de la historia».

A esto se enfrenta Pedro Sánchez al encaminarse a su investidura. Más por necesidad que por convicción. La amnistía es una baza, quizá la que tiene el poder de conseguirnos unos cuantos años –quién sabe si décadas– de silencio y de concordia entre Cataluña y el resto de España. Y hay indicios de que el actual presidente en funciones está dispuesto a hacerlo; pero hay «muchos españoles y muy españoles», tanto de izquierdas como de derechas, que no lo entienden, que les repugna y les revuelve el estómago moral. Por eso necesita lo que hoy en día está tan de moda en el quehacer de la política, esto es, un relato. El candidato socialista tiene que lograr que su proceder en un asunto de tamaña reactividad emocional aparezca justificado por un planteamiento ético que se muestre impecablemente coherente con un propósito valioso para una amplia mayoría de la ciudadanía. En cualquier caso, el resultado final de tan comprometida empresa no puede dar la apariencia, se mire por donde se mire, de sumisión de Sánchez a las veleidades de un personaje tan palmariamente deshonesto como el señor Carles Puigdemont.

No es tarea sencilla porque en este asunto nos damos de bruces con los reflejos morales, con esas reacciones instintivas que hacen de la moral más el dominio de las pasiones que de las razones, como ya señalara el filósofo David Hume allá por el siglo XVIII. Domar aquéllas mediante el uso dialéctico de éstas requiere de un ímprobo trabajo que exige proceder con una buena dosis de inteligencia, que empieza por eliminar del procedimiento cualquier indicio de intencionalidad oculta o de motivación que no sea puramente la del interés del Estado español tal como lo define la Constitución.

Cuando Núñez Feijóo tacha a Pedro Sánchez de inmoral apela a esa sensibilidad innata que todos compartimos según demuestra el psicólogo moral Jonathan Haidt en su libro La mente de los justos. En él define los fundamentos de la moralidad que todos compartimos universalmente. Ellos son los que nos ponen difícil proceder como ecuánimes jueces cuando se trata de asuntos morales, sobre todo cuando es algo que afecta a la identidad de grupo que implica ese sesgo tribal del nosotros versus ellos.

El asunto de la amnistía afecta a los fundamentos de la equidad, la lealtad, la autoridad y la sacralidad, todos ellos bien engarzados ideológicamente en la visión política de la derecha, y no tanto en la de la izquierda, que destaca los fundamentos del cuidado (fraternidad) y la libertad (frente a la opresión). Desde la perspectiva de estos fundamentos la amnistía para los implicados en el procés –los cuales dejan de existir ante el rostro que todo lo llena del prófugo de Waterloo– es difícilmente admisible pues va contra la equidad, la lealtad, la autoridad y la sacralidad. Así se siente –como he dicho en forma de reflejo moral, sin pasar por la conciencia reflexiva– que si el candidato Sánchez, con tal de amarrar su investidura, cede a las pretensiones independentistas estaría cometiendo una imperdonable afrenta contra la justicia y la integridad (desprecio hacia la equidad), contra el patriotismo (desprecio hacia la lealtad), contra la obediencia y la deferencia (desprecio hacia la autoridad), contra el respeto a los valores de la virtud y la honestidad (desprecio hacia la sacralidad). En definitiva se estaría riendo de todos nosotros el máximo representante de ellos; y con la sospecha, por añadidura, de que –como apuntara en su día Ortega y Gasset– de nada servirán estas nuevas cesiones porque, tarde o temprano, Puigdemont y los de su calaña lo volverán a hacer (dicho por ellos mismos en catalán: ho tornarem a fer).

Por todo esto digo que el candidato Sánchez necesita un buen relato, el cual necesariamente habrá de apelar no a la moral, que se trenza a base de emociones y apelaciones tribales, sino a la ética, a la deliberación racional que apela a principios que van más allá del seguimiento ciego de la norma y de las intuiciones morales. En el plano de la política requiere reflexión sosegada y deliberación sobre las razones, la validación de los propósitos que motivan las decisiones y la ponderación de los medios que permiten cumplirlos. En estos términos conviene plantear el asunto de la amnistía.

Pero seamos realistas: alejar este debate de las procelosas y sobrecalentadas aguas de la moral para atraerlo hacia las más calmas y tibias de la ética y la política (entendida en su más noble sentido), ahora mismo se antoja proeza inalcanzable. Se arriesga el actual presidente en funciones a conseguir una investidura pagando un precio que una parte significativa de la ciudadanía sentiría como una traición. La legislatura ya nacería para muchos con un indeleble pecado original que –llegado el caso, sobre todo si termina prematuramente– podría suponer la condena a un resultado electoral catastrófico para la izquierda en las siguientes elecciones.

Y aquí es donde entra en juego un componente primordial de la política que no es otro que la estrategia. Desde una perspectiva estratégica, ¿no sería más beneficioso para los intereses de una política progresista no dejar ni el más mínimo motivo de sospecha de que se está mal vendiendo la dignidad del Estado a los gerifaltes del procés a cambio de ganar el poder? Sé que tiene su riesgo, pero negarse a cruzar según qué líneas rojas marcando principios y demostrando honestidad, aunque suponga ir de nuevo a elecciones, podría tener su postrera recompensa en las urnas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.