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Entrevista a Toni Carrión, promotor de las Sillas contra el Hambre en Valencia

«Acabas por acostumbrarte a la pobreza, y la consideras algo normal»

Fuentes: Rebelión

Las Sillas contra el Hambre se concentran todos los lunes a las 10,00 en la Plaza del Ayuntamiento de Valencia. Su promotor, Toni Carrión, tomó esta idea que se aplicó por primera vez en León, y la introdujo en Valencia con otros compañeros en septiembre de 2014. Este parado de 57 años, que desempeñó su […]

Las Sillas contra el Hambre se concentran todos los lunes a las 10,00 en la Plaza del Ayuntamiento de Valencia. Su promotor, Toni Carrión, tomó esta idea que se aplicó por primera vez en León, y la introdujo en Valencia con otros compañeros en septiembre de 2014. Este parado de 57 años, que desempeñó su último trabajo en una gran superficie, tiene clara su suerte: «Me han excluido del mercado laboral». Además le despidieron «por no dar la imagen», y desde entonces (hace cinco años) no ha vuelto a trabajar. ¿Por qué intenta cambiar el mundo? «Si uno es una persona sensible, no puede ser feliz si en el entorno hay dolor», afirma. Toni Carrión es uno de esos activistas anónimos que luego el pensamiento académico conceptualiza. Tiene claro que el sistema consigue al final que uno «naturalice su miseria y la de los demás». Éste activista valenciano también canaliza energías a través de los relatos cortos y de la guitarra (toniancp.blogspot.com.es).

-¿Por qué te embarcaste en las Sillas contra el Hambre?

Básicamente para crear lazos de afinidad. Para tener claro que la persona que está a mi lado, quiere lo mismo que yo y se implica de la misma manera. También para no sentirme solo. O mejor dicho: para estar bien acompañado. Porque no es lo mismo la gente con prioridades vitales que cubrir, que aquellos que ya las tienen cubiertas. Yo quiero estar con la gente que pide lo mismo que yo: tener un trabajo para poder vivir. Con un trabajo bien pagado, evitas desahucios, el hambre en los colegios, la pobreza energética…

-¿Puede uno acostumbrarse a vivir en la miseria?

Estábamos en las Marchas de la Dignidad de 2014, camino de Madrid, y en los pueblos nos atendían muy bien. Nos pusieron para comer macarrones. Entonces Adolf cogió un sobre de plástico y se sirvió queso rallado. Yo me quedé mirando… ¡Hostia! Se me había olvidado que los macarrones llevan queso. Nos hacen creer que todo esto es lo normal; y te das cuenta de que acabas viviendo la precariedad como algo habitual. Al final empiezas a tolerar y a aceptar, no sólo tu miseria sin también la de los demás.

-Vienes del anarquismo…

Yo nací en un poblado hecho para los trabajadores de la empresa donde trabajaba mi padre, Salto de Millares, en la provincia de Valencia. La forma de vivir allí era en contacto con la naturaleza. Me escapaba de casa, y ya estaba en el monte. Así todos los días. Además, siempre he vivido muy a mi manera. He buscado información para definirme, para ver si podía encuadrarme en alguna idea y, al final, se trata de ser yo mismo, respetar a los demás y tratar de que los demás me respeten. Para mí eso es vital. Yo lo llamo anarquía.

-¿Se han perdido los principios que mencionas en un mundo tan brutalmente competitivo?

Lo de la competición es otra de las trampas del sistema. Si para mí vivir es competir, para encontrar un puesto de trabajo, una novia, o una casa, al final nuestros vecinos son nuestros enemigos. Pienso que las personas no deberíamos ser enemigos unos de otros, sino cooperadores. Yo eliminaría la competición, incluso de los partidos de fútbol. Llegan hasta extremos tan absurdos de insultarse o pegarse palos en los partidos.

-¿Es posible la vuelta atrás cuando está tan interiorizada la competición?

Es un problema de educación. En los comienzos de la Historia, cuando el alimento era escaso, puede que sí fuera necesaria la competición para sobrevivir. Pero en una sociedad donde se supone que la gente ha de funcionar con criterios racionales, eso es absurdo. Si seguimos siendo competidores, no evolucionamos. En mi mundo no entra el hambre, si puede evitarse. Así, antes de irnos a la luna, hagamos todo lo posible para que todo el mundo coma. El consumismo es otra trampa mortal del capitalismo.

-¿Qué es más importante para transformar la realidad, lo individual o lo colectivo?

Va todo junto. No se puede cambiar lo colectivo si los individuos no han cambiado. Si un individuo no llega a la conclusión de que la persona que tiene enfrente es igual que él mismo, mal vamos para evolucionar como colectivo. Si no aceptamos la presencia del otro en las mismas condiciones que estamos nosotros, no habrá colectividad. Porque el otro va buscando por ahí lo mismo que yo: ser más feliz, no tener problemas, un entorno adecuado, etcétera. Eso es lo que nos hace iguales.

-También escribes relatos cortos, compones canciones y tocas la guitarra…

Para mí es fundamental. Me gusta lo que escribo, y lo que hago. De joven era un romántico que escribía poesías. Un día iba con la bicicleta cuando tuve un pensamiento. Lo memoricé. Al cabo de dos kilómetros recordé esa idea y ya no me decía nada. Llegué a la conclusión de que es muy hermoso poder compartir las cosas que uno siente, pero si uno las guarda para luego escribirlas, eso es un acto de «ego». Cuando lo sientes has de expresarlo, si tienes la oportunidad. Por tanto, si sentía algo lo decía, y si no, me callaba. Hay una canción de Fito y Fitipaldis que dice algo así como «déjame un momento que me tengo que inventar». Después de «morir» me tuve que inventar para vivir de nuevo. Y el hecho de escribir me ayudó a encontrar a aquel Toni que había «muerto». A aquel ser que latía dentro de mí, y que en el fondo siempre es el que ha estado. Se trata de recuperar el ser, la identidad y el no dejar de ser niño. Ahora bien, en todo esto hay una interrelación. Sin esa vida, sin ese sentimiento que nace, no puedo escribir el cuento o la canción. ¿Ideas previas? No me planteo nada. Hay cosas que me llegan y digo: «Este tema me gustaría tocarlo».

-En algunos de tus relatos cortos utilizas el humor y los códigos surrealistas. Por ejemplo en el cuento titulado «El contagio». En la sede central de la Corporación «super-secreta» AEMEM (Alto El Mundo Es Mío), tiene lugar una reunión al más alto nivel en la Oficina Supresora de la Verdad. Aparecen personajes como el general del EMT (Ejército Mercenario Todopoderoso), Masa Sesino Nohay; el presidente de la corporación AEMEM, Elpu Toamo, o un profesor a sueldo de Sociología, Química y Economía. Tratan de aumentar las dosis de los productos AR (Anula Razón) y MT (Miedo Total) en los humanos.

No entiendo la falta de reacción de la gente ante lo que sucede. Me dije que, con todas las «conspiranoias» que hay, voy a hacer un cuento en el que se descubra que por encima de todo lo que vemos, hay otra realidad más dura y cruel, más triste y deprimente. Por ejemplo los grandes complots para eliminar a buena parte de la población mundial. Los personajes con muy reales, sólo que les cambio el nombre. Les nombro tal como en realidad deberían llamarse.

-En la última parte de uno de tus poemas, «El Pueblo», escribes: «Y soy quien nace y quien muere, quien llora y quien ríe. Quien goza y quien sufre. Quien está sano y quien está enfermo/Soy quien dice basta y quien pide libertad/Soy el único soberano. El científico y el trovador/Soy un hijo del pueblo y el pueblo soy yo/Y como el pueblo soy maltratado y difamado/Como el pueblo soy ninguneado e ignorado. Soy esclavo y hambriento, mendigo, lastimero».

El pueblo somos tú y yo. Yo soy un granito más que hace playa.

-¿Qué quieres expresar con otro de tus cuentos, «El trompetista»?

Que la vida para algunas personas es durísima. Y que el único sentido para tanta dureza es que haya algo de magia, un algo que se escapa por encima de nosotros pero que al final somos nosotros mismos. El protagonista, Martín, es el borracho del pueblo. Un día decide en Carnaval disfrazarse de persona «normal». Se afeita, se pone unas gafas de sol y un sobrero para que nadie le conozca, porque todo el mundo está acostumbrado a un tipo sucio, barbudo y harapiento. No lo reconocen. Entonces Martín coge una borrachera muy gorda hasta que pierde el sentido. Cuando lo recupera, le suena que ha oído algo -una música- pero tampoco le da mucha importancia. Pero lo cierto es que recordar esa música le hace sentirse bien. Incluso le elimina los síntomas de la borrachera. Quiero decir que a veces hay cosas en la vida que tienen tanta belleza para nosotros, que pueden transformar nuestra conducta. Esa música le llena, le inspira belleza, hasta el punto de modificar su conducta y abandonar el alcohol. Gracias a esa música y al shock generado, intenta rehacer su vida, buscar un trabajo…

-Se supone que la izquierda nació para cambiar la realidad y mejorar las condiciones de vida de la gente, de personas como Martín. ¿Qué le falta a la izquierda para conectar con la gente común?

Le falta dejar de lado sus intereses personales. Me viene a la mente el cuento de la Torre de Babel, del antiguo testamento. Cuando hay un gran proyecto, pero todavía no hay nada y la idea está lejísimos, es muy fácil entenderse (ponerse de acuerdo, quién se encarga de cada cosa…). En ese nivel no hay problema de lenguas ni de idiomas. Cuando la Torre de Babel va creciendo y los constructores (los partidos de izquierda) piensan que están cerca del «premio», ahí entran los intereses particulares de cada uno. Ya no se entienden. Si la izquierda dejara sus «egos» e intereses personales a un lado, para buscar el bien de todos, seguramente llegarían a la gente. Pero como priorizan los intereses personales, pues hablan otro idioma.

-Por último, ¿Cuál es el camino?

No hay un único camino. Cada persona escribe el suyo. El camino se supone que es hacia algún punto, que te lleva hacia algún sitio. Lo contrario sería vagar sin destino. Para mí lo importante es sentirme hermano de las personas, de los animales, de las plantas y de los ríos. E intento llegar no a ese destino, sino a esa forma de andar el camino.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.