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Afectados por Ike en Camagüey tratan de reconstruir sus vidas entre los escombros

Fuentes: La Jornada

 «Lloré cuando se me cayó la casa y lloré otra vez cuando me levantaron esto», dice Marlén Martínez López. Sonríe porque, después de que el huracán Ike le derribó su vivienda, ahora tiene dos habitaciones rudimentarias, donde puede comer y dormir con sus dos hijas, de 7 y de 4 años. Al mismo tiempo sabe […]

 «Lloré cuando se me cayó la casa y lloré otra vez cuando me levantaron esto», dice Marlén Martínez López. Sonríe porque, después de que el huracán Ike le derribó su vivienda, ahora tiene dos habitaciones rudimentarias, donde puede comer y dormir con sus dos hijas, de 7 y de 4 años.

Al mismo tiempo sabe que está iniciando una angustiosa carrera contra el tiempo. Está en una de las llamadas «facilidades temporales» (madera de pino y hojas de fibra de papel y cartón comprimida con asfalto o «teja prieta», sobre piso de tierra), que le armaron su ex esposo y vecinos. Pagó al gobierno 205 pesos ordinarios (CUP) por los materiales y puso una toma ilegal de electricidad, que las autoridades toleran.

Marlén sabe que el sol y la lluvia van a corroer su refugio y que pronto quedará vulnerable. El gobierno le ofrecerá en algún momento un crédito para que construya por partes una vivienda. El dilema es qué ocurrirá primero.

Idalmis Rivero, la delegada ante el órgano de gobierno zonal, tampoco tiene una respuesta, pues todo dependerá de que el gobierno tenga materiales para ofrecerlos a precios subsidiados.

Con su salario como vigilante de una empresa agrícola, en CUP, Marlén no podría comprar materiales de venta libre en pesos convertibles (uno por 25 CUP) o en el mercado negro, suponiendo, además, que todo lo necesario estuviera disponible en alguno de esos circuitos. Por ahora no lo está.

La mujer vive en el reparto (barrio) de La Salomé, donde casi todos los techos se cayeron y la mayoría de las viviendas tienen piso de tierra y son de materiales precarios: madera, lámina, «teja prieta», tablones. Ahí se instalaron familias que hace unos cinco años fueron desplazadas de un asentamiento que desapareció, al construirse una vía de circunvalación.

La ciudad de Camagüey, capital de la provincia del mismo nombre, en el oriente del país, es una de las primeras villas fundadas por los españoles en el siglo XVI (Santa María del Puerto del Príncipe). En una región de tierras fértiles, con 760 mil habitantes, conserva su singular centro histórico de calles muy estrechas y retorcidas. La leyenda dice que así se hicieron para desorientar a los piratas, aunque una versión más sólida es que simplemente creció sin orden.

Desde el paso de Ike ha recuperado la electricidad en su mayor parte. El ciclón derribó 9 mil 872 viviendas, además de causar más de 100 mil daños parciales, según el balance oficial. De 210 mil refugiados en el momento crítico, la semana pasada aún quedaban poco más de 11 mil.

Los aún albergados están en casas de familiares o vecinos o en instalaciones públicas, como la Escuela de Iniciación Deportiva Cerro Pelado, un internado por el que han pasado medallistas olímpicos. Ahí se cursa de la primaria al preuniversitario y, además, una disciplina atlética. Hay mil estudiantes de toda la provincia y 525 trabajadores.

Durante el huracán los estudiantes se fueron a sus casas y el plantel tuvo 900 albergados, de los cuales aún quedan 310 sin vivienda. «Muchos de ellos son de un nivel cultural bajo», dice el director del plantel, Elio Alberto Pereira. Al principio hubo problemas con la higiene, algunos casos de ingestión de alcohol, aunque ahora todo se va enderezando.

Pero la escuela no puede funcionar plenamente. Volvieron 632 estudiantes, que viven o pueden estar en la capital y duermen en sus casas. Para ir a la escuela sólo hay ocho autobuses y no todos los muchachos pueden llegar a tiempo a los puntos de embarque. Los demás deben seguir el curso académico en sus poblados de origen. Pereira admite que hay riesgo de desaliento y deserción, pero cree que los profesores locales de educación física ayudarán a mantener las vocaciones. «Esta generosidad tiene costos».

Los albergados están en los dormitorios, reciben las tres comidas y las dos «meriendas» diarias de los atletas, tienen televisión y algunos eventos culturales. La idea es que vayan a otro albergue o a una «facilidad temporal», dice Amadis Muñiz, secretario del gobierno de la ciudad. «Pero es posible que algunos no se quieran ir».

Desde hace más de un mes, Jorge Saavedra ha tenido que cumplir una doble jornada, como director de una empresa inmobiliaria estatal y como presidente del Consejo de Defensa del distrito Julio Antonio Mella, al sureste de la ciudad, donde cerca de un tercio de la población tuvo daños en sus viviendas.

Saavedra lleva el control de los materiales que envía el gobierno. Una comisión decide, caso por caso, quién los recibe, si será una entrega gratuita, por la situación de la familia, si se puede cobrar el precio subsidiado de contado o con un crédito bancario. «Pero nadie queda desamparado».

En el suroeste de la ciudad, Manuel de León Acosta, jubilado de 75 años, espera a que una brigada enviada por las autoridades termine de montarle un techo de zinc galvanizado, donado por República Dominicana, para reponer el que le voló el ciclón. En su caso, todo es gratis.

Albañil de oficio, Manuel vive en un predio de 250 metros cuadrados en el reparto La Belén, a un kilómetro del delta que forman los ríos Jatibonico y Tínima. Un riesgo en época de lluvias.

Es su tercera experiencia en una reparación mayor de la misma vivienda que él ayudó a levantar en 1950. El huracán Flora (1963) tumbó la mitad delantera y la reparación fue desastrosa. «Rascabas con el dedo y se caía la arena». Un día de 1967 se desplomó un tercio de la construcción. Empezó de nuevo con un crédito que finalmente no pagó por defectos de la burocracia.

Cuando vino Ike se refugió con su esposa Adela en una casa vecina. Desde ahí oyeron cómo la tempestad levantaba su techo.

Un caso distinto es el de Orlando Díaz Sarmiento. A mediados de los 50, entonces con 26 años de edad, compró una pequeña parcela en el cinturón agrícola de la ciudad. Tras el triunfo de la revolución en 1959, esos campos terminaron expropiados y él se quedó con un solar donde quiso criar animales y cultivar algo.

Pronto descubrió que estaba viviendo sobre barro. A metros de su vivienda siguen vivas las vetas de ese material que se usa en piezas artísticas y en los tinajones de agua, símbolo de la región.

Ahora, a los 80 años, con cerilla en los oídos como única enfermedad, Orlando administra el negocio, mientras uno de sus hijos extrae el barro a pico y pala. Por cada 12 carretillas cobra 60 CUP y en épocas buenas puede hacer varios cientos de pesos al mes.

Recuerda que sería mediados de los años 70, cuando en aquel antiguo bolsón agrícola empezó a llegar gente, de la ciudad y de otras partes y de la noche a la mañana aparecieron casas improvisadas. El barrio no aparece en el mapa de Camagüey, pero está nutrido. Le dicen Timbalito, «porque fue construido a puros timbales». Sólo en parte hay agua corriente y conexiones de electricidad. La mayoría de las viviendas son de material precario y piso de tierra y aún hay decenas de techos destruidos por el ciclón. Uno de ellos es de Orlando. No sabe cuándo le llegarán materiales para reponer el daño. «Lo que sí», dice este viejo conversador, «es que ya se han llenado muchos papeles».