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Aguinis o el arte de no hablar de lo que hay que hablar

Fuentes: Rebelión

Uno ve con desazón la dificultad de diálogo que tenemos los humanos. En el caso de Marcos Aguinis, mi desazón proviene de haber procurado desmontar algunos de sus presupuestos, al parecer, en vano; ante el desencadenamiento de la intifada Al-Aksa, 2000, en lugar de hablar de las balas del ejército israelí que arrasaban centenares de […]

Uno ve con desazón la dificultad de diálogo que tenemos los humanos.

En el caso de Marcos Aguinis, mi desazón proviene de haber procurado desmontar algunos de sus presupuestos, al parecer, en vano; ante el desencadenamiento de la intifada Al-Aksa, 2000, en lugar de hablar de las balas del ejército israelí que arrasaban centenares de vidas palestinas, estaba sumamente preocupado por la pedrea palestina, que apenas lastimara a algún israelí, enfundados en sus muy protectores uniformes.

Pero siempre es así: la mirada colonial y racista se escandaliza si el negro, el nativo, hace un mínimo gesto de rebeldía o rechazo y carece de ojos para ver las tropelías de los que «son como uno» aunque arrasen vidas, cultivos, culturas… de los natives, precisamente.

En una nota publicada en La República (17/2/2009) Aguinis sale otra vez a la palestra con el mismo método, y los mismos fines: en lugar de hablar de la acción israelí en los territorios palestinos, caracterizada por una «limpieza étnica», es decir de absoluto desprecio a la población nativa; en lugar de hablar del carácter estructural del estado israelí, diseñado hace ya más de un siglo con alarmantes constantes en su diseño y actividad (presunta pureza étnica; identificación con la civilización occidental contra la barbarie atribuida a asiáticos, árabes y en general no europeos); en lugar de procurar explicar o entender cómo se puede arrasar a una población primero cuidadosamente encerrada con las medidas tomadas por Ariel Sharon en 2005, usando como blancos preferidos a usinas de uso cotidiano para la población civil, hospitales, escuelas, ambulancias, y hasta camiones de recolección de basura (tan puntillosa es la política de quebrar culturalmente a los palestinos, lo que se define sociológicamente como etnocidio), en lugar de responder a lo que ha pasado desde el 27 de diciembre de 2008 en la Franja de Gaza, nuestro «comentarista» lamenta que Israel para él proyectada como Atenas tenga que, ocasionalmente, hacer de Esparta.

Con esa asociación, podría haberse preguntado cuanto se ha espartanizado Israel. Podría haber comprobado que está hablando de un estado archimilitarizado. Dedicado a exportar armas y «seguridad», que ha ido «desarrollando» con la población palestina como cobayo: son especialistas en alambradas de separación, en muros que arrebatan territorios, en diseño de puestos de control para desestructurar una sociedad y humillarla. Por eso han tejido estrechísimas alianzas -venta de armas mediante- con dictaduras horrendas, como en los ’80 la guatemalteca y la salvadoreña y hasta con la dictadura argentina de 1976 que era, ¡oh ironía de la historia!, particularmente antisemita. Y ciertamente en su momento con las dictaduras blancas en el África negra; Rhodesia y Sudáfrica. Pero Aguinis nos tranquiliza: «La mentalidad de Esparta jamás asfixió la de Atenas.» Ah, bueno.

En el 2000 en su estrategia diversionista invocaba a Avraham Burg, por entonces presidente de la Kneset, nada menos. Según su cita, Burg se quejaba de las demandas palestinas. Más le valiera leer a Avraham Burg en el 2003 (Yediot Ahronot, Tel Aviv, traducción al francés, Le Monde, París, 11/9/2003, retraducción al castellano, «El sionismo está muerto», futuros, Río de la Plata, invierno 2005): habiendo sido miembro de la cúpula sionista israelí, se ha convertido en un crítico implacable del sionismo y de Israel y lo fundamenta, por ejemplo, en la pérdida de la compasión: «Puesto que somos indiferentes al sufrimiento de las mujeres árabes retenidas en los controles de ruta, tampoco entendemos la queja de mujeres golpeadas detrás de la puerta de nuestro vecino, ni tampoco la de las jóvenes solteras que luchan por su dignidad. Hemos cesado de preocuparnos por los cadáveres de las mujeres asesinadas por sus cónyuges. Indiferentes a la suerte de los niños palestinos, ¿por qué nos sorprendemos de encontrar un rictus de odio en sus bocas cuando se inmolan […].»

No suena precisamente ateniense, al menos no la imagen de civilización iluminada que tiene Aguinis. Si al menos aclarara que todo el despliegue cultural ateniense se basaba en la esclavitud, allí estaríamos en otro estadio, sin el fácil maniqueísmo que Aguinis alimenta.

Para esta construcción de un luminoso Israel-Atenas, Aguinis se vale básicamente de dos recursos: a) el escamoteo de cuestiones carnales y reales y b) una neolengua. Habla de «independencia israelí» con lo cual se homologa el surgimiento del Estado de Israel al de países como Argelia, Egipto o Uruguay con sus declaratorias de independencia. Pero Israel sobreviene de otro modo: es el imperio británico el que constituye en Palestina en 1917 un Hogar Judío por encargo del fundador del sionismo T. Herzl como embrión del estado «judío» (que muchos judíos, por no comulgar con el sionismo, rechazarán). Los ingleses querían desprenderse de la conflictiva Palestina y no aceptaban tratar a árabes como iguales, pero sí a askenazíes, por otra parte íntimamente ligados con la economía del imperio.

Aguinis califica al estado israelí de «democrático, pluralista». ¿Democracia con ilotas? Sí, ateniense. ¿Pluralismo de limpiadores étnicos? Hay límites para que la polisemia no caiga en el macaneo, porfa.

Luis E. Sabini es docente a cargo del Seminario de Ecología de la Cátedra Libre de DD.HH. de la Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras. Periodista y editor de la revista futuros.