En una prestigiosa institución tuvo lugar, hará una década, un memorable foro que trató, entre otros temas del patrimonio cultural de nuestra América, la riqueza de la cancionística en la región. Animado por esa riqueza, que tanto nos honra, ¡y nos alegra!, alguien valoró los textos de las canciones y, defendiéndolos contra prejuicios elitistas o […]
En una prestigiosa institución tuvo lugar, hará una década, un memorable foro que trató, entre otros temas del patrimonio cultural de nuestra América, la riqueza de la cancionística en la región. Animado por esa riqueza, que tanto nos honra, ¡y nos alegra!, alguien valoró los textos de las canciones y, defendiéndolos contra prejuicios elitistas o de similar carácter, sostuvo: «Son verdaderos poemas».
Las generalizaciones suelen ser imprecisas, y alguien matizó: «Ni son ni tienen por qué ser poemas. Un poema puede funcionar bien como letra de canción, y una letra de canción puede tener altos valores poéticos; pero no son lo mismo. Grandes canciones se han escrito asimismo en nuestros países, y en otros. De los nuestros disfrutamos desde canciones clasificadas como líricas hasta el repertorio de Los Panchos; grandes boleros y diversas contribuciones de la trova, la ‘nueva’ y la ‘vieja’, ambas también con boleros en su haber».
Pudo haber añadido que la canción es de tal poder de comunicación que, salvo quizás poetas de gran jerarquía literaria y afectiva, como José Martí o Antonio Machado, lo más probable es que, si un poema se musicaliza y la canción triunfa, los registros de derechos de autor no impidan que se acabe dando crédito al músico solamente. Pero ni la altura de Martí bastó para que un agente aduanero, de poca simpatía con el quehacer revolucionario entre cuyos pilares sobresale la obra del poeta héroe, permitiese pasar por la frontera a su cargo libros de textos martianos cuando, movido por su ignorancia, las respuestas del viajero a su interrogatorio le hicieron suponer que Martí era el autor de La guantanamera . Y hasta un poema de Machado puede recibirse como «obra de Joan Manuel Serrat».
María Teresa Vera no quiso opacar el peso de Guillermina Aramburu como autora de la letra de Veinte años , pero la difusión popular, y hasta la de mayor profesionalidad, han destacado, cuando no absolutizado, el papel de la compositora y cantante. Un intérprete verdadero puede ser proclamado creador de composiciones debidas a otros. Así, una que fuese cantada por Benny Moré paraba en creación suya, y creador del ritmo Pilón mereció ser llamado Pacho Alonso, aunque las piezas correspondientes fueran de su amigo, coterráneo y compadre Enrique Bonne.
Cosa muy diferente son ciertas manipulaciones mercantiles, como la que reveló en Cubarte , no hace mucho, Guillermo Rodríguez Rivera: la atribución de canciones de Compay Primo , Lorenzo Hierrezuelo, a Compay Segundo , Francisco Repilado. Sin recato, aunque ello supusiera sepultar a un artista imprescindible, fundamental en Los Compadres, y en Cuba, la empresa productora echó mano al nombre del que entonces vendía más, dada una combinación de sus indudables virtudes, algo como de arqueología y el efecto del fenómeno Buena Vista Social Club, que no benefició a Hierrezuelo, muerto años antes.
No se agota con ello la nómina de quienes, por lo menos de Ernesto Lecuona para acá, han musicalizado textos de Martí, pero un buen ejemplo lo dio Teresita Fernández al salir airosa de batirse con todo Ismaelillo : «hasta con sus espacios en blanco», ha reiterado ella. No siempre los poemas de mayor altura son los que más éxito alcanzan musicalizados. Se ha dicho que, a su modo, el mayor acierto de Amaury Pérez con poemas de Martí radicó en haber sabido escoger algunos de los que Martí relegó, anteriores al deslindante Ismaelillo .
Hace años, refiriéndose al plan de Julio García Ruda, entonces compositor en formación, de emplear Abdala , texto del Martí adolescente, para componer una ópera, el maestro Carlos Fariñas elogió ese proyecto -cuyo destino ignoramos- y lo contrastó con óperas célebres basadas en escritos que, a su juicio, si no eran banales, tampoco son comparables en cuanto a trascendencia con el precoz poema dramático martiano. El camino de los textos a los que se pone música, o que se escriben para ella, tiene sus particularidades: en Cuba ha sido o es un lugar común decir que Gustavo Sánchez Galarraga logró como letrista de Lecuona más éxito que como poeta, o, para decirlo con mayor propiedad, como autor de poemas.
En el foro aludido al inicio, quien reclamó dar a cada texto, fuese poema o letra de canción, el lugar merecido por sus valores, citó de memoria un fragmento de Para vivir , de Pablo Milanés: «Muchas veces te dije que antes de hacerlo/ había que pensarlo muy bien,/ que a esta unión de nosotros/ le hacía falta carne y deseo también,/ que no bastaba que me entendieras/ y que murieras por mí,/ que no bastaba que en mi fracaso/ yo me refugiara en ti». Luego comentó: «Esa canción es no solo un claro testimonio de los años de mayor altura del autor en cuanto a creatividad musical y textual, y a calidad interpretativa, sino también una de las más grandes canciones cubanas; pero difícilmente un poeta de apreciable profesionalidad quisiera tener ese texto en un libro suyo. Si se le quita el soporte que le da la estructura musical, no parece que se sostenga como poema. Se le aprecia no únicamente por sus aciertos poéticos de letra de canción, sino porque ya no hay manera de leerlo, ni de pensarlo siquiera, sin sentir que cabalga sobre dicha montura».
Una letra de canción, sobre todo si es buena y sabe tocar las fibras del alma, tiene tal poder que incluso aunque incluya pifias verbales puede conmover a los lingüistas más rigurosos. En general, las pifias son indeseables, y a veces horrorosas; pero a menudo ocurre lo que sucede con un familiar querido: es nuestro aunque no domine el idioma, así como nos pertenece lo que él, o ella, nos dice. ¿Será cierta la anécdota de la profesora de español que rechazó a un enamorado no porque él fuera cursi y en una carta la llamara «mi corazón», sino porque, al hacerlo, escribió corasón , así, con ese? Los sentimientos son sentimientos, no trazos gráficos, aunque estos sean importantísimos para expresarlos y cultivarlos.
La comunicación cotidiana, o estrictamente personal, tiene su propia manera de ser asumida como acto de intimidad, y grandes documentos suscitan un respeto colectivo que llega a ser paralizante. ¿Cómo corregir, en la más conocida de las cartas de Ernesto Guevara, el pasaje donde se lee: «Me recuerdo en esta hora de muchas cosas»? El mismo guerrillero tenía vocación literaria y conocimientos para haber hecho la rectificación adecuada: «Me acuerdo en esta hora de muchas cosas» o «Recuerdo en esta hora muchas cosas». Pero esa carta es el testamento de un héroe que no la escribió en las bondades del sosiego.
Sin llegar a documentos de tal trascendencia, hay deslices con los que no solo convivimos, ya sea por voluntad propia o a regañadientes: algunos son compañía entrañable, y no estamos dispuestos a prescindir de ella. En eso brillan algunas canciones. Al panameño Carlos Eleta Almarán quizás no se le recuerde por haber sido un hombre de empresa, o promotor del boxeador Roberto Durán, Manos de Piedra . Hasta el nombre del empresario puede ignorarse, pero su bolero Historia de un amor se recuerda y se agradece. ¿Cómo ser indiferente a la melodía y el texto dedicados a un amor «como no habrá otro igual»? Y ¿quién se detendrá a reprochar el desliz presente en el lamento ocasionado por ese amor, que -lo proclama el compositor- «me hizo comprender/ todo el bien, todo el mal/ que le dio luz a mi vida/ apagándola después»? El mal uso de ese gerundio es palmario, pero ¿vamos a sustituir «apagándola después» por «y me la apagó después»?
Nuestro Sindo Garay legó entre otras joyas el bolero La tarde . Sea la letra suya, o de la poeta puertorriqueña Lola Rodríguez de Tió -como se ha dicho-, o de quien o de quienes sea, el trovador, por haberla utilizado, es el responsable de que esa canción tenga la que tiene, y en ella ha hecho historia lo que se tiene por error lexical: la confusión de agolparse con golpearse . No es el momento para palabras terminantes sobre este asunto, ni tal es el propósito del articulista, y, como es frecuente al reproducirse el texto de una canción, del siguiente fragmento hay diferentes versiones. Pero cabe atenerse a esta: «Las penas que a mí me matan/ son tantas que se atropellan/ y como de acabarme tratan,/ se agolpan unas a otras/ y por eso no me matan».
También se oye, o se lee, «y como de matarme tratan», y no falta un cambio «purificador»: el de «se agolpan» por «se mellan»; pero una alteración como esta última daña la eufonía del texto y suprime las asociaciones derivables de «se agolpan», donde la idea del tumulto valdría para explicar por qué las penas se paralizan y no logran matar al sujeto lírico de la canción. De ahí quizás, y de la voluntad de librar de falta semántica al compositor, que a veces en lugar de «se agolpan unas a otras» se oiga, o se lea, «se agolpan unas con otras».
Pero con ello persiste la idea de agolpamiento, no de golpeadura, aunque vale la pena recordar que, según el Diccionario de la Academia Española de la Lengua, agolpar tiene esta primera acepción: «juntar de golpe en un lugar», y entre los sujetos con que se ejemplifica el uso de ese verbo aparecen precisamente las lágrimas. Si estas se juntan de golpe, ¿no pueden neutralizarse y perder efecto? Se dirá que buscamos piedad para salvar a Sindo; pero él no necesita perdón alguno para asegurarse la permanencia que su obra le ha ganado, y debe seguir ganándole mientras haya sentimiento y gusto musical en este mundo.
Además, Sindo no buscaba la «originalidad» que parecen perseguirse al escribir cosas como esta: «Para comer libertades me tienen que fenecer», lo cual equivale a decir: «Me tienen que suicidar». Ser de veras poético no es siempre algo que se logre a voluntad. Una metáfora empieza por ser lenguaje figurado, y pierde efectividad cuando se agota por el abuso. Y la enunciación «Necesito una estrella que brille con luz propia y natural» no es tan metafórica. Hasta en una clase elemental de física la estrella se define, literalmente, como un cuerpo celeste que brilla con luz natural y propia.
Lo peor que puede ocurrirle a una canción no es tener deslices gramaticales que, en casos como los de Almarán y Sindo -gran autodidacta el segundo, y tal vez también el primero- pueden deberse a la circunstancia de componer en la penumbra de un bar con atmósfera etílica. Tampoco lo peor serían las imágenes infelices o fallidas. Esos pueden ser o son defectos que sería preferible que ninguna canción tuviera; pero algunas, a pesar de tenerlos, se las arreglan para saltar, con su saldo de aciertos, por encima de imperfecciones, y se afincan en eso que tan tranquilamente, como si fuera lo más simple del mundo, suele llamarse inmortalidad. Algunas, incluso correctísimas, ni de lejos rozan semejante logro.
Entre lo peor de una canción, o de algo que se proponga serlo, figura lo que no puede reprochársele ni a Sindo ni a Almarán: cultivar la chabacanería y el mal gusto. Para transitar por los senderos del doble sentido sin caer en la grosería se necesita el ingenio de un Ñico Saquito o de un Guayabero, y esos no siempre abundan, aunque lo parezca. Hoy prospera la chapucería, promovida incluso por compositores que han tenido muchas más posibilidades que aquellos de adquirir una sólida formación técnica y cultural, no solo la pericia para hacer sonar bien los instrumentos y las voces. El arte es más que eso.
Cada época tiene -los crea- los ritmos, los géneros y los modos musicales de su preferencia, que llegan a caracterizarla, y ninguno es fatalmente detestable, ni ha ocurrido que borre los precedentes ni impida el surgimiento de otros. Abominable en una canción puede resultar lo grosero que se monta sobre una estructura musical determinada, sea cual sea. Pero lo que más debe preocupar no es que circunstancialmente le toque a un género o a otro ser el soporte difusor de lo indeseable, aunque haya autores capaces de darles otro uso a esos mismos géneros. Lo más grave estriba en por qué un tiempo determinado en un país concreto se presta para la difusión de valores o, mejor dicho, desvalores que urge combatir y erradicar, y prosperan porque no concitan el rechazo eficaz de hornadas de ciudadanos en cuya instrucción se han invertido recursos que merecerían dar resultados mucho mejores. Como diría Hamlet, y esta vez sin asomo de duda: «Esa es la cuestión».
No solamente música y canciones pueden convertirse en portadores de lo chabacano. Si en ellas ocurre, búsquense fuera de ellas las motivaciones de un mal que aflorará también en la vida cotidiana, y dañará quién sabe cuántas esferas del funcionamiento general de la sociedad, incluidas otras manifestaciones del arte. Hace poco, la Televisión Cubana trasmitió para todo el país, en horario estelar, una actuación de su compañía de ballet insignia, felicitada por haber cumplido cincuenta años, y el estribillo o casi texto único de la pieza musical utilizada era «Tóquenme los timbales», expresión que hace tiempo perdió su valor de doble sentido en beneficio de una sola de las significaciones posibles.
¡Ah!, para no dejar duda al respecto: buena o mala, pobre o extraordinaria, puede ser una letra de canción, como bueno o malo, pobre o extraordinario, puede ser un poema.
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