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La Iglesia valenciana fue indiferente a la tragedia de su sacerdote en Chile

Antonio Llidó: el ominoso silencio del Arzobispado de Valencia

Fuentes: Levante

«Estábamos preocupados por él, sabíamos que estaba detenido, que seguramente sería fuertemente torturado», recuerda el obispo Carlos Camus, secretario general de la Conferencia Episcopal de Chile en octubre de 1974, cuando el sacerdote valenciano Antonio Llidó fue secuestrado, torturado de manera brutal y asesinado por agentes de la siniestra Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). El […]

«Estábamos preocupados por él, sabíamos que estaba detenido, que seguramente sería fuertemente torturado», recuerda el obispo Carlos Camus, secretario general de la Conferencia Episcopal de Chile en octubre de 1974, cuando el sacerdote valenciano Antonio Llidó fue secuestrado, torturado de manera brutal y asesinado por agentes de la siniestra Dirección de Inteligencia Nacional (DINA). El 17 de octubre su familia conoció la detención por una misiva que les remitió Jorge Donoso, su compañero en la clandestinidad, y de inmediato se dirigieron al Ministerio de Asuntos Exteriores, el Arzobispado de Valencia, la Nunciatura Apostólica, Naciones Unidas, Amnistía Internacional y la Cruz Roja al objeto de lograr su liberación. Aquel día Llidó permanecía en la celda 13 de Cuatro Álamos y allí estuvo al menos una semana más, hasta que alrededor del 25 de octubre fue sacado por la DINA junto con otros desaparecidos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) con destino desconocido.

Los responsables de los archivos de la Conferencia Episcopal Española (en el que se almacena documentación sobre los curas enviados a América) y del Arzobispado de Valencia rechazaron nuestra petición de consultar la información que conservan sobre Llidó hasta que hayan transcurrido «cien» y «cincuenta años» de los hechos, respectivamente. Asimismo, solicitamos una entrevista a Agustín García-Gasco, arzobispo de Valencia, mediante una carta fechada el 26 de julio de 2004 para averiguar si su institución intentó ayudar a salvar la vida de este cura de Xàbia, pero la única respuesta fue el silencio.

En mayo de 1972 monseñor José Gea (entonces obispo auxiliar de Valencia) viajó a Chile para asistir a la consagración episcopal de su condiscípulo Juan Luis Ysern y se reunió en la ciudad de Quillota con Llidó, quien acababa de ser suspendido de sus funciones como sacerdote en la diócesis de Valparaíso por el obispo Emilio Tagle e «invitado» a regresar a España. Como respuesta a nuestro interés por entrevistarle, Gea nos remitió una breve carta en la que afirma: «Informé a mi vuelta al Sr. Arzobispo y ya no supimos más de él; sólo noticias no confirmadas después del golpe de Pinochet (…). Es lo único que le puedo informar sobre Llidó».

Por su parte, el entonces arzobispo de Valencia, José María García Lahiguera (ya fallecido), llegó a Chile en diciembre de 1973 en el curso de su viaje por América para visitar a los 25 sacerdotes de la diócesis que ejercían allí su ministerio. Durante su estancia ignoró la situación de Enrique Cogollos, preso y torturado desde el 8 de septiembre de aquel año. Cogollos se había secularizado en 1971 al contraer matrimonio con una joven chilena, pero se formó en el seminario de Moncada y sirvió como cura durante varios años al Arzobispado. Los obispos chilenos Enrique Alvear y Carlos Camus sí intercedieron por él ante la dictadura y el 1 de enero de 1975 fue expulsado del país junto con otro ciudadano español.

García Lahiguera exhibió aquella misma indiferencia a finales de 1974 ante la desaparición de Llidó. Ángel Navarro, responsable entre 1968 y 1979 de la delegación diocesana de la Organización de Cooperación Sacerdotal Hispanoamericana (OCSHA, el organismo que entonces enviaba a los curas españoles a América), evoca a Llidó como «un sacerdote muy valioso y comprometido con los pobres», pero sólo recuerda «los comentarios informales» y los «rumores» que originó su desaparición, pues escuchó muchas «alabanzas», pero también sentencias lapidarias del tipo: «Se lo ha estado buscando». Navarro señala que García Lahiguera «entró a fondo» en el caso a través de las conferencias episcopales de ambos países y del Ministerio de Asuntos Exteriores: «El Arzobispo tenía muy buena relación con Franco, si le hubiese pedido algo… Pero seguramente vieron que no habría rastro de Antonio, que no se podía hacer nada».

Sin embargo, en la voluminosa documentación que hemos consultado en el archivo de la Asociación Cultural Antonio Llidó, en el sumario abierto contra Pinochet en la Audiencia Nacional (contiene numerosos documentos del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Embajada de España sobre el caso) y en las más de mil páginas del proceso judicial que se instruye en Chile desde 1992 por la desaparición de este cura no hemos hallado un solo papel que contradiga nuestra tesis: el Arzobispado de Valencia fue y sigue siendo indiferente a la tragedia de este sacerdote. Así lo corroboran estas palabras de Carlos Camus, quien conocía bien esta diócesis ya que vino en 1969 como prelado de Copiapó para solicitar curas en virtud de la estrecha colaboración que ambas provincias eclesiásticas mantenían en aquellos años: «No recuerdo haber recibido directa y oficialmente ninguna petición del Arzobispado de Valencia».

Antonio Llidó fue detenido por la DINA el 1 de octubre de 1974 por su condición de dirigente del MIR en la clandestinidad, pero también fue sacerdote hasta el último día de su vida. Después de ser sancionado por el obispo de Valparaíso en abril de 1972 continuó ejerciendo como tal en el seno de la Comunidad Quillotana de Cristianos por el Socialismo y en la casa de la calle José Domingo Cañas 1.367 de Santiago (convertida en una prisión secreta de la DINA) también entregó a sus compañeros las cualidades humanas que le han convertido en un ser humano inolvidable para quienes le conocieron.

En este sentido, el testimonio de Edmundo Lebrecht filmado por Andreu Zurriaga para su documental Queridos todos es conmovedor. Durante varios días, con las manos amarradas y los ojos vendados, hacinados junto a otras personas en un espacio mínimo, hablando entre susurros después de haber sido torturados, Lebrecht y Llidó conversaron sobre los aspectos medulares de la fe cristiana: «En esas circunstancias extremas tener la capacidad de llevar su Evangelio… -subraya Lebrecht- (…) Pienso que los cristianos, sobre todo los católicos, debieran llevar como ejemplo y hablar de esta actitud, que es la de los cristianos en la época de las catacumbas… ¡Cómo se puede sancionar a un sacerdote así! Yo viví en Alemania. La historia sabe de sacerdotes sancionados que murieron en los campos de concentración nazis y que hoy día han sido reivindicados y son un ejemplo para la Iglesia Evangélica en Alemania (…) Es fundamental que la Iglesia reivindique estas demostraciones que hizo de difundir el cristianismo en estas situaciones, en las que el cristianismo era una cosa objetivamente reconfortante, tanto como un plato de comida».

Incluso el domingo 20 de octubre de 1974 Antonio Llidó celebró su última misa con sus compañeros de Cuatro Álamos después de obtener un poco de vino. Allí, tras recuperarse en parte de las torturas sufridas, organizó un coro, cantó, bailó y dio clases de francés para combatir la angustia que les atenazaba. Además, según el testimonio de Herman Schwember: «En su condición de sacerdote, Antonio era buscado por todos aquellos presos que querían ayuda para reflexionar sobre su propia situación».

Tres semanas después los obispos Fernando Ariztía (católico) y Helmut Frenz (luterano) se entrevistaron con Pinochet y le mostraron una fotografía de Llidó. Fue entonces cuando el dictador pronunció sus conocidas palabras: «Ése no es un cura, es un terrorista, un marxista, hay que torturarlo porque de otra manera no ‘cantan». Frenz, quien hace cuatro años declaró ante el juez chileno Jorge Zepeda en la causa por la desaparición de Llidó, ensalza la memoria de este sacerdote: «Soy un convencido de que el padre Antonio fue hasta su último aliento un cura auténtico, un seguidor fiel de Jesucristo. Lo admiro profundamente».

Ya han transcurrido casi 33 años desde el asesinato de Antonio Llidó. En Chile algunos de los principales agentes de la DINA están procesados y pueden ser condenados en firme pronto, como les ha sucedido a los verdugos de otros dos jóvenes militantes detenidos desaparecidos del MIR: Miguel Ángel Sandoval y Diana Arón. Las falsedades que sectores conservadores de España y Chile vertieron después de su desaparición se han derrumbado y su trabajo como sacerdote obrero, en la pedagogía popular con los jóvenes o junto con los obreros y los campesinos, así como su compromiso con la construcción de un socialismo democrático y revolucionario y su inmensa humanidad en las cárceles secretas de Pinochet nos ofrecen un legado que sus familiares y amigos han mantenido vivo.

Tan sólo persiste el silencio ominoso del Arzobispado de Valencia, que en todo este tiempo no ha tenido ni una sola palabra de reconocimiento hacia el martirio de un sacerdote ejemplar.

– Mario Amorós es doctor en Historia y autor de Antonio Llidó, un sacerdote revolucionario (Publicacions de la Universitat de València, 2007).