En un acto de involuntario surrealismo -supongo-, Eduardo Zaplana expresó el pasado jueves su temor de que el PP, a la vista de las agresiones que algunos de sus dirigentes han venido sufriendo en Cataluña, no tenga más remedio que volver a la consigna, tan propia de los tiempos de la Transición, que reivindicaba «Libertad, […]
En un acto de involuntario surrealismo -supongo-, Eduardo Zaplana expresó el pasado jueves su temor de que el PP, a la vista de las agresiones que algunos de sus dirigentes han venido sufriendo en Cataluña, no tenga más remedio que volver a la consigna, tan propia de los tiempos de la Transición, que reivindicaba «Libertad, amnistía y estatuto de autonomía».
Zaplana ha demostrado con ello que tiene muy claros los bandos del presente, pero que los del pasado se le han desdibujado del todo. El actual PP, heredero de la Alianza Popular de los tiempos de la Transición, malamente podría volver a la consigna central de un movimiento social al que se opusieron de manera inequívoca sus antecesores más reputados, empezando por los propios Fraga y Martín Villa.
Cabría pensar que ese extraño intento de Zaplana de presentarse como administrador autorizado de las viejas consignas de la oposición antifranquista es un desliz, sin más, quizá no perdonable, pero sí comprensible en alguien que, como él, se autoimpone la obligación de hacer sin parar declaraciones supuestamente mordaces y sarcásticas. Pero no. El repaso de la actuación general del PP revela que lo del portavoz del Grupo Parlamentario Popular no tiene nada de excepcional. A los del PP les ha entrado la sorprendente manía de servirse de consignas que fueron ideadas para fines no sólo muy distintos, sino a menudo directamente opuestos a los suyos.
Me llamó la atención en su momento la desenvoltura con la que decidieron servirse de la sentencia unamuniana «Venceréis, pero no convenceréis» para oponerse a la devolución de los importantes documentos robados por los franquistas tras la ocupación de Cataluña, que depositaron en los archivos de Salamanca. Es del dominio público que Unamuno, intermitente rector de la Universidad salmantina, fue apartado definitivamente del cargo por los jefes del Régimen del 18 de Julio, tras pronunciar un discurso en el que figuró esa dura condena del bando faccioso. Realmente hace falta mucha desenvoltura para atreverse a invocar las palabras de Unamuno en defensa de los expolios del franquismo.
Descaro similar, aunque en un plano distinto y de referencias más recientes, es el que han demostrado al enarbolar la consigna «No en mi nombre» para oponerse a los intentos de establecer vías de diálogo que conduzcan al fin de la violencia de ETA. Como es sabido, esa consigna alcanzó gran notoriedad porque sirvió de leit motiv a las movilizaciones pacifistas contra las aventuras bélicas de George W. Bush, primero en los EEUU, luego en el resto del mundo. Lo refleja Kris Kristofferson en su último disco, recién aparecido: «No en mi nombre, no sobre mi suelo: lo único que quiero es que acabe la guerra», dice. Que sea el PP, precisamente el PP, incondicional de Bush, el que se apropie de esa consigna, y que lo haga para boicotear una causa pacifista, es de una impudicia sin posible parangón.
¿Cuál es su problema? ¿Les deprime el nulo éxito que tienen sus propios eslóganes? ¿Envidian el éxito de los ajenos? No lo sé, pero por si acaso ya me estoy preparando para la siguiente. Irá sobre lo que sea, pero tengo clarísimo qué consigna usurparán. Sigo su lógica. Será -me apuesto cualquier cosa-, «¡No pasarán!»