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Apuntes sobre censura editorial (Tercera parte, final)

Fuentes: Cubarte

El artículo de Juan Marinello «Sobre la interpretación y el entendimiento de la obra de José Martí», citado en la segunda parte de estos apun tes, no impidió que un representante del Centro de Estudios Martianos tuviera que recorrer algunos cientos de kilómetros para gestionar el cese de medidas punitivas impuestas a un autor que […]

El artículo de Juan Marinello «Sobre la interpretación y el entendimiento de la obra de José Martí», citado en la segunda parte de estos apun tes, no impidió que un representante del Centro de Estudios Martianos tuviera que recorrer algunos cientos de kilómetros para gestionar el cese de medidas punitivas impuestas a un autor que había citado de Gabriela Mistral líneas supuestamente lesivas para el héroe. Coincidiendo -escribió en su penetrante conferencia La lengua de Martí – con «varios comentaristas», la gran chilena vio que su maestro cubano encarnaba la integralidad del hombre que contenía «a la mujer y al niño, conservando entero el varón». Lecturas homófobas consideraban insultante ese juicio, que ameritaría mayor detenimiento como retrato de quien, altiva víctima del calvario del presidio político en su adolescencia, autor de Ismaelillo y de La Edad de Oro , y organizador de una guerra, encarnó una fina, enérgica y ejemplar ternura. El principal impulsor de aquellas medidas no era un funcionario policial, sino un cuadro profesional de la cultura, según vio in situ el representante del Centro.

No olvidemos que esa institución tuvo que apoyar los esfuerzos hechos para que no se proscribiera llamar Apóstol a Martí. En las andanadas contra ese apelativo llegó a decirse que había sido un recurso de la burguesía proimperialista en la República neocolonial para quitar filo revolucionario a las ideas martianas. Pero ese tratamiento se lo dieron al héroe sus seguidores en la emigración patriótica, y llegó a La historia me absolverá . En nuestros días perdura y se le siente rumbo al futuro. ¿Hay acaso que deplorarlo?

Saliéndonos de asuntos relacionados directamente con Martí -los que durante años por razones laborales conocí de cerca-, todavía en 1986 resultó necesario que el miembro de un jurado le salvara a un valioso autor el premio que había merecido en un certamen nacional. De viva voz o por teléfono, los otros dos integrantes del jurado dejaron ver, u oír, que aceptaban el despojo; pero el tercero dio la pelea, y lo impidió. En nombre de la limpieza ideológica, alguien de cuyo nombre es mejor ni acordarse estimó inconveniente premiar a quien cerca de diez años atrás había recibido una sanción que hoy puede parecer injusta, y probablemente lo fue. Aunque el sancionado se mostraba en franca «rehabilitación», con magníficas evaluaciones en su trabajo, un cuadro a la sazón vigente -es decir: con poder- suponía que debía privársele del lauro que había logrado en el concurso, por si después volvía a cometer otra falta punible.

Al final triunfó la idea de que aplicar semejante parámetro prolongaría la práctica de vetos contra la cual ya actuaba con tino, desde hacía también una década, la política cultural de la nación; y, en fin de cuentas, la actitud posterior de aquel autor sería responsabilidad suya. Ni el jurado ni el organismo que auspiciaba el certamen tenían por qué errar de hecho, imponiendo una censura impertinente, en previsión de un posible error de alguien a quien privarlo del premio podía costarle que su libro no se publicara, o demorase quién sabe cuánto tiempo en editarse, y sin el crédito de haber triunfado en un concurso nacional.

Hoy, sin embargo, no es necesario salir en defensa de aquel autor: ni es objeto de sanciones e interdictos ni le escasean elogios y lauros. Lejos de eso, se le dedican acontecimientos importantes, y aparece en la televisión reconocido como un paradigma para la sociedad. Incluso a personas bien intencionadas puede asaltarle la duda: ¿se está ante una ponderación equilibrada, justa en sí misma, o en presencia del movimiento pendular que puede ser patrimonio de la humanidad pero entre nosotros se asocia a un juicio que se le atribuye a Máximo Gómez: o no llegamos, o nos pasamos? Claro, es preferible pasarse en loas y no en reprobaciones; pero el equilibrio, no solo el del mundo, sigue siendo un desiderátum que vale la pena abrazar, para hacerlo realidad y que resulte lo más fértil posible. A eso no puede ni debe permanecer ajeno, ni indiferente, el trabajo editorial.

Si algo logran las interdicciones y los vetos, en general las prohibiciones, es despertar el interés, morbo incluso, por lo que se intenta proscribir. Quizás José Lezama Lima se reía socarronamente de la interdicción que sufrió en vida, pues le daría pie para pensar en el sabor del desquite, en el torrente de cantidades hechizadas que se explayaría cuando el dique se abriera o se rompiese. El caso de Lezama está lejos de ser el único, y en el extremo contrario parece estar a la vista un hecho: ¿no se corre el riesgo de que sufran olvido injusto, inmerecido, autores como José Antonio Portuondo y Mirta Aguirre, o el mismísimo Nicolás Guillén, y otros, a quienes en vida no les faltaron merecidos elogios de índole profesional y política? En 2014 será el centenario, entre otros, del gran cuentista Onelio Jorge Cardoso. Debería ser propicio para estimular la publicación de su obra, y poner cuanto veto o censura inteligente se necesite contra todo lo que intente impedirlo.

Hace unos años, al calor de una charla, alguien -creo que el entusiasta Aldo Martínez Malo- me preguntó qué me parecía válido para estimular la lectura masiva de Martí: le contesté que sería estimulante prohibirlo, pero, como eso sería imposible, impracticable e inmoral, debíamos dedicar a su obra la mejor y más inteligente difusión. En otros textos he aludido al peligro de mutilar un pensamiento que nos desborda. En Sancti Spíritus supe que al autor de un artículo en una publicación nacional de gran tirada le habían podado en una cita del artículo martiano «Maestros ambulantes» las líneas relativas a la prosperidad y su papel en la conducta humana. Martí, luego de afirmar: «Ser bueno es el único modo de ser dichoso» y «Ser culto es el único modo de ser libre», sostuvo: «Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno».

Además de inútil, sería irrespetuoso con Martí buscar en esas palabras asomo de culto de la opulencia. Lo que deseaba para Cuba eran caminos por donde alcanzar lo que él mismo llamó «fin humano del bienestar en el decoro». Personalmente estaba dispuesto a cuanto sacrificio fuera necesario, pero sabía que, en lo común de la naturaleza humana , las penurias no abonan la mayor riqueza, las virtudes. No todos tendrían la voluntad que él encarnó de manera ejemplar: vivir humildemente cuando le sobraba talento para lograr una gran fortuna. Echó de veras su suerte con los pobres de la tierra. No hay por qué cercenar su palabra y crear con ello «misterios» indeseables, como el que, cualesquiera que fueran las razones por las cuales no se televisaba en Cuba la programación íntegra de esa empresa televisora, que tanto enseña, durante un tiempo y hasta hace poco alentó en muchas personas el afán de imaginar, con razón o sin ella, cómo sería lo menos bueno de Telesur.

En lo general de la cultura, y en el trabajo de edición en particular, así como en el mismo acto de crear, intervienen factores cognoscitivos y circunstancias de diversa índole, sin excluir ánimos personales. De ello podrán hallarse ejemplos en todas las manifestaciones artísticas. En una canción de 1980 Luis Eduardo Aute se disculpa con su destinataria por no haber podido privarse de visitarla sin previo aviso: «Y bien qué tontería, / no soy nada sutil, / si yo sólo pasaba, / pasaba por aquí […] / Ningún teléfono cerca / y no lo pude resistir». Entrado ya el siglo XXI, el mismo cantautor español comentó en un concierto que ese pasaje de la canción no tendría ya el mismo sentido que cuando la compuso, porque ahora es natural llevar el teléfono con uno (por lo menos en las circunstancias de Aute). ¿Pasará eso inadvertido para el editor de un disco o de un cancionero?

Volvamos a Cuba. En un canción fechada en 1975, Silvio Rodríguez declara: «Y al que diga que me aguante / debajo de una sotana, / le encajo una caravana / de sentimientos gigantes». Caracterizado por la independencia de pensamiento y la franqueza expresiva, desde sus comienzos el trovador pagó el mérito de tener pensamiento y lengua libres, y hoy sigue arriesgando, juntas, cuerda y vida. Pero una imagen como la citada, que le brotó cuando entre nosotros primaba o creíamos que primaba el ateísmo, ¿tendría hoy las mismas posibilidades de surgir y, sobre todo, igual acogida en los medios de difusión nacionales? El tratamiento del tema religioso va por otro camino. A veces los ateos nos percatamos de cuán minoritarios somos, y hasta mal vistos nos sentimos, lo que estaría bien si sirviese para que impidamos el regreso de discriminaciones lamentables . Subrayo ese adjetivo, porque también hay discriminaciones necesarias y justas. El trabajo editorial bien hecho lo muestra asiduamente.

Por cierto, aquella imagen anticlerical de Silvio Rodríguez coincide, en la misma canción, con metáforas que abrazan un cierto idealismo filosófico caro a la poesía. Recordemos: «Y digo que es culpa de ella / -de la noche- el universo, / cual son culpables los versos / de que haya noches y estrellas». En el mismo entorno, signado oficialmente por el materialismo científico, en que el trovador escribía ese texto, se impedía radiar La mora , danzón inmortalizado por Barbarito Diez, en cuya voz, que ningún club debe borrar, sigue siendo encantador oír: «La Noche Buena ¿cuándo volverá?» Esa fue la «razón» para el veto.

En vísperas de la visita a Cuba de Benedicto XVI, nombre que para ser jefe del Vaticano adoptó Joseph Ratzinger, pareció bien que viniera, aunque voces autorizadas -católicos eminentes incluso- habían puesto y han seguido poniendo de relieve sus nexos juveniles con el nazismo, y su papel como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, continuadora de la Inquisición. Nada de eso era necesario ignorar, ni silenciar, para ver bien que Ratzinger viniera a Cuba, aparte de que de todas formas iba a venir, y vino. Se debe estar abierto a conocerlo todo, siempre que no se pierda la capacidad de discernir, ni vaya uno con el viento como chiringa sin hilo. La visita disgustaba especialmente a las fuerzas retrógradas que quisieran aplastar a Cuba, o, por lo pronto, condenarla a un aislamiento mayor que el impuesto por el bloqueo imperialista, y en parte calzado por algunas de las medidas adoptadas para la ineludible autodefensa nacional.

Pero quién sabe cuántos y cuántas podían estimar necesarias ciertas matizaciones, como discutir cosas dichas ante las cámaras de nuestra televisión o desde el Vaticano por representantes del clero. ¿No debían tener derecho también a expresarse quienes no estaban dispuestos, por la ocasión de una visita ilustre, a dejar de pensar y a quedarse sin voz, ni a confundir la misa en la Plaza de la Revolución con lo que no era, aunque algunos énfasis de la convocatoria -en voces asociadas con movilizaciones de otra índole- favorecieran confusiones involuntariamente, y en la base del monumento a Martí se desplegara, descontextualizada, una frase del Apóstol anticlerical? La colocación allí de la frase no halló censura alguna, a juzgar por los hechos. Cuando primaban posiciones, más que ateas, ateocráticas, un vehemente escribidor ganó alguna celebridad haciendo maravillas para convertir a Martí en dirigente obrero y más o menos ateo. Hace años que el autor de tales afanes radica en los Estados Unidos, y allí sirve al imperio.

Si en vísperas de aquella visita papal, y por las preocupaciones ya dichas, alguien quiso escribir una «Confesión estrictamente personal», debía conformarse con que circulara en medios fundamentalmente no cubanos: los pocos del país que la acogieron no fueron en rigor órganos nacionales, sino meandros digitales, y en el más relevante de ellos la pusieron y la retiraron prontísimo. El autor de la «Confesión» lo comprendió de antemano. Al inicio del texto había dejado claro que no intentaría que se publicara en Cuba, por una sencilla o tremenda razón: las circunstancias nos han llevado a parecer monolíticos y a veces incluso faltos de pensamiento independiente. Si alguien en los Estados Unidos, España, Alemania, Japón o Nigeria emite un juicio, este se recibe como su opinión personal, y nada más; el de un cubano se toma o se promueve, ¡vaya desmesura si las hay!, como la opinión de Cuba .

Esa es una trampa que nos han tendido, y nosotros, en nuestra necesaria voluntad unitaria y de autodefensa frente a las agresiones, de diversos modos hemos colaborado con ella, aunque no haya sido nuestra intención hacerlo. Tal vez haya quienes gocen con esa trampa, pero resulta cada vez más visible -al menos así le parece al autor de estos apuntes- la necesidad de que haya espacios más amplios y visibles donde un ciudadano exprese su criterio responsablemente y sea no más que eso: su opinión . A veces parece que criticar al director de un equipo deportivo se ve como si se criticara no ya el deporte revolucionario, sino a la Revolución misma, y, de paso, a la historia de la patria. ¿Puede eso no afectar lo que se llama censura editorial, o simplemente edición?

A pesar de los grandes méritos que le vienen de la decencia, de no fomentar calumnias ni despeñarse en la irresponsabilidad, la prensa cubana parece haber llegado a una especie de atolladero del cual debe salir. No por cierto para complacer al enemigo y aceptar que este le imponga una agenda informativa dada, sino para ser más eficientes y cumplir a fondo los lineamientos que la Revolución ha trazado, y no mantener silencios que convendrían, si acaso, al enemigo. Eso -a lo que me he referido en artículos como «Información y participación ciudadanas», «Cultura informativa y cambio de mentalidad» y «Con José Martí, más allá de los libros»- se ubica en una realidad contra la cual despotrican muchos, pero por lo general responsabilizando con las deficiencias a los mismos periodistas que a menudo se ven impedidos de cumplir su vocación y, con ella, el llamado de la dirección de la Revolución a erradicar prácticas ineficaces si de informar se trata.

Un artículo escrito seriamente para apoyar esa convocatoria puede tropezar en su camino con líneas editoriales afines a las mismas carencias que se ha llamado a erradicar. Con el título de una obra de Leo Brouwer, digamos: «La tradición se rompe, pero cuesta trabajo». Hay quienes aplauden el llamamiento a cambiar de mentalidad, mientras se afincan en la mentalidad que debe ser cambiada. Tal vez eso hasta sea una prueba de que creen actuar y pensar correctamente; pero evidencia asimismo que, para cambiar lo que puede considerarse la mentalidad nacional, a menudo resultará necesario sustituir quién sabe cuántas de las mentes que la sostienen, sobre todo en posiciones que las hacen influyentes.

Sería un acto de soberbia proponer conclusiones en unos cuantos apuntes sobre algo que, llámese edición o censura, o de cualquier otro modo, es más cotidiano y universal de lo que pudiera tal vez sospecharse. Dígase apenas que el trabajo de edición debe perseguir un ideal: combinar creativamente aptitudes, información y recursos. Es un pulseo en el cual los autores y quienes editan se ven enfrentados a desafíos que demandan la mayor preparación cultural posible. No basta por sí misma para resolverlo todo; pero sin ella todo se complica, se estropea o se agrava. No se trata de renunciar a la tarea editorial, a tensiones y pugnas que tal vez solo desaparecerían si desapareciera la humanidad. Lo que se necesita es asumir bien la edición, tarea que no se concibió para hacer sufrir a los autores con la imposición de preferencias lingüísticas acaso ya quebradas por el avance del pensamiento y del mismo idioma, o por el extraordinario sentido común.

No se rehúya lo que se debe asumir. En estos días, vividos entre La Fortaleza de San Carlos de La Cabaña y el centro histórico de Sancti Spíritus, se percata uno de que hacen falta editores, programadores, controladores, censores, o como se les quiera denominar, pero de calidad suficiente, hasta para seleccionar la música empleada en la ambientación sonora de la Feria del Libro, de modo que sus nobles propósitos no salgan contrariados, o den frutos contrahechos. En el orden político, ideológico, científico o estético se requiere tener un buen conocimiento de las cosas y voluntad de persuasión cultural, y difícilmente se pueda prescindir de vetos, aunque estos no sean ni lo más apetecible ni lo más fértil.

Por ahora, añádase únicamente, antes de que el público abandone el local reclame silencio, que haber aceptado esta invitación suponiendo inicialmente que era otro el tema que se le proponía tratar, no disminuye la responsabilidad de quien, después de todo, acabó abordando el erizado tema que se le planteó. Pero, al modo como pedían piedad ante ciertos riesgos los escritores de tiempos remotos, el autor de estos apuntes aspira a que no se le encaje una caravana de conjuras editoriales, ni gigantes ni enanas.

* Continuación de las palabras leídas, dentro del programa de la Feria del Libro Cuba 2013, en el espacio La hora de Luminaria , que auspicia la Editorial de ese nombre en la provincia de Sancti Spíritus.

Fuente:http://www.cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/apuntes-sobre-censura-editorial-tercera-parte-final/24337.html