Uno tras otro de los acontecimiento que se suceden en el escenario político e institucional español durante el incipiente siglo XXI muestran con claridad los síntomas de una crisis profunda del Estado español, con independencia de la crisis política europea y la crisis económica global. Negar ya el fracaso de la Constitución del 78 tan […]
Uno tras otro de los acontecimiento que se suceden en el escenario político e institucional español durante el incipiente siglo XXI muestran con claridad los síntomas de una crisis profunda del Estado español, con independencia de la crisis política europea y la crisis económica global.
Negar ya el fracaso de la Constitución del 78 tan solo reviste la categoría de ejercicio retórico de cuidados paliativos, toda vez que la crisis de la transición española no sólo se evidencia en la carencia de unos derechos fundamentales dotados de un mínimo núcleo sustantivo objetivo, mínimamente concordante con la realidad de los hechos, sino que la mística constitucionalista sólo subsiste sobre una concepción únicamente procedimental centrada en el rito electoral para establecimiento de mayorías por el procedimiento estadístico.
Las actuales «negociaciones» PSOE-UP para formar gobierno muestran que en los partidos que teóricamente representan en España la cultura del consenso (PSOE) y la cultura de la común (UP), si se le conoce, ni se le espera el consenso sobre lo común.
La destrucción de lo común fue el mayor éxito de la dictadura que disfrutó de 40 años para cultivar la lógica de que lo que no es del César no es de nadie, sembrando España de señoritos plenipotenciarios. En España nada es común, ni siquiera la patria, y todo es de alguien.
Esta cultura condiciona el propio disenso, impidiendo la concepción de la democracia como un método de resolución de discrepancias. Ni las tertulias televisivas de expertos, ni los debates del Congreso conciben el diálogo de contrarios como método de consenso sobre la necesidad común, sino como campo de trincheras para exterminio de contrarios. Los acuerdos son accidentes que ni se esperan ni se buscan, sólo se imponen.
La transición española fracasa por cuanto no es posible la evolución sin ruptura desde un sistema de jerarquías hegemónicas inmunes a toda discrepancia. Desde el régimen franquista no se puede transitar de la noche a la mañana a un sistema de derechos fundamentales basados en el principio de la igual consideración y respeto de todas las personas.
En España los derechos son barreras de papel. Ningún derecho fundamental de los establecidos por la Constitución del 78 tiene correspondencia directa con los hechos reales. Todos son modulados por un Poder Judicial arcaico que jibariza la realidad a conveniencia de lo que ellos mismos denominan eufemísticamente la «sana crítica».
Un concepto decimonónico creado por los jesuitas en contra de la reforma protestante, pero que el Consejo Judicial del Poder Absoluto (1) español conserva activo en pleno siglo XXI como lógica que mantiene el orden bipolar de la sociedad de los señores de cuello blanco separados de los subalternos pagafantas robagallinas.
Democracia y Economía quedan así salvaguardadas en el mantenimiento del status quo mediante el poder de una tribu de cancerberos jíbaros especializados en el reduccionismo de la realidad mediante la potestad judicial. Realidad siempre viciada por la óptica de los meritorios señores de cuello blanco mediante la paradoja indescifrable de que la justicia emana del pueblo pero se imparte en nombre del Rey.
No obstante la reacción civil contra la sentencia de la manada muestra cómo el Poder Judicial no es tan absoluto frente a las reacciones del pueblo, sino que padece de cierta elasticidad para reacondicionar los derechos a conveniencia en función de la reacción civil.
Si la reacción civil es constante y vigorosa cambia los criterios, y si, por el contrario, es débil la atención de los jueces frente a los derechos se torna intermitente, inefectiva y viciada a favor de los poderes fácticos (caso de la banca).
En cualquier caso sólo hay una débil concordancia entre enunciados y hechos a conveniencia del tribunal judicial, y la objetividad de sus sentencias es ampliamente criticada por una mayoría significativa de la población que muestra en encuestas su plena desconfianza en la justicia española. ¿No es esto relevante?
Lo curioso, sin duda, es que ningún partido de la llamada izquierda asume el dato siquiera como mínimamente relevante toda vez que se presume que no muestra el descontento de una comunidad, sino que es una simple estadística de pareceres individuales subjetivos.
A pesar de los golpes de pecho de la derecha española, la comunidad reconocida como una relación de recíproca necesidad (2) no es una concepción sustantiva de nuestra democracia. Muy al contrario nuestra democracia se sustenta sobre la idea del poder absoluto de la mayoría.
Simplemente hemos democratizado al dictador para elegirlo en votación cada 4 años. Es por ello que el Congreso no es una cámara de reconocimiento recíproco de las necesidades comunes, sino el patio trasero de nuestro Poder Ejecutivo. En un campo de guerra no hay consensos posibles.
Tampoco hay división de poderes, sino subordinación al único poder absoluto; el Consejo General del Poder Absoluto, la criatura del Dictador.
Lo que parecía oculto bajo las graves crisis internacionales del neoliberalismo y de la descomposición de la Unión Europa aflora ya con fuerza tanto en el difícil consenso de la izquierda española, como en la esperada explosión de absolutismo del Poder Judicial en la sentencia del Procés.
En el viejo país de del sol que nunca se pone, el programa de 370 puntos presentado por el PSOE no es más que un zurrón de piedrecitas administrativas -¿por qué 370, y no 3.700 o cualquier otro múltiplo?-, donde no se atisba ninguna playa. ¿Cuánto tiempo más podremos continuar viviendo en el presente pretérito, sin idea, ni visión alguna, de proyecto común?
Notas:
(1).- Término crítico para designar al Consejo General del Poder Judicial, acuñado por el juez granadino Miguel Ángel del Arco Torres en su libro La Jauría Judicial, 2017. Editorial Comares. pág. 79.
(2).- Concepto tomado de Waldron, J. (2005). La concepción constitucional de la democracia. En J. Waldron, Derecho y desacuerdos (págs. 337-372). Madrid: Marcial Pons.
Blog del Autor: https://
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.