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Ayuso, Calígula y la libertad

Fuentes: Rebelión

Hay algo fascinante en Isabel Díaz Ayuso, la mejor candidata para estos tiempos nihilistas. Su zafiedad, su indiferencia, su brutalidad en la defensa de cierto hedonismo nihilista y etílico es, como diría Pedro Sánchez, de un chuletón –ay, nuestra indiferencia, también, ante la hecatombe de animales que nos alimenta–, imbatible. Yo también soy un poco así; creo que todo el mundo es un poco así, impenitentes prevaricadores antropológicos.

Exhausta, seca, la imaginación revolucionaria y aun reformista, el horizonte aparece pintado de negro, gris y algunos tonos rojizos propios de derivas ecofascistas; pero, ¿ese más o menos abstracto precio a pagar en el futuro, qué es comparado con el hecho de estar aquí y ahora –¿no es siempre “aquí y ahora”?–, en un febrero que bate récords de calor, tomando una cerveza bien frejquita en una terraza de Madrí? “En Madrid hemos inventado la felicidad”, dicen la presidenta y el alcalde, y parpadean. “Madrid es de todos. Madrid es España dentro de España ¿Qué es Madrid si no es España?” Madrid-logo, Madrid-espectáculo, Madrid-máquina de acumulación, Madrid loca necesidad de acelerar los ciclos del capital: David Harvey: la producción de bienes cede el protagonismo a la producción de eventos, de megaeventos cuyo tiempo de rotación es casi instantáneo. Madrid… Paraíso de la libertad, del libre mercado; Madrid libre de fricciones sociales, culturales y antropológicas.

Hablemos de la libertad (spoiler: analogía: Ayuso es Calígula y el mercado es el destino). Hay ciertas verdades que deben olvidarse constantemente, meter debajo de la alfombra o enterrar en una cuneta. El Calígula de Albert Camus comienza con el recordatorio de una verdad simple, un poco tonta, pero que hace enloquecer al emperador y temblar al imperio: “los hombres mueren y no son felices”. Ante esta verdad perturbadora, todo se iguala de un modo terrible, nada tiene valor ante la muerte y el absurdo. Calígula reconoce esta falta de fundamento, esta ausencia de raíz que hace equivalentes cualesquiera conductas y valores, pues, en definitiva, todas valen lo mismo: nada. El emperador asume la labor de enseñar a los otros esta verdad atroz. Su pedagogía no lo es menos. Tiene el poder de semejarse a los dioses, a la existencia: arbitraria, indiferente, imprevisible.

Para Calígula, dado su poder, la libertad implica dar oportunidades a lo imposible, es decir, romper con todas las normas, con todos los consensos. Supone hacer real casi cualquier fantasía, cualquier capricho, cualquier deseo. Para los demás, significa vivir bajo la incertidumbre constante, bajo la amenaza de que en cualquier momento puede desencadenarse ciegamente sobre uno la tragedia, la ruina. Actúa así con la misma ferocidad, con el mismo despotismo, que un dios. Dice en un pasaje: “Este mundo no tiene importancia, y quien así lo entienda conquista su libertad.” Frente a Calígula, el personaje representado por Quereas defiende que las cosas del mundo, frágiles, pequeñas y vulnerables, deben ser protegidas del sufrimiento y la catástrofe. Defiende la vida, que necesita de ilusión, de velos que impidan ver con claridad el fondo dionisíaco de una indiferencia cósmica hacia nuestras pequeñas biografías.

Nada tiene sentido, todo es equivalente a cualquier cosa, que diría el mercado a través de sus muñecos. La certeza de que el horror y la muerte lo igualan todo, de que son el destino y la sentencia de los humanos, nos hace a todos culpables por el hecho de haber nacido. La existencia es culpable.

Nadie, como le dice Ulises al cíclope, es responsable de nada. Sí, se iban a morir igual. “Había muertos en todas partes: en las casas, en los hospitales, en las residencias… Todo colapsado…. Mucha gente mayor cuando iba a los hospitales también fallecía. Porque cuando una persona está gravemente enferma, cuando una persona mayor está gravemente enferma con el covid, con la carga viral que había entonces, no se salvaba en ningún sitio.” Grotesca como un personaje del esperpento de Valle-Inclán (demoniaca, su imagen de virgen doliente en la Almudena), tiene la desfachatez de acusar a la oposición de inhumanidad y falta de dignidad. El pequeño, tal vez irrelevante detalle del desmentido de los datos, no tiene importancia; su cinismo tiene tanto aplomo y desparpajo que da gusto verla.

“En Madrid hemos inventado la felicidad”, dicen; y parpadean. “En Madrid adelantamos a la muerte por la derecha”. En Madrid reina una máquina y mueve los hilos de un muñeco que tiene dos botones negros cosidos en la cara. Madrid es una máquina de extracción de plus valor, de plus goce, donde todo es equivalente, donde solo se circula en un sentido, donde solo hay un sentido: aún más. Todo es indiferente, todo es equivalente a cualesquiera otras cosas, solo que en distintas proporciones. Todo es indiferente.

Yeats decía aquello de que los buenos carecen de convicción y los malos están llenos de furia. El mal es fácil, banal, cuesta abajo; el bien es difícil y cuesta arriba. Falla casi todo; también la imaginación. Quién puede, como señalaba Günther Anders, imaginar la agonía de siete mil doscientas noventa y una personas, su infierno particular, la eternidad del instante en que se lucha a muerte con la muerte, por respirar una vez más, cada segundo, cada minuto, cada hora en una angustia en que la conciencia chapotea desesperada por si encuentra un trozo de memoria o de esperanza al que agarrarse mientras no deja de caer en el vacío.

Qué es la libertad del dinero arrancada de goznes políticos, jurídicos, éticos y aun religiosos. Hasta dónde, hasta qué grado cero antropológico se puede llegar allí donde el mal infinito de la acumulación arrolla los cuerpos, lo frágil, los párpados leves y fríos como pétalos.

Alguien, algún periodista, no sé si Manuel Rico, dijo algo así como que Díaz Ayuso no era un dios para decidir acerca de la vida o la muerte de nadie. Recojo, para terminar, alguna respuesta de mi alumnado, de la prueba de lectura sobre Calígula: “la libertad máxima puede ser horrorosa”; “me he quedado con la idea de que la libertad absoluta nihilista es muy dañina”. Esto es bueno (lo dice el nihilismo): “al final, la vida y la muerte valen lo mismo, o sea que no valen nada, y como la muerte es nuestro destino, da igual si mueres antes o después”.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.