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Balance de cuatro años de revoluciones árabes

Fuentes: Rebelión

El 17 de este mes de diciembre se cumplen cuatro años de la muerte del joven vendedor ambulante tunecino Mohamed Bouazizi cuya inmolación desencadenó la ola de protestas y rebeliones que popularmente se han conocido como la Primavera Árabe y que han barrido todo el mundo árabe con distintos resultados. Todo gran acontecimiento social y […]

El 17 de este mes de diciembre se cumplen cuatro años de la muerte del joven vendedor ambulante tunecino Mohamed Bouazizi cuya inmolación desencadenó la ola de protestas y rebeliones que popularmente se han conocido como la Primavera Árabe y que han barrido todo el mundo árabe con distintos resultados. Todo gran acontecimiento social y político provoca unos efectos y consecuencias que se extienden durante un largo período histórico. Estos cuatro años han sido realmente intensos en acontecimientos, pero siguen siendo un período corto para evaluar las consecuencias profundas que encierran. Por tanto, el balance que se va a realizar en este artículo solo puede ser provisional.

Es necesario empezar por recordar las causas, actores y objetivos iniciales que animaron el inicio de las rebeliones, así como la situación general del mundo árabe para poder explicar por que una rebelión iniciada en Túnez tuvo una capacidad tan amplia y rápida de propagación por países tan diferentes. Después es preciso referirse a las diferentes consecuencias que produjeron, desde el derrocamiento de regímenes dictatoriales hasta su fácil desactivación en otros países. En tercer lugar es ineludible tener en cuenta los conflictos profundos que estas rebeliones han sacado a la superficie y que han terminado por condicionar su desarrollo.

La primera fase de las revueltas árabes. Entre el derrumbamiento de las dictaduras y la neutralización de las protestas. 

Un ciclo de protestas populares ya tuvo lugar en el mundo árabe en los años 80 del siglo pasado, fueron las llamadas revueltas del pan, originadas en la degradación de las condiciones económicas y sociales como consecuencia de la disminución de salarios, subvenciones y ayudas sociales. En aquellos momentos una mezcla de políticas de represión, liberalización política y cooptación de la oposición consiguieron evitar que los regímenes políticos fueran cambiados.

Pero los problemas persistieron y se agravaron, y la tensión latente solo esperaba un acontecimiento desencadenante como el ocurrido el 17 de diciembre en Túnez. En 2010 los países árabes sufrían de una alta inflación y un elevado desempleo, especialmente entre los jóvenes, los efectos de la crisis económica global se hacían sentir como por ejemplo en la disminución de los ingresos por turismo o las remesas de los emigrantes, la corrupción era la nota dominante, y los precios de los alimentos básicos se dispararon por problemas de la oferta de los países exportadores como Rusia. A partir de ese momento las protestas volvieron a activarse llegando a adquirir la forma de revoluciones políticas que derrumbaban dictaduras o que se deslizaban por la guerra civil. Estas rebeliones y revoluciones tuvieron un primer período de intensa agitación y cambios rápidos que se extendió entre diciembre de 2010 y junio de 2011, en todos los sitios la dinámica era similar, la represión con que se respondía a las protestas iniciales hacía que aquellas aumentasen hasta que el régimen se desmoronaba. Luego estos cambios abrieron una nueva etapa en las que los actores y reivindicaciones iniciales fueron remplazados por nuevos actores y dinámicas más complejas.

Antes del inicio de las rebeliones los regímenes políticos en el mundo árabe podían situarse en dos grandes categorías, aquellos que podían calificarse claramente como dictaduras – eran los casos de Arabia Saudí, Libia, Túnez o Siria -, y otros a los que se les ha denominado como autocracias liberalizadas debido a la existencia de algún tipo de libertades toleradas de manera discrecional y con carácter muchas veces más formal que real, eran los casos de Marruecos, Argelia, Egipto, Jordania, Kuwait o Yemen entre otros. También es importante tener en cuenta el grado de legitimidad con que contaban dichos regímenes para poder explicar los diferentes resultados de las revueltas que barrieron el mundo árabe. Las autocracias liberalizadas gozaban de una cierta legitimidad que supieron explotar junto con la introducción de cambios políticos o concesiones económicas para encauzar y desactivar las rebeliones sin que desestabilizasen a esos regímenes.

Los efectos provocados por las revueltas árabes dieron lugar a dos grupos de situaciones diferentes, en primer lugar está la de aquellos países en los que la revuelta dio lugar a cambios más intensos con la caída de gobiernos opresores como fue el caso de Túnez, Egipto, Libia y Yemen, o se adentraron en una situación de guerra civil, como es el caso de Siria, como consecuencia del hecho de que ni los rebeldes pudieron acabar con la dictadura, ni la represión de ésta pudo acabar con la revuelta.

La segunda situación corresponde a los países donde sus regímenes políticos consiguieron resistir la presión de las revueltas sin experimentar transformaciones importantes. En este grupo se encuentran todas las monarquías árabes del norte de África y Oriente Medio más Argelia. En unos casos el expediente empleado para desactivar y controlar las revueltas fue el inicio de algunas reformas políticas como en el caso de Marruecos, Jordania y Argelia, donde se reformaron las constituciones para moderar el poder del monarca, se prometieron elecciones anticipadas o se eliminó el estado de excepción vigente como en Argelia. En otros, el recurso empleado fue la utilización de los ingresos provenientes del petróleo para conceder generosas ayudas sociales a la población de manera que se rebajase la presión y el malestar interno, como fue el caso de Arabia y las monarquías y emiratos del golfo pérsico; un caso especial fue el de Bahréin donde la revuelta fue sofocada por la represión con la ayuda, sobretodo, de Arabia Saudí.

Resulta paradójico que países que en un pasado reciente acabaron con sus monarquías para dar lugar a repúblicas con intenciones más o menos modernizadoras hayan sido ahora las principales víctimas de las revueltas. Es el caso de Túnez que acabó con la monarquía en 1957, Egipto en 1952, Libia en 1969 o Yemen en 1962. La explicación habría que buscarla en las mayores cuotas de legitimidad tradicional acumulada por las monarquías sobrevivientes, que en el caso de las monarquías del golfo pérsico se reforzaron gracias a sus riquezas petrolíferas. Otro caso de fuerte legitimidad es el de Argelia, pero en este caso basada en su lucha de liberación nacional contra el colonialismo francés, y de la que es depositaria el FLN.

A pesar de las diferencias de resultados entre estos dos grupos de países, y como se demostraría en la segunda fase de las revoluciones, la dinámica de fondo ha terminado siendo similar, al primer movimiento revolucionario que consiguió en unos casos desestabilizar los regímenes políticos y en otros no, le siguió un segundo momento contrarrevolucionario para revertir la situación. La diferencia ha estribado en que, en unos casos, ese movimiento contrarrevolucionario tuvo éxito rápidamente, neutralizando las protestas o ahogándolas en la represión (Bahréin), en otros hizo que las revueltas se empantanasen en una guerra civil (Siria) o se deslizase a un Estado fallido (Libia) y, finalmente, en un tercer caso, la contrarrevolución tardó más tiempo en revertir la situación (Egipto y Túnez). La excepción a esta situación solo se puede encontrar en Yemen – donde el proceso de transición sigue su curso con la redacción en curso de una nueva Constitución – a pesar de los graves problemas existente con las tensiones territoriales entre el norte y el sur y a la presión violenta del yihadismo.

Dadas estas diferencias de resultados, es evidente que se puede hablar de revolución política en los casos de Túnez, Egipto, Yemen y Libia, donde los autócratas y dictadores fueron derrocados, abriéndose paso la construcción de un nuevo régimen político con la elección de asambleas constituyentes y la elaboración de nuevas constituciones. En el resto de los países árabes esa revolución política que impulsaba las revueltas quedó bloqueada por las promesas de reformas (Marruecos, Jordania y Argelia), por la concesión de beneficios sociales (monarquías del golfo), por la represión (Bahréin) o por la guerra civil (Siria). Así pues, la gran sacudida que supuso las revueltas árabes tuvo unos efectos importantes pero limitados que, como veremos más adelante, también están siendo neutralizados en una segunda fase de este proceso.

Los motivos que impulsaron esta ola de revueltas por el mundo árabe eran similares en los distintos países, rechazo de la corrupción, exigencias de dignidad ciudadana y de justicia social, rechazo de los efectos de la degradación de la situación económica como la inflación, el paro masivo y la ausencia de oportunidades para la juventud, o exigencia de democracia, libertades y derechos humanos. Es decir, las movilizaciones populares de carácter espontáneo, que utilizaron los modernos medios de comunicación como instrumentos de agitación y propagación de las consignas y convocatorias de acción, se apoyaban en un programa difuso que se correspondía con las reivindicaciones propias de una revolución democrática, mezclando reclamaciones de regeneración pública, ampliación de derechos y libertades y reformas sociales y económicas.

Los actores iniciales de las revueltas fueron fundamentalmente una juventud sin futuro, formando una vanguardia de movilización que arrastró tras de sí a la masa popular de las ciudades principales. Llama la atención la ausencia en los inicios de las revueltas de quienes serían sus principales beneficiarios electorales en una segunda etapa, los grupos y partidos islamistas.

En tres países del norte de África, Marruecos, Túnez y Egipto, existían partidos islamistas implantados y actuando desde hace tiempo en condiciones que oscilaban entre la tolerancia vigilada y la represión. Cuando estallaron las revueltas en estos países – con más intensidad en los dos últimos que en el primero – estos partidos adoptaron un comportamiento similar, no apoyaron inicialmente estas revueltas y, además, ensayaron negociaciones con sus respectivos gobiernos al objeto de intentar que estos les concedieran mayor libertad para poder actuar políticamente, es decir, su pronóstico inicial fue el de que estos regímenes autocráticos no serían derribados por las revueltas aunque podrían ser obligados a realizar concesiones de las que ellos buscaban beneficiarse. Este pronóstico se cumplió para el caso de Marruecos, pero no para los otros dos.

Sin embargo, y a pesar de esta actitud inicial, que cambiarían rápidamente cuando vieron que en Túnez y Egipto las dictaduras iban a ser barridas, estos partidos islamistas, el Partido Justicia y Desarrollo En Marruecos, en Nahda en Túnez y los Hermanos Musulmanes en Egipto, fueron los principales beneficiarios de las primeras elecciones celebradas en dichos países, y como resultado de ello se encontraron al frente de los primeros gobiernos de transición.

La explicación de este éxito se encuentra en los años de trabajo, semilegal o clandestino, que estos partidos llevaban realizando en la sociedad y que les había dotado de una importante influencia, especialmente entre las capas más pobres además de su imagen de actores honestos, libres de la lacra de la corrupción. Pero tampoco era algo absolutamente novedoso, desde 2003 los EE.UU. impulsaron una política de democratización en el mundo árabe dentro de su proyecto de intervención militar en Irak, y la modesta apertura democrática que se produjo permitió conseguir algunos buenos resultados a los partidos islamistas en Marruecos, Jordania, Irak o Egipto, lo que originó, a su vez, una reacción de esos regímenes autocráticos para cerrarles el paso, volviendo a simulacros de democracias.

Algo similar ocurrió también en los países en los que las revueltas derivaron en escenarios caóticos y violentos. Tanto en Siria como en Libia, los islamistas inicialmente ausentes en los comienzos de las revueltas se convirtieron posteriormente en actores de primer orden a través de milicias y grupos armados en medio de la guerra civil (Siria) o de un Estado en descomposición (Libia).

La segunda fase de las revueltas árabes. La contrarrevolución se impone. 

Lo que en todas las partes resultó claro es que las fuerzas espontáneas que se levantaron contra los viejos regímenes árabes ante su falta de organización y programas, con los que poder actuar en las fase posterior, cedieron el protagonismo a las fuerzas mejor organizadas que ya existían en esas sociedades. Una de esas fuerzas eran los islamistas, pero también numerosos partidos laicos de carácter liberal o izquierdista y, sobretodo, los poderosos intereses que habían sostenido y se habían beneficiado de los antiguos regímenes, barridos por las revueltas o que habían conseguido mantenerse en el poder.

Ya vimos que en las monarquías del golfo las revueltas fueron neutralizadas rápidamente mediante el expediente de la concesión de beneficios económicos, o la represión en el caso de Bahréin, es decir la contrarrevolución cortó de raíz todo intento de transformación, y en estos países no cabe hablar de esta segunda fase.

En los demás países afectados por las revueltas, las demandas originales de éstas, mencionadas anteriormente, dieron paso a una nueva modalidad de enfrentamiento entre los programas de las fuerzas islamistas, moderadas o radicales, y la de las fuerzas laicas, izquierdistas o liberales, con un tercer actor, las fuerzas de los antiguos regímenes, maniobrando para revertir las conquistas de las revoluciones en marcha. El origen de este enfrentamiento se situó en los programas de las fuerzas islamistas por encauzar sus respectivas sociedades hacia modelos islámicos. Dichos programas se intentaron llevar a cabo bien mediante la vía democrática y la redacción de una nueva Constitución, con el caso de los Hermanos Musulmanes en Egipto como caso más avanzado de este tipo, o mediante la vía insurreccional, con el caso de los yihadistas en la guerra civil siria como caso más extremo de este otro tipo.

Del triunfo de la revolución al de la contrarrevolución: Egipto y Túnez 

En Egipto, la caída de Mubarak fue seguida durante año y medio por un gobierno de las Fuerzas Armadas que alargó la entrega del poder a un gobierno elegido democráticamente, condicionando la vía de transición a la democracia al reservarse un poder de veto y el control del poder ejecutivo y legislativo, lo que llevó al enfrentamiento con los Hermanos Musulmanes por esta tutela militar. Estos, mediante su brazo político, el Partido de la Justicia y la Libertad, lograron hacerse con el gobierno y la presidencia a través de sendas victorias electorales y, desde esas posiciones, redactaron una nueva Constitución de carácter islamista que fue aprobada en un referéndum con baja participación, celebrado en diciembre de 2012, pese a la oposición frontal de las fuerzas laicas que se habían retirado durante su proceso de elaboración.

Pero, además, los Hermanos Musulmanes tenían enfrente a las fuerzas del antiguo régimen, fuertes tanto a nivel institucional, en el poder judicial y el ejército, como a nivel electoral, pues su candidato presidencial – el último primer ministro de Mubarak – fue derrotado por escaso margen por Mohamed Morsi, el candidato islamista. Estos, sin embargo, insistieron en llevar a cabo su proyecto, lo que, a su vez, originó la coordinación de la oposición laica en el Frente de Salvación Nacional que apostó por la caída del presidente Morsi mediante una campaña de desobediencia civil y la movilización callejera. El ejército aprovechó la ocasión para cancelar el proceso democrático, con el beneplácito de las fuerzas laicas, suspender la Constitución, deponer al gobierno islamista e ilegalizar y reprimir a los Hermanos Musulmanes. La contrarrevolución se impuso en este caso con el apoyo inicial de las fuerzas laicas, que no fueron conscientes que cedían el paso al retorno del antiguo régimen, aunque sin Mubarak. La contrarrevolución se mantuvo al acecho continuamente a través del poder judicial y el ejército y con fuerte apoyo electoral. Ni los islamistas, ni los laicos fueron capaces de analizar cuál era la verdadera correlación de fuerzas en Egipto y entraron en una dinámica que puso en bandeja de plata el regreso al poder de los partidarios del antiguo régimen.

Lo ocurrido en Egipto sirvió de advertencia en Túnez a los islamistas moderados de En Nahda – cuya inspiración son los Hermanos Musulmanes egipcios y la estrategia del AKP en Turquía – que fue el partido más votado en las primeras elecciones constituyentes tras la caída del dictador Ben Alí, y formó gobierno con otros dos partidos liberales y laicos, cediendo la presidencia de la república al líder de uno de sus socios gubernamentales. La polarización política y social derivada de los enfrentamientos entre los islamistas y las fuerzas laicas – entre otras cosas por la actuación violenta de los grupos salafistas que llevaron al asesinato del dirigente izquierdista Chukri Belaid -, añadido a la deriva de los acontecimientos en Egipto, llevaron a los islamistas a replantearse su estrategia y evitar la repetición de una situación similar en Túnez, cediendo el gobierno y reduciendo el protagonismo para rebajar las tensiones. En el país donde se originaron las revueltas la contrarrevolución ha conseguido avanzar en sus objetivos sin abandonar la vía electoral, y ha utilizado como vehículo para ello al partido Nidé Tunis y su anciano líder Elbeji Caid Essebsi, que a finales de 2014 ha conseguido la mayoría parlamentaria y casi con toda seguridad la presidencia de la república en la segunda vuelta a celebrar el próximo 28 de diciembre. De esta manera los partidarios del antiguo régimen vuelven a controlar el poder en Túnez sin necesidad de una intervención militar como en Egipto.

De la revolución al yihadismo pasando por la guerra civil: Libia y Siria 

Si en Túnez y Egipto las revoluciones fueron capaces de derrocar a sus respectivos dictadores, tras un período de sangrienta represión, sin que los acontecimientos derivasen en una guerra civil gracias a que sus respectivos ejércitos decidieron retirar el apoyo a Ben Alí y Mubarak, en Libia y Siria, por el contrario, sus dictadores contaron con el apoyo del ejército, o una parte importante de él, por lo que las revueltas derivaron en guerras civiles. En estas circunstancias las fuerzas espontáneas de la sociedad que habían iniciado las revueltas fueron remplazas rápidamente por milicias armadas donde sobresalieron las de carácter islamista. En estas condiciones el islamismo no sería protagonizado por organizaciones partidarias de la vía parlamentaria, sino por el yihadismo favorable a la vía armada y al establecimiento de un régimen de fundamentalismo islamista. El diferente resultado de la guerra civil en Libia y Siria fue condicionado por la distinta actuación de las potencias occidentales, mientras que en Libia se produjo una intervención – encabezada por franceses y británicos y apoyados por EE.UU. – a favor de los rebeldes que volcaron el resultado de una guerra civil cuyo desarrollo estaba siendo favorable a Gadafi, en Siria no se produjo esa intervención y la guerra civil se prolonga hasta la actualidad.

Las revueltas en Libia iniciadas en febrero de 2011 en la parte oriental fueron duramente reprimidas, dando lugar rápidamente a un enfrentamiento armado que, tras una guerra civil de ocho meses, derrocó y asesinó a Gadafi. Esta es la gran diferencia con Siria, que se empantanó en una larga y cruenta guerra civil. El gobierno provisional – el CNT formado por una coalición de partidos y personalidades – que sustituyó al dictador era un poder muy débil enfrentado a la proliferación de milicias creadas durante la guerra civil, de mayoría islamista, y a las tensiones territoriales entre las regiones del este (Cirenaica), del oeste (Tripolitania) y del sur (Fezzam) fruto de una unificación del país tardía (1934) y de un desigual reparto de las rentas petrolíferas, lo que ha originado que las distintas milicias intenten controlar la producción en su beneficio. Además, con la caída de Gadafi, las divisiones étnicas se trasformaron en un conflicto abierto apoyado en los distintos grupos armados que surgieron. La versión yihadista del islam se ha fortalecido a través de las distintas milicias y no solamente hace notar su presencia en el interior de Libia, sino que ha extendido sus efectos hacia el exterior como, por ejemplo, en Mali.

Las elecciones de julio de 2012 en las que resultó vencedora una amplia coalición pro-occidental de partidos frente a un resultado modesto del partido de los Hermanos Musulmanes – y que está encargada de redactar una nueva Constitución – no ha sido capaz de aportar estabilidad y seguridad al país. El fracasado intento de golpe de Estado del ex general Jalifa Hafter en mayo de 2014, para intentar desactivar el poder de las milicias islamistas, no hizo más que añadir más caos a un país que se encuentra entre el riesgo de control por el yihadismo y la partición en tres entidades territoriales, con la conversión en un Estado fallido en cualquier caso.

Siria se ha convertido en el caso más dramático y sangriento de las revueltas árabes, empantanándose en una guerra civil con múltiples actores donde, a la vez, se dirime el enfrentamiento sectario entre sunitas y chiítas y el pulso por la influencia regional entre Irán y Arabia Saudí.

En Siria el poder autoritario de la familia Assad se apoya en la alianza entre el partido Baaz y las fuerzas armadas, además, la minoría alauí -12% de una población mayoritariamente suní – está desproporcionadamente representada en los cargos del Estado y del ejército, de manera que el poder de esta rama, emparentada con el chiísmo, es vista como una dominación sobre la mayoría suni.

La revuelta en Siria se produjo más tardíamente que en otros países árabes, no fue hasta mediados de marzo de 2011 cuando en el segundo día de la ira las movilizaciones contra el régimen tomaron un carácter masivo. Este retraso en la incorporación a la ola de revueltas que sacudía el mundo árabe – y cuyas causas generales enumeradas más arriba eran también plenamente vigentes en Siria – pudo ser debido a la compleja división étnica y confesional que recorre la sociedad siria, que hace más difícil la unificación de las protestas y también ayuda a explicar la posterior fragmentación de la oposición al régimen sirio durante la guerra civil. También debido a que, pese al carácter autoritario, el régimen de Bashar al Assad aparecía recubierto con un cierto aire reformista y como un antiimperialista enfrentado a Occidente e Israel, al contrario de la imagen que tenían Ben Alí o Mubarak.

Pero una vez iniciadas las protestas, la sangrienta represión con la que respondió el régimen dio paso a una insurgencia armada que terminó desembocando en la guerra civil. Aunque inicialmente las fuerzas insurgentes llevaron la iniciativa, su división y la decisión del régimen de resistir por todos los medios llevó a una especie de empate catastrófico que hizo que la guerra civil se prolongase hasta la actualidad.

Al contrario de lo ocurrido en Libia, esta vez no hubo intervención militar abierta de las potencias occidentales para ayudar a los insurgentes. Las razones de esta pasividad es doble. En primer lugar Rusia y China vetaron una proposición de intervención en el Consejo de Seguridad de la ONU, no solamente porque en el caso de Rusia, ésta fuese un aliado de Siria – con una base naval en Tartús -, sino porque la intervención en Libia, bajo el paraguas de la ONU y apoyándose en la doctrina de la responsabilidad de proteger, fue utilizada por Francia y Gran Bretaña para ir más allá de la protección de la población reprimida por Gadafi y ayudar a los rebeldes a derrocar al dictador. Este desbordamiento de la responsabilidad de proteger en Libia, para convertir a las potencias occidentales en parte del conflicto, está detrás del bloqueo de Rusia y China en el Consejo de Seguridad para autorizar, ahora, una intervención en Siria, cuando en el caso de Libia se abstuvieron. Bloqueada esta vía hubiese quedado la posibilidad de una «coalición de dispuestos» al margen de la ONU para intervenir, pero la administración Obama no estaba muy decidida después de sus fracasos en Afganistán e Irak, y el parlamento británico rechazó una autorización al gobierno para intervenir. Solamente existió un riesgo real de intervención a raíz del empleo de armas químicas por el régimen sirio en el verano de 2013, situación desactivada por la iniciativa rusa para que Siria se deshiciese de su arsenal químico.

Pero la no intervención militar occidental no solo estuvo motivada por razones geoestratégicas o de ambiente interno en las potencias occidentales, un motivo de gran peso fue también la creciente importancia de los grupos yihadistas entre los grupos armados que combaten al régimen sirio. El protagonismo de estos grupos ha llevado a que uno de ellos, el Estado Islámico, haya sido capaz de unificar la lucha en Siria e Irak y establecer una base territorial propia con regiones de ambos países en la que establecer un califato y desde la cual expandirse por la región.

La contrarrevolución en Siria ha tomado la forma del reforzamiento, en medio de la guerra civil, de los dos extremos enfrentados, el régimen de Bashar al Assad y de los sectores más radicales del yihadismo, el Estado Islámico, que han ahogado las iniciales demandas con las que empezaron las movilizaciones y que eran similares a las levantadas en el resto del mundo árabe. 

El enfrentamiento sectario y geopolítico como telón de fondo de las revueltas árabes. 

Como hemos apuntado las revueltas tuvieron en el inicio un carácter espontáneo, pero, tras la primera etapa en que desestabilizaron con distinta intensidad y consecuencias los diferentes regímenes del mundo árabe, unos nuevos actores internos e internacionales mucho más organizados tomaron la iniciativa en la siguiente fase. En dicha fase no solamente se dirimió una lucha entre revolución y contrarrevolución con los resultados que hemos analizado, también se enfrentaron los intereses geoestratégicos en la región y un enfrentamiento sectario entre las distintas ramas y concepciones del islam.

A nivel geoestratégico el enfrentamiento ha tenido lugar entre los intereses de potencias extra-regionales con el bloque occidental de un lado y Rusia y China de otro, y entre los intereses de potencias regionales, fundamentalmente Irán y Arabia Saudí. Estos últimos, además, se mezclan con el enfrentamiento sectario en el seno del islam y son los que han predominado en los conflictos que recorren la región desde hace cuatro años.

Los regímenes árabes existentes antes del desencadenamiento de las revueltas a partir de 2010 eran mayoritariamente pro-occidentales y aliados de distinta intensidad de EE.UU., incluida la Libia de Gadafi, que de ser un apestado internacional y considerado un régimen que apoyaba al terrorismo, pasó en los últimos años a ser un aliado occidental. Egipto era un aliado especial, al igual que Arabia, y era el mayor receptor de ayuda militar en el mundo árabe por parte de EE.UU. Las excepciones a esta tónica eran y son Siria e Irán (aunque no pertenezca al mundo árabe) que mantenían una retórica antiimperialista, estando la primera más cercana a Rusia, a la que ha cedido la única base naval que aquella tiene en el Mediterráneo.

Desde la caída de la antigua Unión Soviética, Rusia había perdido la mayor parte de la influencia que en su tiempo tuvo en la región y durante la era Yeltsin mantuvo una política internacional de seguidismo a las directrices de EE.UU. Esta orientación empezó a cambiar en la era Putin, buscando reforzar su papel de potencia media con intereses propios. En relación con las transformaciones derivadas de las revueltas árabes, Moscú mantuvo inicialmente una actitud distante y de no implicación en todos los casos salvo en Libia y Siria. En Libia se sintió burlada por las potencias occidentales cuando desbordaron el mandato de las Naciones Unidas, y en la nueva situación post-Gadafi, Rusia perdió los contratos comerciales y militares que tenía en Libia a favor de las potencias occidentales intervinientes. En Siria, Rusia se mostró más activa con un apoyo abierto a al Assad, lo que la supuso un descredito internacional (resolución mayoritaria de la asamblea general de la ONU contra el régimen sirio en febrero de 2012) y entre las masas árabes (protestas frente a las embajadas rusas en varios países de la región).

Las transformaciones que acarrearon las revueltas árabes impactaron de manera especial a las potencias occidentales, que mantenían buenas relaciones políticas y comerciales con los antiguos regímenes, apoyando a las autocracias con el pretexto de la lucha contra el islamismo radical. La nueva situación llevó a aquellas a dar un giro rápido en su posición para distanciarse de los antiguos dictadores. La actitud de Francia y Gran Bretaña, apoyadas por EE.UU., de intervenir militarmente en Libia contra su antiguo socio comercial, Gadafi, debe interpretarse como un gesto para congraciarse con los nuevos poderes que se establecían en la región y con las masas árabes y poder mantener y ensanchar sus privilegios económicos en la zona.

No obstante, las potencias occidentales han mantenido una actitud de prevención ante los cambios que se desarrollaban. Hubiesen deseado la implantación de regímenes liberales y la estabilización de la situación para proseguir con la penetración y aseguramiento de sus intereses económicos, pero las fuerzas liberales mostraron su debilidad y su acercaron a los sectores de las antiguas dictaduras para frenar el avance islamista, que también occidente miraba con gran recelo. Las potencias occidentales intervinieron en Libia desbordando el mandato de la Naciones Unidas, implicándose en apoyo a los rebeldes para derrotar a Gadafi. Intervinieron en Malí (Francia) para evitar que los yihadistas formaran un Estado autónomo en el norte del país, como consecuencia de la desestabilización de Libia, y siguen interviniendo en Yemen (EE.UU.) con la excusa de la lucha contra Al Qaeda. Miraron hacia otro lado cuando Arabia y los emiratos del golfo intervinieron en Bahréin para sofocar la revuelta. Se bloquearon en Siria y disminuyeron el apoyo a la oposición contra al Assad cuando en aquel país los yihadistas empezaron a ser hegemónicos. Aceptaron el golpe de Estado militar en Egipto contra un gobierno elegido democráticamente. Finalmente, volvieron a intervenir en Irak (EE.UU.) ante el fortalecimiento y expansión del Estado Islámico.

El enfrentamiento sectario y entre potencias regionales es, sin duda, el de mayor calado y mayores consecuencias. De un lado se encuentra la división y enfrentamiento en el seno del islam entre distintas ramas y concepciones. La principal, desde luego, es la que enfrenta al sunitas y chiítas. Un enfrentamiento de siglos que, sin embargo, se intensificó desde el triunfo de la revolución iraní y la consolidación del régimen de los ayatolas en la antigua Persia. Los chiítas por fin conseguían una base territorial propia y la revolución expandía su influencia sobre las poblaciones chiítas dispersas por el mundo árabe. Mayoritarios en Irak y Bahréin, también forman importantes minorías en Kuwait, Arabia, Yemen o el Líbano. Y en Siria tienen como aliados a la minoría alauita que controla el poder del Estado. La guerra de Irak y el derrocamiento de Saddam Hussein terminaron provocando que la mayoría chií ocupase el poder en dicho país. Ello significó que Irán se encontrase en mejor situación, pues establecía un arco de aliados que se extendía por Irak, Siria y Líbano, a través de Hezbolá.

En el lado suní la oposición al aumento del poder regional de Irán lo encabeza Arabia Saudí, que busca establecer su propia influencia como potencia en la región, buscando a la vez neutralizar el ascenso de Irán y acabar con los regímenes nacionalistas del mundo árabe. Teniendo una importante minoría chiíta en su seno, y con los precedentes de las rebeliones de la mayoría chií discriminada de Bahréin en 1981 y 1996, Arabia se apresuró en ayudar a sofocar las manifestaciones que se desarrollaron en aquel emirato en 2011 para cortar de raíz cualquier extensión de las revueltas en clave democrática o de reivindicaciones chiítas por la península arábiga. El segundo episodio importante de este enfrentamiento sectario en el seno de las consecuencias provocadas por las revueltas árabes se sitúa en la guerra civil de Siria. En ella, el régimen de al Assad es apoyado por Irán e incluso sostenido militarmente por Hezbolá, en tanto que Arabia y otros países del golfo pérsico sostienen a las milicias sunitas, de tal manera que en Siria ambas ramas del islam y ambas potencias regionales se enfrentan a través de actores interpuestos.

Pero el enfrentamiento sectario no solo es el que tiene lugar entre estas dos ramas del islam. También en el seno de la mayoría suní hay un enfrentamiento abierto entre distintas concepciones. Un actor importante en la región son los Hermanos Musulmanes – a través de los diversos brazos políticos surgidos en diferentes países – que han intentado llevar a cabo su proyecto en la región aprovechando la oportunidad abierta por las revueltas árabes. Se convirtieron en partidos mayoritarios con acceso al gobierno en Egipto y Túnez, se quedaron en minoría en Libia y Siria (donde con anterioridad habían sido sangrientamente reprimidos en 1982 en el levantamiento que llevaron a cabo en Hama) igual que en Kuwait, Qatar, Jordania y Bahréin. Son apoyados por Turquía o Qatar, pero combatidos por Arabia, que los ha proscrito y los considera terroristas, al ser unos fuertes competidores de su versión wahabista del islam. Su proyecto, como hemos visto, por el momento ha fracasado en sus puntos más avanzados debido el golpe militar en Egipto y el retroceso en Túnez.

Pero los Hermanos Musulmanes también han encontrado la oposición y competencia de otro sector islamista, el formado por las organizaciones y partidos salafistas, que han crecido de manera importante y representan una visión más rigorista del islam, preconizando una aplicación estricta de la ley islámica. También han creado organizaciones políticas y, en algunos casos, han obtenido presencia parlamentaria en varios países. Su enfrentamiento con los Hermanos Musulmanes ha quedado escenificado en Túnez pero sobretodo y de manera patente en Egipto cuando el partido salafista Nur apoyó inicialmente el golpe de Estado del general Al Sisi contra el presidente Morsi. Son apoyados principalmente por Arabia Saudí y los emiratos del golfo pérsico.

Finalmente, el sector islamista más dogmático y violento del islamismo, el representado por el yihadismo, ha sido un actor en continuo crecimiento, fundamentalmente en los dos países con mayor violencia derivada de las revueltas árabes, Libia y Siria, además de su fuerte presencia en Irak, y también en Yemen. A partir de estos focos principales su radio de acción se ha extendido por otros países árabes como Túnez, Argelia y Egipto (tras el golpe de Estado de Al Sisi) y por los países del Sahel como Malí o Níger. Incluso en su seno también existen divisiones como se ha demostrado en Siria entre las dos principales milicias yihadistas, el Frente al Nusra, cuyo objetivo es derrocar a al Assad e imponer un Estado islámico suní en Siria, y el Estado Islámico que ha conseguido controlar una amplio territorio entre Siria e Irak para establecer un califato. Este objetivo de conseguir una base territorial propia para el yihadismo ya fue intentado en Malí y frustrado por la intervención francesa en ese país. Con el fracaso del proyecto de los Hermanos Musulmanes para el mundo árabe, la iniciativa en el lado de las formaciones islamistas ha pasado a manos del yihadismo que, además, ha podido presentar el golpe militar en Egipto como un ejemplo del fracaso de la vía electoral para conseguir los objetivos de los islamistas.

Conclusiones. 

Las protestas iniciales de las revueltas árabes, con sus reivindicaciones de reformas democráticas y económicas, sirvieron de detonante para la explosión del malestar intenso y reprimido que albergaban las masas árabes. Arrastrando ese descontento a la calle abrieron un boquete en los regímenes más frágiles del mundo árabe que se vieron sorprendidos por un tipo de protesta que no esperaban. La reacción combinada de los gobernantes – accediendo a reformas políticas o concesiones sociales y económicas o reprimiendo las movilizaciones -, de las fuerzas armadas – apoyando mayoritariamente a los gobiernos o retirándoles el apoyo -, y de las potencias regionales y extra-regionales – apoyando a distintos actores, presionando sobre los gobiernos y las fuerzas armadas -, decidieron que se diesen unos resultados u otros. Pero en todos los casos fueron otros actores más organizados e implantados quienes terminaron aprovechando para objetivos diferentes de los iniciales la desestabilización de los distintos regímenes.

El enfrentamiento que se abrió fue entre múltiples actores, fuerzas laicas – liberales e izquierdistas -, intereses y grupos vinculados a los regímenes contra los que se levantaron las revueltas, diferentes grupos islamistas – chiítas, sunitas moderados, salafistas o yihadistas – potencias regionales – Irán, Arabia Saudí, Turquía -, y extra regionales – EE.UU., Francia, Gran Bretaña, Rusia. Actores que han llegado a alianzas y enfrentamientos impensables antes del estallido de las revueltas árabes. Entre las primeras la de los Hermanos Musulmanes egipcios con el régimen iraní; la de EE.UU. e Irán para frenar el avance del Estado Islámico en Irak y Siria, con gran contrariedad para Arabia; o la establecida entre laicos y fuerzas del antiguo régimen en Túnez y Egipto para frenar el ascenso de los islamistas. Entre los enfrentamientos, el producido entre Qatar y Arabia por sus distintos apoyos a sectores islamistas, los Hermanos Musulmanes en el primer caso, los salafistas en el segundo.

En cualquier caso las revoluciones fueron bloqueadas inicialmente en muchos casos, y están siendo revertidas en una segunda fase en otros casos, con la excepción por el momento de Yemen. Sin embargo, las consecuencias abiertas por las revueltas iniciadas hace cuatro años están lejos de haberse acabado. Fundamentalmente, y a corto plazo, son los casos de la evolución de Libia y especialmente Siria los que más transformaciones pueden acarrear en todo el mundo árabe debido a la cantidad de intereses en juego. Pero esto no significa que las revueltas hayan terminado fracasando y la situación general haya sido recuperada definitivamente por los antiguos regímenes con diferente formato, pues la situación sigue siendo muy dinámica y los efectos de las revueltas no han agotado ni mucho menos todas sus consecuencias.   

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