La Perona fue un enorme barrio de barracas, formado en la dura posguerra española, que tomó ese nombre de la visita de Eva Perón a Barcelona.
La ONU había aprobado la retirada de embajadores de España, por su condición de dictadura fascista y por su complicidad con Hitler y Mussolini, pero la decisión no fue seguida por Argentina: Eva Perón llegó a España en junio de 1947, mientras su país aseguraba la venta de trigo a Franco. En Barcelona, los barraquistas que malvivían junto a las vías del tren en la Ronda de San Martí, creyeron un rumor que corría asegurando que la Evita del peronismo iba a construir casas para ellos: así nació la Perona para denominar su barrio de chabolas. Fue un murmullo más de los años del hambre.
Esa Perona no era la mayor concentración de chabolas de Barcelona, donde proliferaban en muchos barrios: las del Somorrostro en la playa, las barracas de Pekín en el actual Fòrum, los grandes núcleos de Monjuïch, de can Tunis en la Zona Franca, de Francisco Alegre; los del viejo cementerio del Poble Nou, o en las antiguas baterías antiaéreas de la guerra civil en el Carmelo; y en Torre Baró e incluso en la Diagonal. En 1957, había más de seis mil barracas en Monjuïc, y casi dos mil en las playas; mil doscientas en las tapias del Hospital de Sant Pau, y quinientas en la Perona, cuyo número aumentó después. En total, se contabilizaron en Barcelona casi trece mil casuchas, y en ellas malvivieron más de cien mil personas, soportando la pobreza y sacudiendo su soledad de maltratados con la dignidad y la ayuda mutua en aquellos años de infamia.
El barrio de la Perona estaba en el barrio obrero de la Verneda, y llegó a tener más de mil casuchas donde vivían cinco mil personas. Se agrupaban a lo largo de una callejuela de dos kilómetros que corría colgada y paralela a las vías del tren, y existió hasta el inicio de los años noventa. Muchos de los barraquistas barceloneses de la Perona fueron trasladados en los años setenta al barrio de La Mina en Sant Adrià, y al de Canyelles, en Nou Barris. Los de la playa del Somorrostro fueron desalojados para ejecutar los planes de construcción de los Juegos Olímpicos de 1992, y fueron realojados en Sant Roc, de Badalona, que hoy sigue siendo un barrio deprimido donde los vecinos contemplan con impotencia a los grupos de delincuentes que se han instalado desde hace años y que se dedican a la droga. Porque las cicatrices de la penuria que impuso el franquismo todavía no han desaparecido.
Los grandes núcleos de barracas del Bogatell, el Somorrostro y el Campo de la Bota eran la constatación de la miseria bajo la dictadura franquista. En la crisis de los setenta, hubo enfrentamientos entre payos y gitanos, y los episodios de delincuencia proliferaron. Los habitantes de la Perona trabajaron en la construcción, en fábricas, como criados de familias ricas, mientras otros se dedicaban a recoger hierros, papel, cartones, o a vender por las calles y en mercadillos improvisados, a veces, simples cabezas de ajos; y algunos a interpretar boleros tristes con sus trompetas y acordeones en la calle o en las estaciones del metro; también se vieron abocados a la mendicidad: la desventura del franquismo. Sus habitantes, además de ser pobres, padecieron la persecución de la policía: Arturo Domínguez, un barraquista del barrio explicaba años después que “cuando detectaban una barraca nueva venían con una camioneta de la guardia urbana y como las barracas eran tan flojas, cogían una cuerda, la ataban por un extremo a la barraca y por el otro extremo a la camioneta de la guardia urbana, y entonces estiraban hasta que tiraban la barraca al suelo”. Joaquima Utrera, en su libro El nieto del lector de periódicos (la biografía del dirigente vecinal comunista Manuel Martínez), recoge la corrupción franquista que se aprovechaba incluso de los barraquistas: en la Perona, “durante el día había un vigilante a quién todos nombraban por su apodo, el Gravao, que cobraba de la administración franquista para que entre otras cosas impidiera la construcción de nuevas barracas. Sin embargo, no tenía inconveniente alguno en consentir que se levantaran más chabolas nuevas siempre que fuera previo pago de 12.000 pesetas. Toda una fortuna en los años cincuenta”.
Allí, a la Perona, llegó Esteve Lucerón, un joven militante comunista originario de Lleida, cuyo padre pasó ocho años en las cárceles franquistas. No vivió allí, pero iba cada día: tras perder el trabajo en la fábrica, pudo ocuparse en el almacén de los talleres ocupacionales de la Perona que organizaba el Patronato Municipal de la Vivienda barcelonés. Tenía treinta años y se había comprado una Pentax con el finiquito, y después pudo adquirir una Canon. Estudió en el Centre Internacional de Fotografia de Barcelona, CIFB, y en el Institut d’Estudis Fotogràfics de Catalunya, IEFC, donde conoció el trabajo de Lewis Hine, Jacob Riis, Dorothea Lange y Walker Evans, y en la década de los años ochenta se dedicó a fotografiar a los habitantes de la Perona; la mayoría, eran gitanos. Lucerón era un obrero metalúrgico, un fotógrafo aficionado, un hombre consciente de la mezquindad del capitalismo que trituraba la vida, y que trabajó con su cámara solamente durante la década de los ochenta, porque en 1990 tuvo que abandonar la fotografía por sus problemas oculares, una retinopatía.
La desconfianza de algunos sectores de la ciudad hacia los gitanos, que hacían correr acusaciones falsas sobre supuestos hechos delictivos, y el menosprecio de su cultura, escondían de hecho una dura competencia entre los habitantes más pobres de la ciudad, fueran payos o gitanos. Esa suspicacia hacia los gitanos nunca atrapó a Esteve Lucerón: sabía que eran de los suyos, trabajadores pobres que en la noche del franquismo querían sacar adelante a sus familias y conquistar la alegría de la vida. En esas duras condiciones de la Perona, las imágenes de Esteve Lucerón muestran una gran humanidad, un afecto y afinidad con los más desvalidos, documentando la miseria, como hicieron Lange y Evans en los años de la gran depresión en los Estados Unidos.
Muchas de las imágenes que tomó Esteve Lucerón se muestran ahora en la exposición del Arxiu Fotogràfic de Barcelona. Destacan sus fotografías de las gitanas, mujeres fuertes, dignas, alegres, pese al difícil entorno; y las imágenes de un día cualquiera en la Perona, los niños que ríen, los momentos de alegría. Puede verse la humanidad de Lucerón en la imagen de esa mujer joven que abraza a su hija, ante un caldero con la comida; en la pareja de jóvenes sentados en la cama, que miran al objetivo con seriedad y preocupación; en los niños y en la familia reunida en la barraca de el Chando; se ve en su fotografía de Angustias, la mujer gitana que dispone sus cartas en el suelo; en el abuelo casi ciego que sujeta a su nieta; en el padre feliz que abraza a sus dos pequeños, casi desnudos; en la casita donde se dan clases de carate; en el humilde cartel de la familia de los pinchauvas que anuncia la compra de muebles viejos y chatarra; en los muchachos que se aplican en sus pupitres en la precaria escuela de adultos de la Perona porque buscaban un futuro distinto al que los habían condenado.
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