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Escudado por su estrecho clan y el régimen de seguridad legado por su padre, el dictador sirio ha logrado mantenerse al frente del país, asolado por diez años de conflictos.

Bashar al-Assad, el tirano y la estrategia de ”demonización de la revolución”

Fuentes: Libération

Escudado por su estrecho clan y el régimen de seguridad legado por su padre, el dictador sirio ha logrado mantenerse al frente del país, asolado por diez años de conflictos.

Es el único de todos los dictadores impugnados en 2011 que sigue en su puesto. Incluso, dentro de unos meses, se presentaría a un cuarto mandato. La continuidad de Bashar al-Assad al frente de su país parece fenomenal teniendo en cuenta los cambios en el conflicto de Siria y el estado en el que se encuentra actualmente el país. Tres cuartas partes de su territorio han sido devastadas, ciudades enteras han sido destruidas y vaciadas de sus habitantes, y cientos de miles de personas han muerto. Con seis millones de refugiados fuera del país y otros tantos desplazados internos, casi la mitad de la población ha perdido sus viviendas. Ejércitos y milicias extranjeras controlan gran parte del territorio y lo que queda de su riqueza. Las sanciones internacionales están estrangulando tanto al poder como al pueblo. Pero éste es el precio que el régimen estaba dispuesto a pagar para mantenerse en el poder. «Al-Assad o quemamos el país», coreaban sus esbirros a los manifestantes de 2011. Diez años después, el «y» ha sustituido al «o»: Al-Assad no se fue, «y» el país está en cenizas.

Represión

La defensa de su poder fue siempre el objetivo del presidente sirio y la clave de su supervivencia. Para ello, podía contar con el estado de seguridad que heredó de su padre, construido metódicamente durante los últimos cuarenta años para proteger a su clan en el poder. Cuenta con la familia unida en torno a él, su hermano menor, Maher, está al frente de las tropas de élite del ejército. Varios de sus primos están a cargo de los servicios represivos. El más allegado a él, el empresario Rami Makhlouf, que viene vampirizando la economía siria desde que Bashar llegó al poder, maneja el nervio de la guerra. Resueltos a preservar el régimen sin ceder a la revuelta popular, todos ellos aplicaron una represión implacable que fue siempre en aumento. Después de los disparos con municiones reales contra los primeros manifestantes pacíficos, la artillería bombardeó los barrios rebeldes, y luego, desde finales de 2012, la fuerza aérea aplastó ciudades enteras bajo las bombas. En 2013, incluso las armas químicas fueron utilizadas contra los civiles. Las tropas que llevaron a cabo la represión contra su propio pueblo están perfectamente controladas por oficiales «leales». Porque el clan gobernante moviliza a la comunidad minoritaria alauita, de la que desciende la familia Al-Assad, y logra hacerle creer que su supervivencia depende de la del régimen.

Cuando todo eso ya no era suficiente para defender su poder y su territorio, Al-Assad se apoyó en sus aliados externos. Irán movilizó junto al poder sirio a poderosas milicias, empezando por el Hezbolá libanés, pero también a decenas de miles de combatientes chiíes iraníes, iraquíes e incluso afganos. El dictador sirio les concedió sin pestañear las prerrogativas de su Estado y de su ejército a partir del momento en que empezaron a luchar por él. La renuncia a su propia soberanía fue aún mayor cuando Rusia vino a salvarlo en 2015, cuando había perdido el control del 80% del territorio. Moscú, que lo ha protegido política y diplomáticamente mediante vetos en la ONU, intervino militarmente para asegurar una reconquista decisiva. Los rusos obtuvieron una inmejorable apertura hacia el Mediterráneo con, además de su base naval en Tartous, una base aérea en la región de Lattakia y concesiones prioritarias en los puertos así como para el fosfato sirio.

Terrorismo

Pero la estrategia más eficaz de Al-Assad fue, seguramente, jugar la carta del terrorismo islamista. O la «demonización de la revolución», como dicen los opositores sirios. Al denunciar una «conspiración» desde los primeros días, el relato oficial calificaba a los manifestantes de «infiltrados» y mencionaba a «salafistas armados procedentes del extranjero». ¿Una profecía autorrealizada o un plan de acción bien elaborado?

Como quiera que sea, la amenaza fue acompañada de decisiones concretas, como la liberación de cientos de yihadistas, entre los cuales algunos ilustres jefes islamistas, que se dirigieron hacia el norte de Siria. Posteriormente, los ataques aéreos sobre los territorios rebeldes se orientaron con mayor frecuencia a la población civil que contra los combatientes extremistas. Esto fue notorio en 2014, cuando el Estado Islámico instaló su «califato» a caballo entre Irak y Siria. Su capital, Raqqa, nunca fue tan bombardeada por la aviación siria y rusa como Alepo o Idlib. Los bombardeos sobre Raqqa fueron llevados a cabo por la coalición internacional, que lanzó la guerra contra la base central yihadista. Movilizados contra una amenaza superior que se extiende hasta sus propias sociedades, los países occidentales renunciaron a oponerse al régimen sirio. «Al-Assad no es nuestro enemigo», llegó a decir Macron al día siguiente de su elección, argumentando que «el enemigo de Francia en Siria es Daech». Al-Assad puede considerar que ganó su apuesta al presentarse como la alternativa al caos terrorista. Excepto que después de ganar su guerra, no parece tener planes para reconstruir una Siria pacificada.

Traducción de Ruben Navarro – Correspondencia de Prensa