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Calladito te ves más bonito

Fuentes: OnCuba

Tenía 14 o 15 años la primera vez que sentí violencia sobre mi cuerpo de mujer. Andaba de uniforme de pre-universitario y estaba parada en el borde de la acera esperando para cruzar una calle. Pasaron unos muchachos en bicicleta y me tocaron las nalgas con mano firme, agarrando todo lo que pudieron. Todavía puedo […]

Tenía 14 o 15 años la primera vez que sentí violencia sobre mi cuerpo de mujer. Andaba de uniforme de pre-universitario y estaba parada en el borde de la acera esperando para cruzar una calle. Pasaron unos muchachos en bicicleta y me tocaron las nalgas con mano firme, agarrando todo lo que pudieron. Todavía puedo sentir mi estupefacción, el ardor en todo el cuerpo, la impavidez con que miró la mayoría de las personas a mi alrededor, y el gesto solidario de unos pocos que se decían: «Qué barbaridad».

Me quedé petrificada en aquel contén. Los carros terminaron de pasar; la luz roja, la verde para peatones, otra vez la roja, y otra vez la verde. Las piernas me temblaban de impotencia, no de miedo: era de día, plena avenida, en una ciudad muy segura para mí, y quienes me habían tocado no iban a regresar ni me estaban persiguiendo. Simplemente habían aprovechado la «oportunidad» para hacer una «maldad» casi inocente, casi sin consecuencias… que, resulta, recuerdo dos décadas después.

Años antes, salía con miedo de la secundaria porque un muchacho del barrio me esperaba en la esquina y balbuceaba lo que podría pasarme en sus manos. Según decían, «tenía problemas», no había que hacerle caso, era inofensivo; pero yo cambiaba la ruta de ida a mi casa. Cuando el miedo se convirtió en pánico, mi familia fue a hablar con su madre. Desde ese día no dijo nada más, y sólo me miraba. Sin embargo, no pude dejar de cambiar de ruta. Era demasiado niña para advertir que esas situaciones se repetirían en muy diferentes formatos.

Tampoco pude traducir, hasta mucho tiempo después, el malestar enorme que sentía cuando, caminando por la calle, miraban entre mis piernas y me lanzaban un: «Mami, ¿todo eso es de verdad? ¿Todo eso es tuyo?».

«No te bajes la saya, que te queda muy bien así», «Mama, esos muslos están pa´ caerle a mordidas», «Qué rica para hacerte todo lo que yo quiera». Y así sucesivamente. ¿Por qué tendría que sentirme mal si, al fin y al cabo, eran piropos? De últimas, el problema es que yo llamaba demasiado la atención, «cómo no iban a decirme algo siendo el mujerón en que me había convertido». He escuchado argumentos parecidos muchas veces después, en voz de mujeres y de hombres: las mujeres a veces son demasiado provocativas al vestir, al caminar, al relacionarse; además, el «piropo» es un halago a la belleza femenina, una forma de reconocimiento público. Dicen.

Desde mi adolescencia, vi a más hombres masturbarse que los que hoy podría contar; crucé más veces de acera para no pasar entre un grupo que me diría «piropos», que las que decidí partir en dos la nube de deseo viril que me veía acercarme; me quedé más veces callada escuchando frases ofensivas que las que respondí; bajé más veces la cabeza ante lenguas saboreándose la boca, que las que miré de frente. Nada de eso evitó que una mañana, mientras iba a la universidad, un hombre sin rostro -nunca lo vi- se masturbara detrás de mí con tanto éxito que pudo llenarme el pantalón de semen. Cuando me bajé del «camello» en que iba, me sentí húmeda, toqué mi ropa, miré mis dedos, y reconocí, violada en lo más profundo de mi psiquis, lo que había pasado. Regresé a la casa, me cambié, y volví a la universidad para una clase de Psicología Social donde no dije una palabra sobre aquello.

Ninguna de esas referencias es excepcional. De hecho, podrían ser ampliadas por mujeres de todo el mundo; también por mujeres cubanas. Esos eventos, y otros, requieren traducirse en términos que los nombren con propiedad: violencia, violencia sexual, acoso sexual callejero. Organismos internacionales, observatorios sociales, organizaciones ciudadanas, estudian las consecuencias del acoso sexual callejero; analizan sus dinámicas para construir políticas públicas y mapean las rutas de la violencia.

Así demuestran cómo las mujeres cambian sus espacios de vida por miedo; cómo ese miedo, para nosotras, va más allá del temor al asalto o al robo, es un miedo por el propio cuerpo: la calle y el transporte público no son territorios neutrales y los grados de libertad para hombres y mujeres al transitar la ciudad, son distintos.

La cuestión específica del acoso sexual callejero es polémica, y en Cuba lo es especialmente. ¡Cómo llamar acoso -por ejemplo- al piropo, en un país donde este es bandera nacional! Pero el halago -que es con lo que muchas veces se quiere identificar el piropo- es muy diferente al acoso. Todas las situaciones descritas antes, y todas las que lectores y lectoras puedan aportar, son situaciones de acoso sexual callejero si incluyen prácticas con connotaciones sexuales explícitas o implícitas que provienen de un desconocido, si son unidireccionales (quien habla no considera el malestar de quien escucha, mira o siente), si ocurren en espacios públicos y si provocan malestar.

Las consecuencias son afectaciones en las posibilidades de movimiento en el espacio público y en la sensación de libertad y control sobre el entorno y el propio cuerpo. Entonces, el piropo, tanto como otras formas de acoso sexual, no son prácticas neutrales ni fundadas en el bienestar recíproco. Funcionan en un contexto de asimetrías de género, se expresan a través del control y del poder que otorgan esas asimetrías, y se reproducen a través de las mismas rutas de otras formas de dominación patriarcal.

Por lo anterior, es necesario pensar el acoso sexual callejero desde las políticas públicas y a través de campañas de educación ciudadana que consideren las necesidades y voces de mujeres y hombres sensibilizados con el tema. En Cuba no contamos con normativa alguna para hacer frente a esas situaciones, tan cotidianas como alguien sea capaz de imaginar. En 2016, el periódico Vanguardia publicó uno de los pocos análisis sobre el acoso sexual callejero. Allí se refirió que en nuestro país no contamos con formas legales que regulen y sancionen ese tipo de violencia. Para encontrar amparo jurídico, las personas afectadas requieren evidencia de la reiteración del acoso; de lo contrario, se califica como «vulgaridad, grosería o casualidad».

¿Cuántas veces más tendré que caminar con incomodidad y hasta temor, cuántas masturbaciones más tendré que presenciar sin querer, cuántas frases violentas más tendré que escuchar para demostrar que la violencia sexual, que el acoso sexual callejero, es reincidente en mi vida, en nuestra vida, hasta un punto en que no lo podrían creer?

Fuente: http://oncubamagazine.com/sociedad/calladito-te-ves-mas-bonito/