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Campamentos Dignidad: El Sí se puede de los parados

Fuentes: Rebelión

Muchas camisetas de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas llevan inscrito el siguiente lema: Rescatan al banquero, desahucian al obrero. Un reciente informe de la PAH corrobora la precisión del eslogan: el paro es el motivo de impago de las hipotecas en el 70% de los casos y el 25% del total de los […]

Muchas camisetas de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas llevan inscrito el siguiente lema: Rescatan al banquero, desahucian al obrero. Un reciente informe de la PAH corrobora la precisión del eslogan: el paro es el motivo de impago de las hipotecas en el 70% de los casos y el 25% del total de los afectados son desempleados sin subsidio. Pero, ¿dónde están las camisetas contra el paro? ¿Qué explica que el obrero sea capaz de movilizarse en tanto que desahuciado de la vivienda pero no en tanto que desahuciado del trabajo?

El trabajo manual es la pornografía contemporánea, escribió el burlón Zizek. Pero si la representación del trabajo manual está clandestinizada o, a lo sumo, constituye un objeto de comedia costumbrista, el paro es aún más invisible, más irrepresentable. El paro se vive como fracaso individual, entre la ocultación y la culpa. El poder es muy consciente de ello y atornilla cada día el acoso contra los parados, sembrando machaconamente la sospecha de fraude, induciendo a la delación anónima, amurallando el apartheid social.

Mientras tanto, por todos lados se escucha la misma cantinela ¿dónde están los parados, por qué no salen a la calle? ¿Por qué no se lucha? Y entonando esta letanía de la impotencia, muchos integrantes del coro se sacuden su responsabilidad. No se recuerda cuándo fue la última vez que un sindicalista pisó una oficina de empleo y tampoco hay demasiado rastro de los movimientos posmodernos, más interesados, según parece, en los últimos rizos teóricos sobre las nuevas subjetividades contemporáneas, el trabajo cognitivo y la multitud deseante…

Pero los tiempos de la tontuna se están acabando. La movilización de la PAH, del SAT o de los Campamentos Dignidad, sin proponérselo, está revelando la complicidad de los aparatos sindicales o la impostura de determinadas jergas militantes. Ya no podemos repetir gratuitamente aquello de «la exclusión social es más que la simple pobreza» o pontificar sobre el carácter «post-materialista» de los nuevos movimientos sociales. Lo que hasta ahora se presentaba con el aura de la complejidad se muestra descarnadamente ante el personal como velo, como conjunto de coartadas del nuevo higienismo social o del ciudadanismo abstracto, que constituyen hoy dos de las grandes vetas ideológicas de las clases dominantes.

«La claridad es una cuestión moral«, dejó escrito Carlos Castilla del Pino (1). Ha llegado el momento de llamar a las cosas por su nombre: paro, precariedad, pobreza, explotación, dominio de clase. Con 6 millones de personas en la trituradora de los desechos y con casi un 10% de la población dependiendo para comer de los bancos de alimentos y de la caridad institucional, no podemos prolongar el carnaval de excusas y adulteraciones.

La PAH nació en Cataluña y Murcia pero su medicina se extendió -aunque al principio muy lentamente- y demostró que tiene efectos sanadores en cualquier rincón del Estado. 50 personas gritando en la puerta de una oficina bancaria «Tenemos la solución: los banqueros a prisión» es un lenguaje que entiende hasta el director de sucursal más obtuso. Aquel que no encontraba un hueco en su agenda para recibir al torturado afectado, rápidamente alivia sus compromisos. Y al monstruo anónimo, como llamaba Steinbeck a los bancos, le brotan con singular diligencia, los interlocutores, licenciados en lenguaje sutil e inteligencia emocional. Por fin, la injusticia tiene nombre, dirección y portavoces. El escrache y las acciones que erosionan la imagen de los bancos, son eficaces en todos sitios. En Barcelona y en Arroyo de San Serván. Ante el BBVA y ante Caja Badajoz.

Organizar el Sí Se Puede de los parados y precarios en las oficinas de empleo también es generalizable. Lo que ocurre es que, como en el caso de la PAH, hablamos de camino pedregoso y no de atajo mediático o electoral. Hablamos de vínculo intenso, de comunidad y no de «representación de los sin voz» ni de fugaces «me gusta» en el facebook.

Con toda la humildad que se quiera, en los Campamentos Dignidad se ha puesto en pie un pequeño Sí Se Puede de los parados y precarios. Y, a lo mejor, algunas de las modestas enseñanzas de esta lucha pueden ser útiles en otros lugares. Los parados y precarios de Extremadura no están hechos de una pasta especial ni las condiciones sociales o políticas en las que viven difieren, en lo sustancial, de las circunstancias de cualquier otro territorio del Estado Español.

Los Campamentos Dignidad de Extremadura se inscriben en la onda larga de lucha que abrió el 15M y ha prolongado la lucha de las mareas, del SAT o de la PAH. En las manifestaciones de los acampados se funden el «No hay pan para tanto chorizo» con el «Viva la lucha de la clase obrera«; tan pronto se corea «Ni un desahucio más en esta ciudad» como brota el «Qué barbaridad que el hijo del obrero no pueda estudiar«. Los campamentos han ido configurando una especie de 15M obrero que, más allá de las reivindicaciones específicas que los hicieron nacer, apuntan a preocupaciones y desafíos comunes. ¿Las personas paradas y precarias pueden constituirse en sujeto social y político? ¿Es la renta básica un instrumento real de lucha y unidad o, por el contrario, un producto «utópico» de auto-consumo militante? Somos o podríamos ser el 99%, afirmamos con alegría, pero ¿cómo y desde dónde se construye la mayoría? ¿Es posible la transformación social sin el protagonismo de las gentes de abajo? ¿Clase obrera, precariado, «chunguitud»…cómo se crea hoy el cacareado contrapoder, el poder popular?

Campamentos Dignidad: una comunidad de lucha

Un relámpago ha estremecido el cielo plácido de Extremadura. Desde el suelo, durante 80 días, se ha alzado ante las oficinas de empleo un movimiento popular que ha sacudido la parsimonia del veterano cortijo. Los Campamentos Dignidad han puesto en pie una comunidad de lucha, uniendo a parados de todas las edades y gremios, dando la voz a los barrios mudos de la miseria, congregando a la juventud precaria y a la clase obrera.

El 20 de febrero, frente a las puertas del INEM en Mérida, se alzaban las primeras tiendas de campaña. Una semana más tarde, otro grupo de parados acampa en Plasencia y, tras el desmantelamiento alevoso por parte de la policía, se instala en el interior de la catedral, donde permanecerá hasta el final la nueva colectividad rebelde. Un mes más tarde, la chispa se extiende a Almendralejo y Badajoz. Frente a las oficinas de empleo, se levantan dos nuevos campamentos, al tiempo que se multiplica la solidaridad por toda Extremadura.

En el origen de la protesta se encuentra el desprecio del poder político a la ILP por la Renta Básica que la Plataforma ha presentado, avalada por 27.000 personas, el equivalente estatal del casi millón y medio de firmas que ha conseguido la PAH a favor de la ILP de dación en pago. «Hubiera merecido mejor final«, sentencia uno de los políticos extremeños, dando por muerta y enterrada la iniciativa popular. Pero el acontecimiento siempre llega con pies de paloma.

Durante meses, los Campamentos Dignidad consiguen desplazar la centralidad política de Extremadura hacia las oficinas de empleo, hacen escuchar como discurso lo que no era percibido más que como ruido. Los campamentos se yerguen como comunidad disidente pero, al mismo tiempo, como vivero de lucha, lugar de encuentro de los movimientos alternativos y escuela diaria de desobediencia. Un hervidero donde la generosidad, la fraternidad y la reivindicación se dan la mano; donde el reparto de alimentos se alterna con el escrache; donde el intempestivo refugio de acogida se transforma en centro organizador de la movilización para reclamar la tarifa social del agua o la paralización de los desahucios.

Hay una comunidad en construcción. Y comunidad, aquí, quiere decir organizar otra vida cotidiana, otras relaciones distintas a las establecidas, mediadas por el lucro y la competencia. Generosidad y solidaridad dejan de ser material de contrabando ideológico, enseñas de las nuevas franquicias de la caridad. La solidaridad es la ternura de los pueblos y la ternura de los pueblos es pan, leña y mantas. Y complicidades para señalar a los políticos. Y aliento para la lucha, en sus infinitas formas posibles. Las trabajadoras del INEM traen café y dulces. Uno de los panaderos de la barriada Nueva Ciudad nos obsequia todos los días con su pan. El dueño del bar nos deja que enganchemos allí la luz. Un vecino nos facilita el wifi y otro nos trae los trébedes y los pucheros. Abel aporta la caravana para ubicar allí la oficina de agitación y propaganda, y Francisco un cargamento de leña. Son miles de personas en toda Extremadura las que colaboran con los campamentos, apuntalando la revuelta. El pueblo se vuelca a tal extremo que las acampadas han de organizar el reparto del excedente de comida generado, entre las familias más necesitadas en los barrios.

«La vida es darse. Darse, no hay alegría más alta«, dice Eduardo Galeano. Y la honda verdad de ese pensamiento adquiere potencia en el estado naciente, en el momento creador de los movimientos populares. La comunidad se teje con mil hebras de generosidad, de ejemplos que no esperan medalla. Pedro y Yolanda cuelgan la bandera indeleble en el balcón de la plaza: Sus beneficios, nuestras crisis. Myriam, Raúl, Diego o Izaskun duermen en el campamento y desde allí se van al trabajo o al estudio. Jesús, Rubén y Jorge se han desplazado desde Almendralejo para asentar la semilla subversiva y después constituirán el embrión de la acampada en su ciudad. Ángel o Jon aportan su saber jurídico a la tarea de convertir el campamento en oficina de derechos sociales a la intemperie. Teresa, 67 años contra la grama, multiplica las horas y las tareas de apoyo. Jose, a pesar de su enfermedad, defiende la cocina, va sacando de la nada guisos inverosímiles. Heroísmo cernido, desafío de los anónimos, levadura del pueblo. La comunidad va creciendo en los eriales del INEM. «Las resistencias al capital y a la dominación asumen la forma ética y política de comunidad«, escribe con acierto Raúl Zibechi (2). Las soledades se organizan, los duelos ignorados encuentran el oído atento. El afectado se hace militante y el militante se baña de humanidad. La revolución se despoja de abstracciones, se hace carne y hueso. «Así, entra con los pies desnudos. Entra en el hervor, entra en la plaza«. Y ahí, en el nosotros, se desvanece el duro individualismo, palidecen las egolatrías. El individuo se olvida de sí mismo, «arrastrado por la colectividad, se entrega por entero a los fines comunes«. Emancipados del televisor, se hace posible la conversación, la escucha mutua y cada uno, entre los demás, es «impelido, llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado» (3) a la oficina de empleo que es plaza, a la catedral que es plaza, a la comunidad.

Y el INEM, con su reguero de historias, va amasando la colectividad insurrecta. La gran neurosis colectiva del paro se desgrana en afrentas individuales. A ésta compañera la quieren apañar con 90 euros de subsidio, porque trabajaba con contrato a tiempo parcial, y a aquel otro le quitan la RAI porque su mujer, ¡qué lujo!, trabaja de limpiadora. A uno le hacen venir a sellar a dos horas distintas de la mañana y a otro le deniegan la ayuda existente hasta ahora para mayores de 52 años. «Cursillos todos los que quieras, pero de curro nada de nada«, dice un compañero; «hasta pal campo te piden entrevista de trabajo«, lamenta otro. Una joven cuenta que en el flamante Decathlon les pagan en forma de salario hora y otro no tan joven relata cómo le han robado un mes de subvención al desempleo: «Si no renuevas la cartilla del paro en el día previsto, te quitan 30 días de subsidio. ¿Y de dónde comes ese mes?«.

Es la Casa Grande, dicen con ironía los parados. La Casa del Dolor, le llama Marisa. Si se aguza el oído, a cada rato se escucha la palabra depresión y, a corta distancia, con ella compite en frecuencia la palabra escopeta. Aquí se aprende la declinación del verbo «entrankimazarse» y la angustia demuestra su versatilidad. Aquí se conoce la proliferación del tormento en los barrios, entre la gente obrera. A Antonia le han echado quince días de arresto domiciliario por plantar cara a la trabajadora social; Álvaro cumple 10 días de servicio a la comunidad por pintar en la pared una hoz y un martillo; Paula viene a que pidamos el indulto para su novio, condenado a la cárcel a pesar de los sólidos informes médicos sobre su esquizofrenia.

Aquí comparece la verdad oculta detrás de los titulares de los periódicos: los servicios sociales como policía de las familias pobres, las agencias de la caridad como aparato de humillación y control social. «¿Tú sabes cómo tratan los perros a las garrapatas? Pues así nos tratan las trabajadoras sociales a nosotros, como si fuéramos garrapatas«, nos dice un compañero. «La buena planta que tienes y las buenas ropas que gastas«, le ha espetado una monjita a otra de nuestras camaradas. «Parece que hay que llevar el moño recogido y los niños con los mocos colgando para que te den algo. Cámbiame el café por huevos, le digo, que no tomo café, pero no hay manera«.

Y, a pesar de todo, por un inesperado camino, el dolor colectivo se transforma en lucha, y la lucha se trueca en alegría. Porque ésta no es una comunidad cualquiera, es una comunidad de lucha. «Somos pueblo«, dice Petri, pueblo en lucha. Los Campamentos Dignidad van trazando el mapa de su audacia, convirtiéndose en semillero de la organización popular, en denuncia permanente contra los que nos arrastran a la miseria. Un día marcamos la ruta de la estafa financiera, plantándonos frente a las oficinas bancarias en apoyo a las familias con amenaza de desahucio y, al otro, realizamos un escrache por la renta básica. Una mañana reclamamos ante el ayuntamiento que repongan el agua a las 600 familias a las que se la han cortado por impago y, a la siguiente, empapelamos las ciudades extremeñas con carteles de Se Busca a Monago.

Como le gusta decir a Alfonso, «el escrache es lo más democrático que tenemos» y, a pesar de la histérica campaña de criminalización, hacemos un uso intensivo de él. Y así, se suceden los señalamientos públicos a Monago, a Carrón, consejero de Política Social, a Víctor del Moral, odiado consejero de Vivienda, a Carlos Floriano, a la Reina Sofía, e incluso aderezamos con chorizo el escrache ante el hotel de cinco estrellas en el que almuerzan las austeras señorías del PP extremeño.

Dignidad y emoción, organizándose de la mano

Los acontecimientos dentro del acontecimiento van jalonando la construcción de la comunidad insurgente. Una tarde, en la asamblea de cada día, se presenta Jesús y nos dice con voz rota: «Yo voy a ser el número 20«. Habla de la estremecedora contabilidad de los suicidios. Está en el paro, como casi todos, y el BBVA le ha comunicado el desahucio para el 9 de abril. Una corriente de rabia y fraternidad atraviesa el campamento. «A ti no te va a echar nadie de tu casa, Jesús«. A la mañana siguiente, un piquete del campamento arranca del banco el compromiso de paralización del desalojo. En cascada, empiezan a pararse desahucios de hipotecas en Mérida, Arroyo de San Serván, Aceuchal… y los directores de las entidades bancarias se reúnen en secreto para pactar una estrategia común ante la movilización.

Lo que empezó siendo una plataforma por la renta básica toma forma como movimiento por los derechos sociales. Detrás de la renta básica salen las otras cerezas de la cuestión social. La PAH se constituye dentro de los Campamentos en Mérida, Plasencia y Almendralejo. También las movilizaciones de la Marea Ciudadana contra los recortes se convocan desde las acampadas. Y la Coordinadora Estudiantil se reúne igualmente allí para preparar sus movilizaciones contra los atropellos de Wert y compañía. De la renta básica a los desahucios de vivienda social. Del derecho al agua a los desahucios de hipotecas. De la exigencia de empleos públicos a las mareas contra los recortes. Los Campamentos van trenzando las resistencias y arrimando su fuerza a cada convocatoria de lucha.

Desobediencia y comunidad se hermanan, abriendo «la fiesta de las posibilidades». Mientras la crisis capitalista «desorganiza el viejo sistema social y desclasa a grupos sociales ligados al viejo régimen y que creían en él» (4), los campamentos apuntan a un nuevo comienzo, a la fundación de vínculos inéditos, de solidaridades alternativas. Es el tiempo dionisiaco, el momento de la exploración de los posibles. Iván organiza un taller literario, Ramón y Mariángeles fabulan corralas futuras, Rosendo monta un taller para dejar de fumar, un grupo de mujeres mayores inician una cadeneta, otro grupo pone en marcha el Coro del Campamento Dignidad de Plasencia, las compañeras del Ateneo Libertario de Mérida preparan talleres dominicales de juegos para los niños, Eladio y Daniel movilizan a más de 70 escritores para colaborar en un libro solidario con la lucha. Rafa propone hincarle el diente a los huertos familiares y Abel plantea crear una red de güifinet. «¿Pero también nos vamos a meter con el Internet?«, pregunta irónica María, una de las activistas gitanas de la barriada Juan Canet.

El aparato de poder se muestra desconcertado. La policía de uniforme y la de bar no dan abasto. Pero ni las unidades de intervención policial ni las brigadas capilares del alcucereo atinan a controlar y prever los movimientos de esta hidra insospechada que ha nacido en los páramos del SEXPE. Ni las visitas nocturnas de los guardias, ni las amenazas de desahucio contra algunos de los militantes más activos del Campamento como Agustín, Mari Carmen, Domingo, Lorena o Manoli, ni los ardides caciquiles de los intermediarios de la política, intentando comprar a algunos de los miembros del campamento con la promesa de solución personal a sus problemas de vivienda o trabajo, son capaces de sacar del paso al movimiento. Porque aquí, el poder no se enfrenta a un conflicto reconducible a los parámetros habituales y conocidos de la política como gestión o administración, la que sólo entiende de minimización del daño y de clientela. Aquí es la otra, la verdadera política, la que cuestiona los fundamentos del dominio, la que pone encima de la mesa las palabras igualdad, pueblo y coraje.

Y así, higo a higo, escrache a escrache, se va llenando el canasto del nuevo movimiento. La ley de renta básica entra en la recta final y para el 9 de mayo se anuncia su aprobación. Los Campamentos preparan dos marchas, desde Plasencia y Almendralejo, que confluirán ante el parlamento de Extremadura. Pero al final, para sorpresa de propios y extraños, otras dos marchas imprevistas se suman desde Badajoz y Villafranca, en una nueva jornada de entusiasmo y explosión del sí se puede. Centenares de jóvenes de Almendralejo, de Plasencia, de Badajoz, de toda Extremadura despiertan a la lucha social junto a veteranos luchadores como Teo, Agustín, Manolo, Carlos, Miguel, Pepe, Dani, Rafa, Maite, Abel, Torralbo o Puri. En Mérida, las columnas se funden en un abrazo colectivo. «El día que nos tengamos que ir, lo vamos a hacer llorando«, dice Belén. Dignidad y emoción, organizándose de la mano.

Las acampadas se mantienen hasta que el parlamento aprueba la ley de Renta Básica. Ese día, en las inmediaciones de la Asamblea de Extremadura, los numerosos policías antidisturbios, prestos a intervenir, tan pronto se quitan como se ponen los cascos, atendiendo a las órdenes contradictorias de los políticos, desorientados por la presión sostenida del movimiento. Al final, el parlamento ratifica una ley que, en modo alguno, responde a lo que vienen exigiendo los acampados, quienes la bautizan como el timo de Monago. Sólo va a acoger a unas 8.000 personas; sí, son muchas más que las 1.500 iniciales que planeaba el gobierno del PP, pero aun así muy lejos del mínimo que se reivindicaba: dar cobertura a las más de 70.000 personas paradas sin ingresos. Y a pesar de las modificaciones introducidas, el texto definitivo se mueve en la lógica de las rentas mínimas de inserción social que el movimiento ha denunciado. Sin embargo, en la calle los manifestantes, que se han opuesto resueltamente a la ley, saltan de alegría. ¿Cómo es posible que no prenda el desánimo? ¿Por qué gritan Sí Se Puede, si sus pretensiones han sido vencidas en el parlamento?

Pero las apariencias de derrota engañan. Todo el mundo intuye que, con ser importante, hay algo aún de mayor trascendencia que haber torcido los planes del gobierno extremeño, más sustancial que el incremento de perceptores de la renta básica de inserción, o que las mejoras arrancadas en aspectos sustanciales como la cuantía, la duración máxima o los requisitos de empadronamiento y edad. Y ese algo es la construcción de un movimiento, la creación de una fuente de poder popular. El acontecimiento, dice Alain Badiou, «produce una quiebra en el campo del saber de una situación, porque con el acontecimiento emerge una verdad no considerada por el saber de la situación misma» (5). El acontecimiento irrumpe en el orden aparentemente inmutable, rasga el manto de las obviedades, descoloca el tablero previsible.

El pueblo ni está ni se le espera, habían sentenciado en los despachos del poder. Pero los Campamentos Dignidad liquidan el presagio y hacen aflorar las verdades escondidas, las certezas que se encuentran «más allá del sentido común». En el acontecimiento estallan las verdades desterradas del Sí Se Puede. Como antes en el 15M, la PAH o las movilizaciones del SAT, en las acampadas contra el paro y la precariedad se despierta la posibilidad de luchar y vencer. Frente a la repetición estúpida del «para qué nos vamos a quejar, si nos va a dar igual», emerge la conciencia de la injusticia y la confianza en el nosotros. Sí se puede luchar, sí se puede organizar la sociedad de otra forma, sí podemos hacerles retroceder, sí podemos alzar la voz por encima de la impotencia. Estas son algunas de esas posibles y provisionales enseñanzas del Sí se puede de los Campamentos Dignidad.

Cinco pequeñas tesis para una gran lucha

1. La verdad es concreta. Es el tiempo de lo evidente: Renta Básica, curro y techo

La verdad es concreta, dicen que escribió Bertold Brecht en las paredes de un generoso amigo que le acogió en el exilio. Es la hora de lo evidente: renta básica, trabajo, vivienda. Derecho de existencia, curro y fin de todos los desahucios. Esas son las tres demandas que han servido de nexo, la amalgama capaz de unir a los cuatro campamentos y, alrededor de ellos, a una parte muy significativa del pueblo precario de Extremadura. Por supuesto que cada una de estas reivindicaciones tiene su particular historia y encaje: las luchas populares no nacen en un think tank ni en un gabinete de estudios. La renta básica era el producto de una lenta maduración, el cultivo de años que acababa dando sus frutos. En paralelo, la reivindicación de 25.000 puestos de trabajo cortaba el paso a las críticas más socorridas contra la renta básica, las de promover la haraganería y una sociedad subsidiada, y para los más veteranos ligaba con la pelea provechosa por 5.000 contratos que tuvo lugar en el año 1998. En cuanto a la reivindicación del final de todos los desahucios se conectaba así con la ILP de dación en pago, tramitándose en ese momento, y, simultáneamente, con las resistencias a la ofensiva del gobierno extremeño contra las barriadas de viviendas sociales. «Nadie puede empezar a pensar, a sentir, a actuar, a no ser que lo haga partiendo del punto inicial de su propia alienación» (R.D. Laing). La lucha, casi siempre, nace en las cercanías de la experiencia propia, arraiga en las zonas de transformación potencial de cada individuo y cada grupo.

Pero no se trataba ni se trata de una simple agregación de reivindicaciones, sino de dotarlas de un aliento común. Nada obrero nos es ajeno, nada precario nos es ajeno. Que no corten el agua a nadie por falta de ingresos, que haga frente al copago sanitario o que se reponga la gratuidad del transporte escolar para los chavales de los institutos… Cualquier problema colectivo de un grupo de personas paradas o precarias es integrable en nuestra lucha; sólo hace falta un requisito: que haya afectados directos que estén dispuestos a luchar por ello, y desde ese mismo momento reciben el apoyo y constituyen también Campamento Dignidad.

Y, cabría añadir, además «una reivindicación nueva: dignidad, soberanía, poder«. Ese es, también, el salto de los Campamentos. Porque para luchar hace falta ilusión, moral de victoria, «discurso profético». «El proletariado que no quiera dejarse tratar como canalla, necesita de su coraje y de su dignidad más todavía que de su pan«, escribió Marx en 1847. La bandera de la dignidad como llamamiento de alerta a los iguales y, al tiempo, como señal de inicio de la revuelta.

2. La renta básica no es el nombre de un nuevo libro, sino una herramienta de lucha y alianza social. La renta básica es lucha de clases

¡Cuántos libros sobre la Renta Básica y qué pocas luchas! La renta básica no puede seguir siendo un nicho editorial, ni una materia reservada a sociólogos y economistas y, aún mucho menos, la propiedad programática privada de ningún grupo, que vela por su incontaminación social y la mantiene cuidadosamente metida en formol hasta que llegue el día de la liberación.

Que reclamemos una renta básica universal no quiere decir, obviamente, que todo el mundo la necesite por igual ni vaya a pelear por ella con la misma intensidad. Del mismo modo que la reducción de la jornada laboral sólo se ha conseguido históricamente por el batallar de la clase obrera (de quienes sufren la extenuación de los tiempos de trabajo) o que las reformas agrarias han venido de la mano de los jornaleros sin tierra y de los pequeños campesinos, no se puede esperar el advenimiento de la renta básica por otra vía que no sea la movilización constante y consciente de aquellos a quienes se niega una existencia digna. Pobres, parados y precarios son los sujetos naturales de la Renta Básica. Por supuesto que no sólo ellos, por supuesto que también lo serán las miles de personas que, sin ser encontrarse en esa situación, quieren salir del círculo infernal del capitalismo o aspiran a ordenación social más humana, racional, sostenible.

Quizás la principal lección de la lucha en los Campamentos Dignidad consiste justamente en haber demostrado que la renta básica puede ser un instrumento de lucha y de alianza social, un puente que una a personas en el paro, en la precariedad o en la pobreza. Ese sujeto escurridizo de la transformación social que indagamos cuando mencionamos las palabras pueblo, precariado, proletariado, multitud, clase obrera o «los de abajo», está convenientemente desmigajado. «El sistema capitalista incrementa la faena del sujeto, es un complejo sistema de cosificación y de-subjetivación» (Miguel Mazzeo). El capital no sólo desvaloriza todas las figuras del trabajo, además levanta innumerables murallas de identidad y desconfianza entre las distintas fracciones del pueblo. El poder dedica sus principales esfuerzos a la creación y reproducción de las divisiones entre los dominados y, a tal fin, subordina el sentido de las más variadas instancias de relación social, desde la jerarquía de las categorías profesionales, los diplomas y titulaciones, a las prebendas clientelares, la clasificación de las tribus urbanas o la organización espacial de las ciudades. Los canis, los parados fraudulentos, los ni-nis, «las barriadas conflictivas», «los colectivos en riesgo de exclusión social», el sistema no para de supurar etiquetas y moldes de los más variados estilos que renueven el miedo al retorno de las clases peligrosas y que, por otro lado, garanticen la meticulosa segmentación del pueblo obrero.

Pero esa alianza de parados, precarios y pobres hay que construirla en la práctica social. En una praxis social reflexiva y creadora, como diría Adolfo Sánchez Vázquez. Unir a las gentes de las barriadas miseria y a la juventud precaria, «la mejor preparada de la historia» según rezaba la crónica aduladora de los últimos años; a los obreros en paro y a los nuevos «exiliados económicos» con titulación universitaria, a aquellos a quienes se exaltaba como a los leales cachorros que vendrían a renovar el sólido dominio de la clase media; a los que tienen que enganchar la luz o el agua para poder sobrevivir en las innumerables barriadas Malvinas o Kansas City de nuestras ciudades y a quienes sufren en sus carnes los desahucios de las hipotecas, la mentira del Dorado Inmobiliario. Ese es el auténtico terreno de experimentación y construcción del «sujeto revolucionario». En los Campamentos Dignidad han fructificado destellos «espontáneos» de esa alianza posible. Pero como decía el innombrable y silenciado Lenin, «el elemento espontáneo no es sino la forma embrionaria de lo consciente«.

Para que la renta básica pueda cumplir esa función, la de ser uno de los aglutinantes del nuevo sujeto popular, es preciso un planteamiento flexible. Para unas personas servirá en tanto que renta de existencia o garantía de ingresos mínimos; otras gentes subrayarán más su utilidad como fondo transitorio de resistencia frente a un capital voraz que desposee cada vez más de derechos a los trabajadores; y otras personas verán en la renta básica un cimiento de emancipación individual o incluso la semilla de una alternativa austera al modelo de sociedad. Nuestra propuesta de renta básica ha de dar cabida tanto a visiones más «reformistas» como a otras más «revolucionarias». Y rehuir los tres sesgos que inutilizan o mellan la proposición como un instrumento de lucha: el asistencialismo, el laboralismo y las fantasías posmodernas.

En primer lugar, combatir el gato por liebre de las rentas mínimas, con su discurso-camelo de la exclusión social y los proyectos individualizados de inserción. Cada vez está más claro que la idea de exclusión social es un concepto de ocultación de clase. Como afirma Owen Jones, «la exclusión social y «los socialmente excluidos» eran los sustitutivos de «pobreza» y «los pobres. La clase social es algo que viene dado. La exclusión es algo que me sucede y en lo que de alguna manera soy un agente» (6). Las rentas mínimas como dispositivo de culpabilización, control y disciplina de pobres son todavía un lugar común aceptado acríticamente por la gran mayoría de los trabajadores sociales, del mundo sindical e incluso de gentes que se reclaman de la izquierda «anticapitalista».

El segundo sesgo que impide el vuelo de la RB es «el laboralismo». «Lo que tenemos que hacer es pedir empleo, no subsidio», te repiten hoy todavía muchas personas que confunden trabajo y empleo, dignidad y salario. El trabajo es consustancial al ser humano y fundamento de cualquier sociedad, pero el empleo o trabajo asalariado no es sino la cosificación y mercantilización del trabajo propia del capitalismo. Además, ya no es posible -ni deseable- un trabajo de cuarenta horas semanales para todo el mundo. No hay planeta ni obsolescencia programada que lo aguante.

Y, por último, hay que contrarrestar la visión posmoderna de la renta básica. Partiendo de la idea, en gran medida acertada, de que «lo común se ha convertido en el locus de la plusvalía» y de que «la explotación es la apropiación privada de una parte o de la totalidad del valor producido en común» (Negri), algunas teorizaciones de la RB han acabado soslayando la centralidad que ocupa el trabajo asalariado en el capitalismo. Pero «el trabajo asalariado no sólo produce mercancías; se produce también a sí mismo y al obrero como mercancía» (Marx). Un trabajador, en el capitalismo, es una mercancía a la busca de un comprador. Currar no es optativo en esta sociedad, salvo que tengas familia con posibles o conexiones que lo permitan. Y, por tanto, la condición del paro forzoso es la principal palanca desde donde puede y debe construirse la reivindicación de la renta básica y la alianza que la haga posible.

En ese equilibrio entre los «sujetos potenciales» de la RB es dónde prendió la Iniciativa Legislativa Popular de Extremadura, partiendo de una definición de la renta básica con tres características de principio, universal, individual e incondicionada, pero proponiendo su implantación por fases. Y eso suponía comenzar por las personas en paro, y más concretamente por los parados sin ninguna cobertura.

3. Transformar las oficinas de empleo en un espacio de conflicto social y político. Unir desde abajo y combatir el corporativismo

«Una mirada desde la alcantarilla/puede ser una visión del mundo

la rebelión consiste en mirar una rosa/hasta pulverizarse los ojos»

(Alejandra Pizarnik)

Una oficina de empleo es un lugar siniestro del que uno huye lo más rápidamente que puede. En los meses de campamento hemos vivido allí varios casos de desmayo. Es como si lo real pudiera esquivarse en otro sitio, pero no en la oficina del INEM. Allí se juntan los torbellinos del trauma y el absurdo de la máquina burocrática: ¿A mi edad, volveré a encontrar trabajo alguna vez? ¿Si no me conceden el subsidio, cómo pago la pensión de alimentos? ¿Hasta cuándo me tocará vivir en casa de mis padres? La angustia, el afecto que no engaña, el afecto certero del que hablara Lacan, es inocultable allí. La realidad, que se había conseguido sortear, retorna con cara de cerco: fracaso, incertidumbre, ausencia de futuro.

Sin embargo, a pesar de ser uno de los espacios donde más se adensa el dolor, está vaciado de conflictividad social y política. Sí, el vigilante de seguridad está allí, pero no porque se prevea motín alguno, sino más bien por si se produce alguna explosión individual de ira, por si a alguien «se le va la pinza». En este sitio, la noción del nosotros está totalmente ausente. Domina la rutina de la impotencia, la idea del fracaso individual, el autoengaño generalizado de que se trata de una situación transitoria. Y ahí es donde aparece el desafío insensato de los Campamentos Dignidad, el corte de mangas a la vejación hecha costumbre; aparece la política en su sentido genuino. «La actividad política es la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar«, afirma Jacques Ranciere. Donde antes sólo había miradas fugitivas comienza la creación de una colectividad. «La política es asunto de sujetos, o más bien de modos de subjetivación«. Un sujeto no es sólo aquel grupo social que toma conciencia de sí mismo o se da una voz, sino el que es capaz de poner patas arriba las identificaciones dominantes, el que da un nuevo significado a los lugares de la resignación.

«Politizar» la oficina de empleo, unir desde abajo, transformar a los parados en un sujeto social, ese ha sido el gran logro de los Campamentos Dignidad. El 15M volvió a convertir las plazas en ágoras, en asambleas ciudadanas. Y los campamentos han trocado la plaza de contratación en asamblea obrera, trasladando la lucha de clases al espacio urbano. «Muchos de los nuevos movimientos tienen el foco en la ciudad, ya no en el lugar de trabajo. Esto desplaza algunas ideas de la izquierda sobre cuál es la estrategia viable para la lucha anticapitalista, lo urbano está reemergiendo como una cuestión y un lugar para que esa lucha ocurra» (David Harvey). Desde la oficina de empleo, las personas paradas y precarias organizan el movimiento, el litigio por la renta básica, contra los desahucios, por la garantía alimentaria para todas las familias o contra los cortes de agua, por los derechos sociales en definitiva.

Y desde allí, desde aquella singularidad en lucha, se arma el plural. «Está visto que un pueblo sólo empieza a ser pueblo cuando/cada singular necesita perentoriamente su plural«, escribió Benedetti. Jóvenes y viejos, payos y gitanos, de las barriadas «marginales» y del centro, de la construcción y de la enseñanza, una unión que atraviesa las generaciones, los barrios y los gremios, que consigue unir a parados y precarios de toda condición. Y a partir de ahí a otras muchas gentes, trabajadores con empleo fijo, estudiantes, autónomos, pensionistas… Un pueblo donde caben y proliferan muchos pueblos. Lo singular siendo capaz de representar lo universal, los de abajo interpretando los intereses populares en su conjunto.

El corporativismo y la meritocracia son los auténticos mandamientos ideológicos de la clase media. Están tan naturalizados que, sin apenas encontrar resistencias, incluso empapan muchas de las luchas sindicales y contra los recortes. La meritocracia «acaba convirtiéndose en una sanción oficial de las desigualdades existentes, redefiniéndolas como merecidas«. Y, como recordaba Bourdieu, «en el seno de las sociedades más ricas, el dualismo reposa en la distribución desigual del capital cultural, generando un verdadero «racismo de la inteligencia». Los pobres «ya no son oscuros, haraganes, sino imbéciles, incultos…». Es ese pesado fardo del corporativismo y de la meritocracia lo que señala el límite de la movilización por parte de las diversas mareas en defensa de los servicios públicos que, a pesar de haber sido conducidas con coherencia e inteligencia, son percibidas por una gran parte de la población como demandas particulares, que exhiben reivindicaciones generales de modo oportunista, sólo cuándo se ven afectados sus intereses propios.

La mayoría debe construirse desde abajo, confrontándose con los valores del corporativismo y la meritocracia. De lo contrario, la partida está perdida de antemano. Los cascarotes de clase media que aspiran a salvarse del naufragio se aferran a lo que hasta ayer eran fiables asideros, mecanismos solventes de cooptación y participación en el bloque dominante.

«Un movimiento, grande o pequeño, es algo que interrumpe el curso común de las cosas, y es algo que propone que vayamos hacia la igualdad. No podemos llamar movimiento a aquello que es una simple defensa egoísta de un interés. Para que haya movimiento tiene que haber una idea que nuclee a todos. Y esta idea, forzosamente, es algo que va hacia la igualdad» (7).

En la reivindicación de pequeñas reformas, en apariencia de corto alcance, pueden aparecer con fuerza los objetivos que apuntan a la condición humana más universal. En la reclamación de la dación en pago emerge el derecho de cualquier persona a la vivienda y también el «derecho a una segunda oportunidad». En la demanda de la renta básica asoma el derecho a la existencia y a participar de la riqueza colectiva. Nada hay más universal que los nadie. A pesar de su aspecto estrafalario, pocos personajes de la literatura o del cine nos resultan más cercanos y universales que el vagabundo Charlot y sus cuitas con los orfelinatos, las instituciones de caridad o la policía. Porque cualquiera intuye que la línea que separa a un trabajador de un indigente es, en muchas ocasiones, delgadísima, apenas un salario o un subsidio de desempleo. Los despojados de vivienda, trabajo o protección social, los que sufren las restricciones en el acceso a la educación o la sanidad, representan a la humanidad genérica, encarnan demandas comunes a toda la población.

El revolucionario Auguste Blanqui, juzgado en 1832, requerido por el presidente del tribunal para que indicara su profesión, respondió simplemente: «proletario«. «Esa no es una profesión«, objetó de inmediato, al parecer, el juez. «Es la profesión de treinta millones de franceses que viven de su trabajo y que están privados de derechos políticos«, respondió Blanqui. El proletariado, dice Ranciere, «antes de la distorsión que expone su nombre, no tiene ninguna existencia como parte real de la sociedad«. Es la clase de los invisibles, los incontados, los nadie encarnando la esperanza de otro mundo. Los nada de hoy todo han de ser.

4. Es el tiempo de los movimientos. Construir contrapoder, construir un movimiento por los derechos sociales

Los Campamentos Dignidad han conformado un movimiento por los derechos sociales, más allá de lo que habían supuesto las asambleas de parados o las Oficinas de Derechos Sociales (ODS). Aprenden también en esos antecedentes, se nutren de su experiencia, pero suponen un salto. Para empezar, nada de esperar en las sedes, sino ir y, sobre todo, estar dónde están los iguales.

Un movimiento, por decirlo con Miguel Benasayag, es «una singularidad que habla a todos» (8). «Cuando las expectativas de un grupo minoritario aparecen como el fruto de una pura privación, tal grupo no puede constituirse como minoría, no es una singularidad«. No sólo sufrimos la injusticia del paro o de la precariedad, además somos portadores de una promesa extensible al conjunto de la población, «hacemos mundo». «Los «sin», lejos de definir una simple privación, nos plantean un desafío muy concreto, el de asumir la problemática de la época«. Las personas paradas, precarias, pobres, señalan los límites y las contiendas del tiempo convulso en el que hemos entrado. Como antes otros sujetos -el proletariado, el feminismo o los pueblos colonizados- son portadores de un mundo y su lucha inaugura nuevos campos de posibilidades.

Las asambleas de parados sólo señalaban una privación, eran más vulnerables a las cooptaciones y coacciones del poder y, por otro lado, tendían a no cuestionar la idea de empleabilidad. En cuanto a las Oficinas de Derechos Sociales se situaban en la solidaridad externa. En un caso, sólo privación; en el otro, apoyo militante «desde fuera». Los Campamentos Dignidad consiguen integrar y trascender ambos formatos de organización, transformando intereses que aparecían como meramente corporativos en motivos solidarios. La mutación se produce, sobre todo, a partir de una nueva relación entre parados y militantes. O, quizás cabría decir mejor, entre parados militantes y parados no militantes. Como en la PAH, los «afectados» son el constituyente principal, pero sin embargo tanto su composición como su estrategia van mucho más allá de la defensa gremial. La PAH apunta a la estafa financiera como origen de los dramas de la vivienda, los Campamentos Dignidad señalan a la planificación de la precariedad y de la miseria por parte del poder.

Se produce una simbiosis entre experiencia de vida y conocimiento del paño político-económico, una combinación de saberes situacionales y saberes ideológicos, una mezcla de culturas de lucha. A veces, como es lógico, se producen oscilaciones y roces, pero en todo momento se vela por mantener el equilibrio, la contaminación mutua, la permeabilidad de los bagajes y subjetividades que allí conviven. Ni guetos militantes ni onegeísmo. Por un lado hay que bregar con una concepción ampliamente mayoritaria en la izquierda política, sindical e incluso en los movimientos: una militancia de clase media, con debates, preocupaciones e inercias de clase media, enrocada en lenguajes de jerga y acostumbrada a examinar de coherencia ideológica a cualquier viandante, «compañeros cebados de consignas, si tan ricos de propaganda, de canción tan pobres«. Pero por otro lado, hay que batallar contra el sustitucionismo: no luchamos por, sino con los demás parados, pobres y precarios, repetimos constantemente. Ni radicalidad de vidriera ni engolamiento en el testimonio.

«Pensar la oposición al capitalismo simplemente en términos de militancia manifiesta es ver sólo el humo que se eleva desde el volcán«, dice John Holloway. Hay mucha lucha invisible, muchas resistencias sordas en la vida cotidiana, muchos pequeños conatos de confrontación con el poder. En el movimiento se está muy atento a esas rebeldías capilares y cuaja con naturalidad la síntesis de experiencias diversas; la frecuencia de las asambleas y la creación de instancias comunitarias acelera la articulación de intereses y sensibilidades distintas. También aquí, el modelo de «militante aparato», que siempre «piensa en otro sitio» y tiene «línea para todo» declina por su propio peso y, en su lugar, se afirma un nuevo activismo, más situacional, en el que tienen mayor relevancia los lazos afectivos y cotidianos, y con menos expectativas en las vías representativas de los cambios políticos y sociales.

Pero además, otra fusión explica la fructificación de los Campamentos Dignidad. Manuel Rodríguez, compañero de Plasencia, los define como un movimiento social obrero. Esa síntesis, frente a la canónica línea divisoria entre movimiento obrero y nuevos movimientos sociales, está en la raíz del logro. Se trata de un movimiento que bebe de otros movimientos y que muestra una palmaria versatilidad. No es un sindicato, pero asume la defensa de los trabajadores parados y precarios en primerísimo término. No es un movimiento okupa, pero incorpora con naturalidad la ocupación de viviendas y locales como una herramienta más de lucha. No es una ONG pero afronta las necesidades de alimentación en los barrios, no sólo como reivindicación política, sino además como cometido inaplazable. No es un AMPA, pero da la batalla por la gratuidad efectiva de la enseñanza. No es una formación política, pero asume una clara orientación anticapitalista. Incorpora el aprendizaje de las luchas veteranas y de las más recientes y consigue tanto la mestura generacional como la de culturas militantes con matrices ideológicas distintas.

Parece que no sólo en América Latina «los oprimidos han optado por otro tipo de cultura organizativa, por recuperar y darle un rol protagónico a modos de hacer desplazados por la centralidad de los sindicatos» o de los partidos. También entre nosotros hay una nueva generación de luchas (15M, 25S, PAH) encabezadas por los movimientos sociales y se afianzan «otros modos plebeyos de hacer«. Y las características que Zibechi apunta para los movimientos latinoamericanos son, en gran medida, comunes a los que están surgiendo en nuestros territorios y, en el caso que nos ocupa, a los Campamentos Dignidad: acción directa, arraigo territorial, énfasis en la autonomía, destacado papel de las mujeres y las familias, capacidad de formar a sus propios dirigentes… Pero los movimientos no son autosuficientes. Y es preciso que inscriban sus luchas en una perspectiva más general, que constituyan entre sí una red más amplia de contrapoder, un movimiento de resistencia y desobediencia global que pueda enfrentarse a la estrategia articulada del capital y a la convergencia de crisis (económica, ecológica y, en el caso español, del régimen del 78).

5. Fundir revuelta y comunidad, escrache y corrala. La acción une más que los discursos. Andar caminos y rehusar atajos

Si los Campamentos Dignidad se han enraizado como una herramienta útil y perdurable es por su capacidad para fundir revuelta y comunidad, desobediencia y hegemonía, escrache y corrala. Se trata de un movimiento que se sostiene al mismo tiempo sobre esas dos patas, la revuelta y la comunidad. Por un lado, mantiene la confrontación directa con los poderes políticos y económicos, las acciones de calle (ocupaciones del INEM, señalamientos de responsables políticos, marchas, expropiaciones de alimentos); por otro, busca la construcción de comunidad (corralas de vivienda, comedor social, red de intercambio de libros de texto o de ropa…).

De la capacidad para intervenir, de modo simultáneo, en los dos tableros, de sustentar ese equilibrio, depende la fortaleza y el futuro del movimiento. Si sólo hay acciones de «revuelta», se corre el riesgo de caer en la rutina de la manifestación-procesión o en el fetichismo de lo espectacular, previsibles y amortizables por el poder. Si, por el contrario, sólo hay afán de construir comunidad, se acaba imponiendo la inercia de las islas impotentes, de los reductos militantes o de la ONG. Han de funcionar ambos planos de manera articulada, la guerra de movimientos y la guerra de posiciones, la vanguardia y la retaguardia, la épica y la vida cotidiana. La organización de desayunos en los colegios como medio para exigir la apertura de los comedores escolares en verano o el inicio de la limpieza en las viviendas inacabadas de la barriada del Prado en Mérida como forma de exigir su terminación, son dos ejemplos de la ductilidad del movimiento, de su perspicacia para desbordar desde dentro los límites prefijados de lo posible. Revuelta y comunidad van y han de ir de la mano.

Desde que nació el movimiento, son muchas las pequeñas victorias que se han alcanzado. Además de las mejoras relacionadas con la renta básica, en el haber de los campamentos figuran, entre otras sencillas conquistas, la paralización de los desahucios y la moratoria de los alquileres en el parque de viviendas sociales, la organización de la PAH en varias ciudades y la paralización de desahucios de hipotecas, el compromiso de una tarifa social del agua en Mérida, la apertura de los comedores escolares en verano o la organización de una red de libros y material escolar. Pero la importancia del Sí se puede no reside exclusivamente en qué se consigue, además es fundamental el cómo se ha alcanzado. Esa es la trascendencia del proceso, del empoderamiento popular, de la pedagogía de la participación directa. «Nadie libera a nadie. Nadie se libera solo. Los hombres se liberan en comunión» (Paulo Freire).

Y junto al relieve del proceso, los campamentos parten de la constatación de que, en las circunstancias actuales, une más la acción transparente que los discursos. «La PAH, con un alto grado de conflicto con el poder y también una elevada capacidad de resolver la situación urgente de miles de ciudadanos» (Madrilonia), suscita más unidad que la sopa de siglas más completa. Paradójicamente, un escrache, una expropiación de alimentos o la acampada ante la oficina de empleo, acciones «minoritarias» que en otro tiempo serían percibidas como aventurerismo o «radicalismo», generan más apoyo que las movilizaciones en las que todo está debidamente legalizado y milimetrado. Las formas de lucha «que van en serio», que comportan el riesgo de que la máquina burocrático-represiva caiga sobre los convocantes o participantes, produce más adhesión que aquellos otros enunciados inflados de retórica aparentemente muy revolucionaria pero ayunos del más elemental compromiso. Si no se pone el cuerpo, los discursos se desvanecen. Si no hablan los hechos, los alegatos decaen. La desobediencia, lejos de ser una pose o una invocación a rebeldías futuras, se convierte en un componente ordinario del movimiento. Los Campamentos nacieron desobedientes, haciendo candela en la calle, cocinando en la calle, durmiendo en la calle. Y ahí continuamos, gastando «nuestro poco de albedrío» en incorporar la desobediencia a la vida cotidiana.

Por último, la experiencia de los campamentos (como antes la de la PAH o el SAT) viene a demostrar que es posible crear las condiciones subjetivas de lucha, y que para ello no es imprescindible partir de un grupo muy numeroso. «Las condiciones objetivas están hasta las narices de nosotros» y el foco puede crear las condiciones subjetivas. Se puede y se debe organizar el Sí se puede. Aunque parezca contradictorio, Gandhi y el Ché Guevara son los dos iconos que aparecen con más asiduidad en las conversaciones de los activistas. Esto revela la familiaridad del movimiento con distintas y aparentemente antagónicas formas de lucha, y al mismo tiempo su inteligencia táctica. Más allá de las diferencias ideológicas o estratégicas que representan Gandhi y el Ché, atraen de ellos la sinceridad, el tesón así como la significación y capacidad de irradiación del ejemplo y del foco. El foco es una fuerza móvil estratégica, compuesta inicialmente por un pequeño grupo de guerrilleros que cumple la función de agente catalizador, que «cristaliza las condiciones subjetivas al suscitar la conciencia revolucionaria y el entusiasmo combativo. La guerrilla se vuelve popular y el pueblo revolucionario» (Michael Lowy). Seguro que muchos activistas renegarían de emparentar las luchas de algunos de los movimientos sociales más arraigados en este momento con el guevarismo o con las prácticas de Gandhi. Pero si reparamos en aspectos tales como la adecuación y elasticidad del foco urbano a la guerra asimétrica de nuestro tiempo, la operatividad del piquete ciudadano (escrache) que prolonga la eficacia y contundencia del piquete obrero de huelga, la simbiosis entre movimiento y pueblo, la estrategia de desborde… encontraremos que, tras la hojarasca de la apariencia, quizás las afinidades sean mayores de lo esperado.

Volvamos al principio, detengamos los extravíos de la reflexión vanguardista. Estamos más acostumbrados a pensar en términos de vanguardia que de hegemonía, nos parece más atractiva la épica que la transformación de la vida cotidiana. Pero dijimos que se trataba de intentar casar ambas almas. Compartimos la orientación de Miras y Tafalla: «El centro de la política debe ser constituir un movimiento de masas que trate de organizarse como poder capilar en la vida cotidiana. No reducimos la política a la actividad estatal, porque nos negamos a aceptar la arbitraria separación entre estado y sociedad civil. Estado es todo instrumento que crea un orden social y cultural y estado es por tanto la actividad producida por ese instrumental, esto es, la cultura material de vida organizada» (9). La hegemonía es mucho más que una mayoría político-electoral, es «el cemento íntimo» que organiza la vida cotidiana y, en nuestros días, el modo capitalista de entender la existencia convertido en sentido común de la gente. La hegemonía afecta a la totalidad de la vida y «debe ser continuamente renovada, recreada, defendida y modificada«.

Si no organizamos vida cotidiana, si no nos injerimos en el sentido común dominante, si despreciamos las pequeñas acciones que parecen totalmente insignificantes, volverán a deslumbrarnos los falsos atajos. Y aquí se trata de caminos, no de atajos; de caminos trazados «a lomos de mula vieja«.

La lucha continúa: Poner en pie la ILP estatal por la renta básica y organizar las Marchas de la Dignidad a Madrid

Han pasado cuatro meses desde que se desmontaran las tiendas y, sin embargo, en este tiempo, los Campamentos Dignidad han arraigado como movimiento por los derechos sociales.

La oficina de empleo sigue siendo el foco de organización e irradiación del movimiento. Allí continúan instaladas las mesas informativas y allí se celebran las asambleas de los Campamentos Dignidad. Desde ese eje, el movimiento no para de generar y sondear posibilidades de lucha. La exigencia de terminación de 210 viviendas con el procedimiento de autoconstrucción en la barriada del Prado en Mérida y la posterior ocupación de una decena de ellas por parte de un grupo de familias jóvenes, la creación del CSOA Dignidad en Almendralejo, la instalación de puntos de información sobre la renta básica, el emplazamiento permanente en la oficina de Fomento para acompañar a personas con problemas de vivienda, el repudio al despilfarro de los Premios Ceres o el inicio de una movilización por la creación de 25.000 puestos de trabajo con una primera marcha desde Fuente de Cantos a Mérida, son algunas muestras de ese dinamismo.

Los Campamentos Dignidad continúan adentrándose en la espesura de pobres y precarios, trabajando en las consecuencias de lo nuevo, extendiendo el empuje de lucha a otras localidades y sectores de la población. Pero «un acontecimiento es la perturbación del orden del mundo» aunque, como en este caso, se trate del pequeño mundo de Extremadura. Y, como nos recuerda Alain Badiou, frente a la irrupción del acontecimiento se expresan y organizan tres tipos de sujetos: el fiel, el reactivo y el oscuro. El sujeto fiel es el que se incorpora a ese imprevisto aldabonazo y prolonga sus frutos. El sujeto reactivo es el que intenta que todo siga igual, hacer como si nada hubiera tenido lugar, negar la efectividad del acontecimiento, aislar localmente sus resultados. «Es el presente de la disimulación del presente«, dice Badiou. Después, está el sujeto hostil, el que «considera al nuevo cuerpo como una irrupción extranjera, nociva, que debe ser destruida. En este odio de lo nuevo se reconoce el oscurantismo«. Desde los poderes y podercitos que se han alarmado por la acometida del nuevo movimiento social se van inventando y combinando las artimañas de la indiferencia con las de la declarada animosidad. Los regateos en el reglamento de la Renta Básica van acompañados de una sistemática potenciación de las ONGs y del «tercer sector», intentando abrir una nueva vía de confrontación con los campamentos. Los aparatos de poder han pasado de la estupefacción a engrasar todos los mecanismos de la hegemonía incluidos los de las multas y el hostigamiento policial. Y sobre el movimiento, desde los palcos más variados, llueven las etiquetas para intentar agarrotarlo: defensores del lumpen, keynesianos, revolucionarios trasnochados…

Pero no hay tiempo para la endogamia ni para el solipsismo. El régimen del 78 cruje, sí, pero nosotros crujimos mucho más. La corrupción y la crisis de legitimidad política parece que van a desbordar los sumideros de contención, pero la minuciosa organización de la precariedad y la miseria continúa implacable, a plena luz del día. Una mañana anuncian que nos robarán 33.000 millones de euros en las pensiones y a la siguiente que implantan el copago en los medicamentos contra el cáncer. «El país está al borde del estallido», repetimos, agarrotados también nosotros por el atentismo, esperando frente a la pantalla el desenlace de tanto crimen contra el pueblo. Pero el mecanismo de la justa ira no se activa, la pólvora de la rebeldía parece mojada.

El poder inocula impotencia a cada rato. Impotencia y división de clase. Sin ir más lejos, los últimos y escandalosos desahucios de la Empresa Municipal de la Vivienda en Madrid. Si se atreven a desahuciar a Isabel por 1000 euros de deuda, justo una semana después del suicidio de Amparo, otra mujer amenazada del desahucio de su casa, que debía la friolera de ¡900 euros! es porque saben que están metiendo la cuña que duele, la que separa a unos pobres de otros; como le gusta decir a Monago: «una cosa son los desahuciados de hipoteca y otra los aprovechados de las viviendas sociales«. El fascismo social es planificación de la precariedad, totalitarismo financiero y apartheid social (Boaventura de Sousa). Pero ese nuevo fascismo no es una entelequia teórica, necesita encarnarse en política concreta. El registro de los morosos o la regulación del desahucio exprés para la vivienda de alquiler, que fueron aprobados sin apenas oposición, casi de tapadillo, o la insistencia en el fraude del desempleo, son algunas muestras de esa organización del rencor social entre y contra los de abajo. El capital sí tiene estrategia de clase y sabe que la libertad otra vez anda buscando amo, que otra vez el rencor de los que presumían no ser «ni chicha ni limoná» husmea, como una hiena traicionera, a la propia clase.

El interés que ha suscitado el reciente debate abierto entre Pablo Iglesias y el Nega es un síntoma más tanto de la descomposición de la clase media («el desvanecimiento del mito de la clase media como clase universal» que dice John Brown) como de la necesidad que tenemos de una estrategia de clase. Pero los sujetos no se decretan, se construyen. Los estallidos no se esperan, se organizan. Y, tanto los unos como los otros, se engendran en la lucha social y en la vida cotidiana.

A nivel estatal se han puesto en marcha dos iniciativas en las que los Campamentos Dignidad están comprometidos a fondo. Se trata del Movimiento contra el paro y la precariedad que aboga por una ILP por la Renta Básica y de las Marchas de la Dignidad que llegarán a Madrid el 22 de marzo de 2014. Pongámonos manos a la obra, a unir desde lo concreto, a construir un movimiento por los derechos sociales, a poner en pie desde abajo una alianza de todas las astillas de nuestra clase, a organizar estallido social y comunidad.

Luchando, claro que se puede.

Las notas corresponden a los siguientes libros:

  1. Carlos Castilla del Pino: Aflorismos

  2. Raúl Zibechi: Política y miseria.

  3. Vicente Aleixandre: Antología

  4. Francesco Alberoni. Movimiento e instituciones

  5. Alain Badiou: Segundo manifiesto por la filosofía

  6. Owen Jones: Chavs. La demonización de la clase obrera

  7. Alain Badiou: Movimiento social y representación política

  8. Miguel Benasayag: Elogio del conflicto

  9. Joan Tafalla y Joaquín Miras: La izquierda, otra vez como problema

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.