En este campo de «reclusión» permanecen bajo el estricto control del gobierno jordano 24.000 refugiados palestinos que fueron expulsados de la Franja de Gaza en 1968. La mayoría de ellos -originarios de la región de Asqalon, Isdod y Jaffa- tuvieron que huir con dirección a Gaza en la Nakba de 1948. Posteriormente con la derrota […]
En este campo de «reclusión» permanecen bajo el estricto control del gobierno jordano 24.000 refugiados palestinos que fueron expulsados de la Franja de Gaza en 1968. La mayoría de ellos -originarios de la región de Asqalon, Isdod y Jaffa- tuvieron que huir con dirección a Gaza en la Nakba de 1948. Posteriormente con la derrota de las tropas árabes en la guerra de los Seis Días al cabo de unos meses fueron desterrados a Jordania en cumplimiento de los planes de limpieza étnica sionista.
El campo de Jerash o campo de Gaza -como también se le conoce- está controlado por las autoridades del reino Hachemita de Jordania que no permiten a ningún extranjero visitarlo, hacer fotos o filmar (si no se pide previamente la debida autorización en la Oficina de Asuntos Palestinos en Amman) los miembros el Muhabarat (servicios secretos) ejercen una ferra vigilancia en todo su perímetro. Se han tomado estrictas medidas de seguridad porque el gobierno Jordano considera a los palestinos como «intrusos» o «invitados non gratos». Y es que es tal la cantidad de refugiados palestinos (y sus descendientes) que poco a poco han ido superando demográficamente a los propios nacionales. Este es un asunto muy peligroso pues podría desestabilizar al reino Hachemita. No hay que olvidar lo que aconteció en los años setentas con el tristemente célebre «Septiembre Negro» en el que fueron masacrados miles de Fedayines por las tropas del rey Hussein.
Por paradójico e increíble que parezca los principales enemigos de los jordanos no son los israelíes sino los palestinos, es decir, sus propios hermanos.
Los refugiados del campo de Jerash casi que van a cumplir 50 años de confinamiento, 50 años hacinados en esta apestosa favela de menos de un kilómetro cuadrado. El cruel destino solo los conduce al más allá. Nada más hay que observar como el cementerio del campo de refugiados no da más abasto y los muertos tienen que compartir las tumbas.
Ningún palestino quiere echar raíces en esta tierra hostil y de ahí que todo sea improvisado y efímero; las casas construidas con materiales de reciclaje, calles sin asfaltar llenas de basura y surcadas por fétidas acequias. Y encima el desempleo golpea al 65% de la población. Las familias carecen de ingresos efectivos y la mayoría ganan de media dos dólares diarios. En una economía en crisis permanente no existe una perspectiva de cambio ni a corto, mediano o largo plazo. El trabajo es informal y se limita a los comercios, el zoco y a los vendedores ambulantes. Los que tienen mejor suerte son empleados los que laboran con la ONU o las ONGs.
Estamos hablando de una población depauperada que sobrevive gracias a la ayuda humanitaria que les proporciona la UNRWA, las ONGs y otros organismos internacionales. Esta humillante dependencia (en alimentación, educación o servicios médicos) es quizás los más doloroso pues no les queda más remedio que extender las manos cual mendigos. Las autoridades Jordanas -que actúan como carceleros- constantemente violan los derechos humanos, la libertad de expresión y el libre tránsito. Los desterrados no quieren echar raíces en este erial pues saben que están aquí de paso, no sienten ni tienen ningún arraigo o apego por Jordania y lo que desean es regresar a sus hogares. Los más viejos ilusionados aún guardan la esperanza de que pronto entre en vigor la resolución 194 de la ONU emitida en 1948 que dice: «se resuelve que los refugiados palestinos que deseen volver a sus hogares y vivir en paz con sus vecinos, se les debe permitir hacerlo en el menor tiempo posible».
Del desamparo y la marginalización no es solo culpable el sionismo (en connivencia con el reino Hachemita) sino también la comunidad internacional. Y lo peor es que tampoco vislumbra en el horizonte un rayo de luz que ponga fin a esta injusta agonía. Lo cierto es que con la elección del nuevo presidente de EE.UU Donald Trump las perspectivas no pueden ser más desalentadoras. Trump es un defensor confeso de la causa sionista y entre las primeras medidas que se dispone a aplicar es el traslado de la embajada de EE.UU a Jerusalén. Con tan absurda actitud entierra cualquier acuerdo de paz entre árabes e israelíes.
Se han cumplido 68 años de la Nakba y 49 años de la Naksa y los refugiados resisten estoicos el paso inexorable del tiempo. No se dan por vencidos. Con firmeza tienen que enfrentar a dos enemigos; por un lado los judíos y por el otro los jordanos. Porque el reino Hachemita es un socio de Israel tal y como consta en el tratado de paz que firmaron en el año 1994.
En Jordania los judíos son recibidos con venias y sonrisas ¡welcome to Jordan! Las autoridades se desvelan para que disfruten de las maravillas turísticas como Petra o Wadi Rum y descansen tranquilos en los resort y hoteles. Hay que contribuir a la paz y el buen entendimiento entre los socios. Mientras tanto los refugiados palestinos permanecen allí pudriéndose en esos campamentos elevando sus oraciones a Allah para que se termine de una vez por todas su martirio. En silencio mascullan el odio y la venganza -que se trasmite de padres a hijos- para que un día este crimen tan abyecto no quede impune.
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