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Carlos Manuel Céspedes, pluma y fusil como instrumentos de libertad del pueblo cubano

Fuentes: Rebelión

El día de su muerte era viernes 27 de febrero de 1874 y el ejército enemigo había salido del cocal al amanecer en dirección a San Lorenzo.

Carlos Manuel de Céspedes es una personalidad que estuvo marcada desde su juventud por aspiraciones y motivaciones culturales y espirituales elevadas. En su juventud utilizó la pluma para reflejar en poesía y prosa su visión personal de experiencias vividas. Referencias a este periodo de su vida, brinda Céspedes en su poema Contestación, publicado en la Prensa el 28 de enero de 1852, con indudable contenido autobiográfico, que refleja la ampliación de la visión del joven en sus viajes a varios países y que le permitieron regresar a su terruño con motivaciones personales y sociales.

He aquí sus confesiones en algunas estrofas de este poema:

Todo en mí era fuego, era viveza, / todo era inquietud y movimiento: / me gustaba del monte la aspereza, / y del mar el rugido turbulento: / yo aspiraba a vencer por la victoria, / era la lucha para mí la gloria.

Quise ser el apóstol de la nueva / religión del trabajo y del ruido, / y ya lanzado a la tremenda prueba / a un pueblo quise despertar dormido, / y ponerlo en la senda con presteza / de virtud, de la ciencia y la riqueza.

El hombre que unos veinte años después murió en las estribaciones de la Sierra Maestra, cuya cima más conspicua es el Pico Turquino, en el poema Al pie del monte Turquino, cantó sus emociones ante la grandiosidad de la naturaleza y tal parece que dialogara con esa elevada cumbre, según se refleja en estos versos:

Rompe el silencio desdeñoso y fiero / que has guardado en presencia de las gentes, / habla, lanza la voz, monte altanero; / si el murmullo importuna de tus fuentes, / hazlo callar, anubla el día sereno, / y si ésa es tu voz, que ruja el trueno.

Yo la puedo escuchar. Yo tengo audacia / para arrostrar el viento en la floresta, / y cuando el rayo anuncia la desgracia, / la frente suelo levantar enhiesta, / al pálido terror mi alma no cede; / nada en el mundo amedrentarme puede.

He aquí una posible definición sobre el carácter de la personalidad de Céspedes, pues su vida demostró que su espíritu indomable no cedía al terror en sus diversas formas de manifestación y que, por otra parte, nada en el mundo podría amedrentarle. Siempre solía levantar enhiesta la frente rebelde ante los avatares adversos del destino.

En la Crónica de Viaje titulada La abadía de Battle, publicada en la Prensa, La Habana, el 8 de junio de 1852, Céspedes testimonia:

«He cifrado uno de mis mayores placeres en visitar los lugares en que han pasado célebres acontecimientos. Allí a la vista del terreno y con la historia del suceso en la mano, me formo las más extrañas ilusiones; me figuro estar presenciando aquellas muertas escenas, todo cobra para mí una nueva vida, y aun creo que se me aparecen las sombras de los que ya no existen.

Algunos de sus contemporáneos ofrecieron una detallada caracterización de su figura y personalidad. En particular, Fernando Figueredo le describió de esta forma:

Muy aficionado a la poesía con una facultad retentiva asombrosa, se complacía recitando las poesías de los clásicos, ya en español, ya en francés, ya en italiano.

Era un verdadero carácter, un hombre que, aunque pequeño de cuerpo, sobresalía siempre por encima de cuantos pudieran rodearle.

Estaba fabricado de la madera de los libertadores: en su ser se anidaban un corazón con latidos de héroe.»

 Sin duda, he ahí una síntesis muy atinada de la personalidad de Céspedes: Estaba fabricado de la madera de los libertadores y en su ser se anidaba un corazón con latidos de héroe. Su nombre era un lema, era una bandera. Fue natural la aceptación como líder y para nadie fue un asombro verlo ponerse frente al movimiento revolucionario que acaudillara en el batey de la Demajagua, el 10 de octubre de 1868.

Un hito importante de su despunte como líder futuro del movimiento revolucionario cubano, que refleja su espíritu rebelde y la visión singular de apreciar la venidera confrontación armada con España, se manifiesta en la Arenga de Céspedes en la Convención de Tirsán, primera reunión de los representantes de los grupos de conspiradores de Oriente y Camagüey anteriores al alzamiento. San Miguel del Rompe, 4 de agosto de 1868.

«Señores: La hora es solemne y decisiva. El poder de España está caduco y carcomido. Si aún nos parece fuerte y grande, es porque hace más de tres siglos que lo contemplamos de rodillas. ¡Levantémonos!»

Como líder del movimiento independentista y primer presidente de la República de Cuba en Armas, Carlos Manuel utilizó su pluma para transmitir las ideas revolucionarias con una vocación y una constancia admirables. Así que las armas y las ideas fueron sostenidas parejamente para luchar denodadamente por su sueño y empeño libertario.

El día de su muerte era viernes 27 de febrero de 1874 y el ejército enemigo había salido del cocal al amanecer en dirección a San Lorenzo.

Ese día Carlos Manuel estaba invitado a almorzar en la casa de Evaristo Millán, vecino a una legua de San Lorenzo. Pero como amaneciera indispuesto y sin deseos de pasear y, además, como por la noche había llovido mucho, había suplicado a Lacret, quien tenía los caballos preparados para la excursión, que Millán lo excusara de su asistencia al almuerzo. Después, se encerró en su cuarto y empezó a escribir en su diario unos apuntes urgidos por una premonición extraordinaria. En ellos reseñó en 760 palabras, incluyendo la fecha, sus apreciaciones sobre cada uno de los diputados que habían participado en su deposición.

Cuando hubo terminado las notas en su Diario, Carlos Manuel pasó a desayunar con el Prefecto Lacret. Conversaron sobre la lluvia de la noche anterior, de su suspendida visita a Millán, de su estado de indisposición y de su no asistencia tampoco al baño diario en el río debido a esa causa.

Más tarde Carlos Manuel salió de su bohío hacia la casa de las hermanas Beatón. Iba vestido con un terno de paño negro compuesto de chaqué de paño negro, pantalón de casimir oscuro, chaleco de terciopelo a cuadros con rayas punzó. Se hubiera dicho que tal elegancia en aquel día era motivado por una visita de cumplido especial. Al cinto, como de costumbre, iba colgado el revólver Smith-Wesson en su vaina, que lo acompañaba durante todo el tiempo de la guerra.

Después de saludar a las hermanas, intercambiaron sobre aspectos familiares y del vecindario. Carlos Manuel tomó la taza de café que le brindaron. Unos minutos después pasó al rancho de Panchita, distante sólo unos metros.

La tropa enemiga ha llegado a las inmediaciones del caserío. Se prepara para efectuar su ataque por dos puntos, el de la derecha con dos compañías al mando de un comandante. Las tropas restantes están a las órdenes del jefe de batallón de zapadores. Desde el sitio en que están desplazados, los soldados enemigos sólo esperan la orden del ataque.

Una niña vecina llegó agitada a la casa de Panchita. Informó a Carlos Manuel que los soldados españoles estaban en los alrededores. Éste se levantó inmediatamente y sacó su revólver. Sereno, trató de escrutar los alrededores a través de unas rendijas. No observó ningún movimiento. Y decidió salir por la puerta trasera.

El jefe de la tropa enemiga dio la orden de disparar y avanzar hacia el caserío.

Carlos Manuel, sabiéndose solo, salió de la casa con el revólver en mano. Decidió huir por entre unas malezas y hacia un farallón desde donde pensó despeñarse para poder librarse de la persecución. Descartó huir en dirección norte, hacia el río y el monte que se encontraba detrás, porque calculó que el enemigo ya ocuparía esta zona. Así que echó a correr en dirección noroeste, por un desmonte lleno de bejucos, ramas y árboles secos, que iba a dar a un barranco de unos cuatro metros de profundidad. Por este lado alcanzaría el río, y podría escaparse.

Las descargas atronaron el espacio. Los soldados emboscados empezaron a avanzar hacia el caserío. El grupo de soldados que divisó la carrera a campo traviesa de Carlos Manuel, le gritó que se detuviera, mientras le perseguía.

Un capitán, un sargento y tres soldados corrían detrás de Carlos Manuel para capturarlo. El capitán gritaba en forma estentórea: ¡Date prisionero! Carlos Manuel, dándose una vuelta entre la maleza, disparó al capitán. Acto seguido continuó su carrera. Un trecho más allá, cerca del barranco, se volvió y disparó al sargento. Después saltó una palizada y se lanzó por el barranco. Tal vez en el abismo, tuvo la sensación de que caería liberado o atrapado. Allí, enclavado en los escombros, entre ramas y troncos secos de una labranza, recibió el disparo de un rifle pegado encima del pecho.

En estos breves minutos finales de su vida quizás imaginó que escaparía de sus enemigos como otras tantas veces, o quizás sintió que abrazaba y besaba a sus mellizos y luego se les escapaban como en un sueño. Se había cumplido el vaticinio confesado en cartas a su esposa Anita:

«Aunque el corazón me anuncia que es eterna nuestra separación, tu recuerdo está siempre vivo en mi memoria y me enajena a veces la ilusión de que algún día pueda volver a oprimirte en mi seno. Pero si esa dicha ha de lograrse, saliendo yo de Cuba, ay, amor mío, que muera yo sin probarla…»

El hombre que así moría aquel aciago día 27 de febrero de 1874, en San Lorenzo, territorio de la Sierra Maestra, y reconocido más tarde como Padre de la Patria, lo hacía con arma en manos, para ser consecuente con su decisión y gesto rebelde de alzarse en armas contra España el 10 de octubre de 1868, y algunos momentos después que con su pluma escribiera juicios reveladores sobre sus enemigos políticos dentro de la revolución.