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Cataluña: acopiando yesca contra la refinería

Fuentes: El Faradio

Salvo en los sectores poseídos por el entusiasmo de la victoria mediática del 1-0, lo que caracteriza el sentimiento colectivo de las Españas es la pesadumbre, la desolación y un miedo que encoge los corazones y roba las ganas de pensar, hablar o escribir sobre ‘la’ cuestión. Es como si fuéramos supervivientes de un tsunami […]

Salvo en los sectores poseídos por el entusiasmo de la victoria mediática del 1-0, lo que caracteriza el sentimiento colectivo de las Españas es la pesadumbre, la desolación y un miedo que encoge los corazones y roba las ganas de pensar, hablar o escribir sobre ‘la’ cuestión. Es como si fuéramos supervivientes de un tsunami emocional.

Sin embargo…, sin embargo el tsunami de verdad es el que puede sobrevenirnos si no nos ponemos las pilas rápidamente. Si no asumimos que cualquier salida unilateral será costosa, muy costosa; en ella no habrá premio para nadie, si acaso el consuelo perverso de quien pierda menos; lo que los psicólogos sociales llaman la opción de Vladimir (desear la pérdida de un ojo con tal de que el vecino pierda los dos).

No es de buen tono remitir a los propios escritos; solo para señalar que la gravedad del momento era una crónica anunciada me atrevo a saltarme la máxima. Hace años que vengo recordando las palabras terribles con que David Rousset cierra su Universo concentracionario: «Las personas normales no saben que todo es posible».

Para acercar el mensaje a una audiencia a menudo escéptica mencionaba el caso de la exYugoslavia. Solían aumentar las muestras de escepticismo y desacuerdo. En el volumen primero de El catalanismo, de éxito al éxtasis, hay un apartado que se titula «Mirando de reojo a los Balcanes». Fue redactado hace tres años. Recogía allí varios testimonios de hace 10 años que insistían en la incomparabilidad de los contextos. El título de un periodista prestigioso es suficientemente elocuente: La España de los pingüinos. Una visión antibalcánica del provenir español: la concordia es posible (2006). Cuatro años antes Artur Mas avalaba la tesis de que «España no es Yugoslavia». Y otros cuatro años después Pujol aseguraba contundente tras la pregunta enfática: «¿Sigue sin entenderse que España no es Yugoslavia?», que: «España en todos los sentidos es mucho más que esto. Mucho más. Y no se romperá como Yugoslavia, como falsamente dicen algunos». Un año después completaba: «el reino de España, como un todo, no está en peligro. Ni ahora ni dentro de 50 años. […] No hay razón alguna para embarcarse en una vía independiente».

Era 2007. No esos cuarenta o cuatrocientos años de opresión colonizadora del mantra de hoy. Pero ya sabemos que para el nacionalista el enemigo actual tiene que ser eterno. Cuatro años después, tras la confesión de Millet por el caso Palau y ante las noticias sobre las peripecias de las fortunas familiares, Pujol anuncia «un proceso de distanciamiento emocional. Son placas tectónicas que se van separando». La metáfora es impagable: las placas se separan o colisionan, y lo uno y lo otro puede producirse de muchas maneras, algunas muy costosas. ¿Son muchos años? Escuchemos a David Grossman en Vida y destino: «aunque el proceso de evolución había llevado millones de años, habían bastado pocos días para hacer el camino inverso, el que va del ser humano a la bestia».

Frente a los reacios a la analogía balcánica, uno solía aducir que tampoco los Balcanes fueron siempre los Balcanes ni Yugoslavia fue esa Yugoslavia que hoy asociamos con la colisión étnica. Ni los oasis ni los incendios son condiciones invariables. Y cuando estas cambian esos amables pingüinos de Enric Juliana pueden, podemos, convertirnos en los agresivos rinocerontes tribales de la pavorosa, por lo realista, fábula de Ionesco.

Las imágenes de la intervención policial del 1-O han producido un shock. Porque partimos del supuesto de que la violencia debe ser la ultima ratio. Su efecto ha sido doble: uno benéfico, en cuanto que ha mostrado una fina sensibilidad colectiva ante el uso de la fuerza; otro perverso, porque ha ocultado la secuencia de ilegalidades y atropellos que han venido cometiendo las instituciones autonómicas de la última legislatura. Y las ha ocultado de tal manera que ahora estamos en una fase en que todas esas irregularidades se han convertido en irrelevantes; por no recordar a Ester Quintana o Juan Andrés Benítez.

Lo cual es grave es sí mismo pero lo es, sobre todo, en términos de potencial destructor, porque esta fase reúne dos componentes básicos de la fórmula de todas las catástrofes: una alta presurización emocional y calles abarrotadas. Los altos decibelios de adrenalina, la profusión de banderas y el calor de la masa son piezas de alto poder explosivo, como han explicado los expertos de la psicología de las masas. En este calor, germinan procesos característicos de las prácticas inciviles como radicalización, polarización y selección negativas de perfiles de liderazgo (los más hooligans son los preferidos). Todo ello envuelto en el fervor de las banderas y, también a veces, en las palabras que más cotizan en la bolsa de los valores sociales: todo lo que puede ser instrumentalizado para la causa lo será.

Este momento es probablemente la última oportunidad para evitar la vía yugoslava. Una vía que solo promete desgracias, no solo para Cataluña y no solo para España. Como escribió en los noventa el periodista Stojan Cerovic, «si fracasa la integración, Europa compartirá nuestro destino, habremos [Yugoslavia] sido la vanguardia». Pero el asunto es suficientemente grave en la escala ibérica que ahora nos toca remediar. Lo que estamos viviendo las últimas semanas no va en esa dirección sino en la contraria; está creciendo el montón de yesca al lado de la refinería. Y como escribió Ernst Jünger, «mientras el instante huye para no volver más, nos balanceamos en épocas remotas o en fantásticas utopías».

A poco que nos alejemos del foco de la visceralidad, enseguida tomaremos conciencia de la desproporción entre los contenciosos alegados y las consecuencias de las propuestas formuladas para conseguirlos. El riesgo si no lo hacemos es que se producirán decisiones irracionales con desenlaces irreversibles y «vendrán más años malos y nos harán más ciegos».

Como en todas las situaciones que preceden a la catástrofe, la ceguera es una constante. El principal problema ahora mismo es que los actores principales no se hacen una idea cabal del potencial destructivo de la situación. Y un problema añadido es que cuando eso pasa raramente se presta atención a la clarividencia de las Casandras. Por eso a la congoja y la desolación se suma un incontrolable sentimiento de impotencia. Uno tiene que destilar la homeopatía del optimismo de la voluntad para lanzar este grito de alarma. Luego, si no se remedia, ya no quedará más que el dolor de esa pregunta insidiosa y recurrente: «¿Cómo pudo pasarnos?». Una pregunta que nos devuelve al umbral, a David Rousset.

Martín Alonso Zarza, es autor de Universales del odio y miembro del Colectivo Juan de Mairena.

Fuente: http://www.elfaradio.com/2017/10/04/cataluna-acopiando-yesca-contra-la-refineria/