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Chester Himes, de viaje

Fuentes: La Republica Cultural

La vigesimocuarta edición de la Semana Negra que estos días se celebra en Gijón es una excusa tan buena como cualquier otra para recordar a ese escritor que fue Chester Himes, un autor peor conocido de lo que se suele creer, cuya obra excede el ámbito de la novela negra, a la que llegó por […]

La vigesimocuarta edición de la Semana Negra que estos días se celebra en Gijón es una excusa tan buena como cualquier otra para recordar a ese escritor que fue Chester Himes, un autor peor conocido de lo que se suele creer, cuya obra excede el ámbito de la novela negra, a la que llegó por casualidad, y que, más allá de los tópicos que se le han asignado, algunos con buena intención, tiene hoy mucho que decir. Sin restar ni un poco de mérito literario a los otros grandes maestros de la novela policíaca (Hammet, Chandler), conviene aclarar que el territorio acerca del cual estos escribieron les era mayormente desconocido, razón por la cual sus obras maestras, las protagonizadas por un Sam Spade o un Philip Marlowe, contienen a menudo altas y nunca negadas por sus autores dosis de intelectualismo y de ficción, cosas ambas que no encontramos ni remotamente en las de Himes, para quien la literatura no pasaba de ser la crónica escrita, visceral, muchas veces cruel y siempre directa, de una realidad que él, como chico de la calle y ex delincuente, conocía a la perfección.

Nacido en Missouri, casi equidistante por tanto de las ciudades que ambientarían sus historias de miseria y violencia, Himes estaba destinado a ser todo lo contrario de lo que fue. Y es que no muchos negros norteamericanos podían tener estudios universitarios en los años veinte del siglo pasado, lo que constituía un raro privilegio que a él sí se le concedió, aunque con escaso éxito. Expulsado de la Universidad de Columbus en 1926, inició una fulgurante carrera delictiva que le llevó a presidio dos años más tarde, acusado de robo a mano armada. El convicto se hizo popular en prisión gracias a su máquina de escribir, un aditamento que resultaba extraño en alguien de su color y que le otorgó el respeto de los otros presidiarios, en su gran mayoría analfabetos. Respeto que fue en aumento a medida que sus relatos se publicaban en el Esquire Magazine. Por cierto que en esos primeros relatos no había nada de policíaco, y sí, y mucho, de social, de la dureza de la existencia de los negros en los ghettos de la Costa Oeste, de lo que dejó constancia en Si grita, déjalo ir, novela de 1945 protagonizada por un trabajador de los astilleros de Los Ángeles, o en Tirar la primera piedra, inspirada en sus propias experiencias como presidiario y en la que trataba el entonces tema tabú de la homosexualidad. No obstante, la mejor parte de su crónica del presidio no saldría a la luz sino muchas décadas más tarde, en la que tal vez sea su obra más lograda: Por el pasado, llorarás (El Aleph, 2002).

En 1945, después de pasar unos años empleado en fábricas de armas de California, Himes se trasladó a Nueva York, al inevitable Harlem, donde conoció en persona a los héroes que poblarían las novelas que le darían fama. Novelas que este viajero infatigable escribió unos años después en París, donde sus obras, convenientemente expurgadas de todo aquello que era inaceptable para la época, llamaron la atención de Marcel Duhamel, editor de Gallimard que en esos años estaba creando una prestigiosa colección de novela negra. Y es entonces, a partir de 1957, cuando nacen para el mundo literario esos dos personajes únicos en su género que son Ataúd Johnson y Sepulturero Jones, protagonistas de las novelas que hoy siguen entusiasmando a generaciones de lectores (y autores) de novela policíaca: Por amor a Imabelle (Akal, 2008), La banda de los musulmanes (Akal, 2008), El extraño asesinato (Akal, 2010), El gran sueño de oro (Akal, 2010), Todos muertos (Punto de Lectura, 2005), Corre, hombre (Plaza & Janés, 1994) y Un ciego con pistola (RBA, 2011), por mencionar sólo las que actualmente están disponibles en castellano.

Uno de los capítulos más debatidos de la vida de Himes es el referido a su negritud y a la relación, siempre distante, que mantuvo con respecto a la cuestión racial en Estados Unidos. Nunca pensó que sus raíces africanas debieran guiar su existencia, al contrario que muchos afroamericanos ilustrados de su tiempo, ni se interesó por los aspectos étnicos, religiosos y culturales ligados a dichas raíces, o que pretendidamente aparecían como tales. Tal vez este rechazo del papel que se le asignaba decidió su suerte en Estados Unidos, y por tanto su exilio. «Decidieron destruirme; nunca sabré si a causa de ser yo un degenerado ex presidiario o un negro que no aceptaba el problema de los suyos como propio«, escribió en su autobiografía este hombre profundamente individualista, luchador solitario que, por serlo, nos ha dejado un valioso testimonio del dolor y la marginación. Testimonio que no escatima nada de esa brutalidad que pervive en nuestras grandes, confortables y luminosas ciudades, y que quizá por presentarse de manera desnuda, desmedida en su aparente trivialidad, no está exento de una inmensa humanidad y de un igualmente humano buen humor.

Ignoro por qué me viene siempre a la cabeza, cuando se trata de Chester Himes, una escena de Desayuno en Tiffany’s, la excelente novela de Truman Capote que describe un ambiente burgués y remilgado a años luz de las historias de Himes. Allí, la guapa Holly (que en la pantalla sería encarnada por Audrey Hepburn) tiene la costumbre de colgar en el buzón de su apartamento una tarjeta con las palabras «Señorita Holly Golightly, de viaje«. Y así la imagina su amante al final de la novela (no ocurre lo mismo en el azucarado final del film de Blake Edwards). Y de viaje pasó este hombre por el mundo, norteamericano en el exilio, hijo arrepentido de la floreciente clase media, y además negro que se negó a comulgar con las ruedas de molino que en su época estaban de moda y que hacían caer bien a los de su raza entre la progresía culta de Estados Unidos y de Europa. Un viaje que a él le llevó nada menos que al pueblo de Moraira, en Alicante, donde pasó los últimos veinte años de su vida y donde murió en 1984. El viaje de las obras de este clásico que pasó tan cerca de nosotros, sin que llegáramos a enterarnos, está muy lejos de acabarse.

Fuente: http://www.larepublicacultural.com/