Hace cien años más dos días venía al mundo en Lawrence, Massachusetts, Leonard Bernstein, en el seno de una familia de emigrantes judíos ucranianos a cuyo apellido él no renunció nunca, a pesar de que al principio de su carrera le aconsejaron que lo cambiase porque con esa desinencia hebrea, a finales de los cuarenta, […]
Hace cien años más dos días venía al mundo en Lawrence, Massachusetts, Leonard Bernstein, en el seno de una familia de emigrantes judíos ucranianos a cuyo apellido él no renunció nunca, a pesar de que al principio de su carrera le aconsejaron que lo cambiase porque con esa desinencia hebrea, a finales de los cuarenta, no se iba a ningún sitio y menos al Carnegie Hall. Por un golpe de suerte -una repentina gripe del director titular, Bruno Walter-, fue allí mismo, a las tres de la tarde del domingo 14 de noviembre de 1943, que Lenny, como lo conocían sus amigos, empuñaba la batuta por primera vez ante una orquesta con un programa que incluía a Schumann, a Rozska, a Richard Strauss y a Wagner. Estaba tan nervioso que mucho tiempo después confesó que no recordaba nada desde el momento en que alzó los brazos hasta el momento en que recibió la atronadora ovación y los aplausos del público.
No dejaría de oírlos durante casi medio siglo. Tenía 25 años, probablemente el debut más temprano de la historia en la dirección orquestal hasta ese momento. En aquel tiempo rara vez un director conseguía el mando de una gran orquesta antes de cumplir cuarenta y al año siguiente, en 1944, ya era titular de la Filarmónica de Nueva York, una simbiosis que la convertiría en la más fructífera y excitante de las orquestas estadounidenses durante décadas. El mundo de la música estaba a sus pies y Bernstein se apresuró a aprovechar la racha de buena suerte con sus dotes, su talento y su energía infatigable, una mezcla de brío, entusiasmo, nervio y electricidad que dejaba a las audiencias enfervorecidas y a sus músicos agotados.
Utilizó la radio y la televisión para emprender una campaña en nombre de la música en la que no hacía distinciones ni barreras: lo mismo interpretaba una canción de los Beatles que una melodía de Haydn que un solo de Dave Brubeck. Su serie de 53 programas Conciertos para jóvenes no sólo acercó, explicó y divulgó los evangelios musicales a varias generaciones sino que con admirable generosidad dio a conocer obras contemporáneas ignoradas de Virgil Thomson, William Schuman o Carlos Chávez. Tampoco olvidó que el principal deber de un gran director es seguir ampliando el repertorio, de modo que alentó, promovió y dirigió el estreno de varias obras maestras, el más sonado de las cuales tuvo lugar en 1949: nada menos que la Sinfonía Turangalila de Olivier Messiaen.
Extrovertido, inquieto, chispeante, su histrionismo en el podio resultaba casi obsceno, aunque su dominio gestual era tan tremendo que podía dirigir un movimiento de Mozart sin alzar las manos, nada más que usando la coreografía de las cejas, el brillo de los ojos y el arco contagioso de su sonrisa. Con ese ramillete de emociones a flor de piel, trabajar con él siempre era gratificante aunque peligroso: José Carreras las pasó canutas durante la grabación del West Side Story y la primera vez que actuó junto a Artur Rubinstein se le ocurrió comentar que el programa elegido por el pianista -el Concierto para piano, de Grieg y Noches en los jardines de España, de Falla- no le parecía gran cosa. Rubinstein salió disparado del ensayo y Bernstein tuvo que peregrinar hasta su hotel para hacerse perdonar con el regalo de una bufanda de Cachemira. La primera vez que dirigió en la Opera de Munich, también durante un ensayo, sintió el aroma inconfundible del antisemitismo en el ambiente; entonces sacó el látigo de director y los fustigó sin piedad. Al llegar la pausa, sacó un cigarrillo y ya tenía seis o siete brazos extendidos con mecheros dándole fuego.
Al igual que le ocurrió a su sucesor al frente de la Filarmónica de Nueva York, Pierre Boulez, su faceta de compositor no pudo resistir las exigencias de su trabajo en el podio, como sí hicieron, entre otros, Richard Strauss y Mahler. Tampoco logró repetir el éxito fulminante de su gran musical, West Side Story, una imaginativa recreación del mito de Romeo y Julieta entre bandas de pandilleros donde Bernstein, con gracia insuperable, declaraba su amor incondicional por el jazz y los ritmos latinoamericanos. Es posible que su error cenital como compositor fuese no haber seguido la senda de Gershwin y su Porgy and Bess –un camino para el que parecía naturalmente dotado- y empeñarse en escribir complejas sinfonías y fantasiosas obras corales como su Misa, que aun así cuentan con pasajes de una hermosura apabullante.
Al contrario que otros directores (y en especial su eterno rival, Karajan) que buscaban el respeto, el poder e incluso el miedo, Bernstein prefería ser amado. Confesó al compositor Ned Rorem que le hubiera gustado amar a todas las personas del mundo una por una, cosa ciertamente imposible, aunque él lo intentara con montones de ellas, de ambos sexos, a la menor ocasión que se le presentara. Lo hacía todo a borbotones, estudiando partituras, empalmando un cigarrillo tras otro y bebiendo whisky a litros, de manera que cuando anunció su retirada para combatir un cáncer, la muerte casi no le dio tiempo a disfrutar la hermosa despedida que sus amigos le prepararon: todavía recuerdo a Rostropovich corriendo con lágrimas en los ojos a darle un abrazo.
Liberal hasta la médula, apoyó la candidatura de Eugene McCarthy a la Casa Blanca, participó en las manifestaciones por los derechos civiles de los afroamericanos, repudió a Nixon, apadrinó la campaña de Amnistía Internacional a favor de los presos políticos, abominó del apartheid en Sudáfrica, siempre fue un firme defensor del estado de Israel y donaba buena parte de sus honorarios a diversas organizaciones benéficas. Neoyorquino de adopción y de corazón, nunca digirió la venenosa y certera crónica de Tom Wolfe sobre la fiesta que él y su esposa Felicia dieron en su apartamento de Park Avenue en honor de los Panteras Negras -el germen mismo del radical chic– y acabó por inventarse que había sido una trampa del FBI.
A menudo exageraba sus virtudes: pontificaba, por ejemplo, su cruzada mahleriana como si el enorme legado sinfónico de Mahler hubiese sido sepultado durante decenios, olvidando que el verdadero apóstol fue el hombre que le dio su primera oportunidad, Bruno Walter. Al final de su vida, entre el dolor por la muerte de su esposa Felicia y la influencia del director rumano Sergiu Celibidache, abandonó el pulso electrizante y nervioso de sus primeras actuaciones por una respiración amplia, majestuosa, lentísima, consiguiendo cimas fonográficas inalcanzables como sus interpretaciones en vivo de la Patética de Chaikovski, de las Variaciones Enigma de Elgar y de la Quinta Sinfonía de Sibelius. Una vez dijo, hablando de una de sus obras favoritas –La pregunta sin respuesta, de Charles Ives- que no estaba muy seguro de cuál era la pregunta a la que hacía referencia Ives -la tonalidad o la atonalidad, el orden o el caos, la esperanza o la desesperación- pero que estaba seguro de que la respuesta es sí.
Fuente: https://blogs.publico.es/davidtorres/2018/08/27/cien-anos-de-bernstein/