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El resbaladizo dominio de la integración

Colonialismo cultural

Fuentes: Jadaliyya - Imagen: Estación de Kotbusser Tor, en el barrio de Kreuzberg (Berlín). A pesar de la rápida gentrificación, sigue siendo un lugar de encuentro popular. Foto: Sadaf Javdani

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Existe la común creencia de que los inmigrantes deben someterse a las normas sociales y culturales del país receptor y, aunque estén plagadas de medidas exclusivas y discriminatorias y refuercen una agenda nacionalista, se han convertido, sin embargo, en uno de los fundamentos de la práctica y comprensión de la “integración” del inmigrante. Imponer una cultura dominante a los inmigrantes, o más bien a cualquier grupo social y población minoritaria, esta vez en nombre de la integración, es una práctica de hegemonía cultural que, de hecho, tiene el efecto contrario de diferenciarlos aún más. Teniendo esto en cuenta, podríamos preguntarnos si todavía podemos incorporar conceptos como inclusión, diversidad e interseccionalidad en el discurso de la integración de los inmigrantes cuando el valor y el futuro de uno está determinado por su éxito en el cumplimiento de la idea europea de normalidad. Y, lo que es más importante, habría que cuestionar la base sobre la que definimos las categorías de ciudadanos versus inmigrantes, por ser la que decide en consecuencia quién debe integrarse. 

La integración, definida como el proceso o acto de combinar o unir a diferentes grupos de personas en un todo unificado, se percibe a menudo como la base de un proceso de inmigración “exitoso”. Sin embargo, en la práctica, la integración no se ajusta a esa definición democratizada. De hecho, en lugar de intentar crear un proceso dinámico en el que la sociedad receptora trabaje junto con los inmigrantes para construir espacios vibrantes, seguros y cohesionados, la integración se entiende y se ejecuta como se definiría la asimilación: un proceso unidireccional, donde se espera que los “diferentes” aprendan y se ajusten a las normas y valores predominantemente europeos y cristianos. Además, la misma noción de integración de los inmigrantes borra reflexivamente la pertenencia de los “inmigrantes etiquetados” y “produce una no pertenencia racializada y de género” (1). Reconoce la diversidad, pero solo en relación a su desviación de la norma y, al actuar así, sigue manteniendo aspectos clave de las jerarquías de poder y el patriarcado existentes, al tiempo que favorece el idioma nacional dominante sobre el vernáculo.

Hace unos años fui supervisor de menores refugiados no acompañados en Berlín. Allí conocí a un joven de catorce años que sufría una grave depresión. Había sido testigo de la persecución de su padre y su hermano por parte de los talibán antes de huir de Afganistán, y perdió al resto de su familia en el camino a Alemania. Una mañana, cuando se dirigía a su cita de terapia, se confió a mí y me contó que se sentía como un gran fracaso, a pesar de que se le había dado la oportunidad con la que soñaban tantos chicos en su misma situación, y que ya no era tan eficiente y activo como solía ser. Le faltaba motivación y le avergonzaban sus propios pensamientos suicidas. Cuando me pidió que me sentara en la sesión con él, comprendí dónde se alimentaban y reforzaban sus pensamientos negativos. El terapeuta aprovechó cada oportunidad para hacerle saber, con un dedo acusador, que no llegaría a ninguna parte a menos que dejara de “ser perezoso”, mejorara su alemán y le fuera mejor en la escuela. En nuestro camino de regreso, sintiéndose avergonzado, me expresó que no se merecía estar aquí y que nunca sería lo suficientemente bueno, no importa cuánto lo intentara.

Tener que pasar dificultades para convertirse en un “buen inmigrante” se debe en realidad al tono condescendiente, desdeñoso y discriminatorio de la noción de integración más que a la cuestión de la voluntad y la dedicación. Muchos de mis colegas trabajadores sociales expresaban su frustración por la incapacidad de los refugiados para integrarse verdaderamente. Al asistir a numerosas reuniones y entablar conversaciones personales con mis colegas, constato que en su mente la integración es un proceso por el que el refugiado debe desarrollar una nueva identidad basada en las instrucciones que recibe de manera persistente, para ser más “como los alemanes” y menos como ellos mismos; vigilados, instruidos y lo suficientemente disciplinados como para caber bien en cajas de normas diseñadas específicamente para ellos. Sin embargo, incluso cumplir con las normas sociales y los códigos de conducta no es suficiente a veces mientras hable, exista y su aspecto sea el de un Ausländer [2]. Publicado en 2019, en “Eure Heimat ist unser Albtraum”, que se traduce como “tu patria es nuestra pesadilla”, catorce autores comparten historias similares sobre cómo afrontaron la angustia, la frustración y el trauma de avanzar penosamente en “cuerpos de color” [3] en la Alemania predominantemente blanca.

La discriminación en curso, especialmente practicada por quienes tienen un poder más institucionalizado, puede a veces adoptar una forma pasiva, lo que hace que sea aún más difícil de reconocer y alzarse finalmente contra ella. Pero, de nuevo, la proporción de condena a la que uno está potencialmente sujeto también depende de su posición dentro de la jerarquía social, así como de la medida en la que encaja en el “sistema de valores europeo”. Si el europeo percibe al “otro” como idéntico o familiar, tiende a evaluarlo en función de sus propios valores culturales, ignorando sus diferencias, pero si las divergencias del otro se vuelven claras a sus ojos, no va a mostrar ningún deseo de adoptar el punto de vista de esa alteridad. Entonces, de nuevo, recurrirían al ámbito familiar de su propia perspectiva cultural para evaluar al otro [4]; evitarían la confrontación consigo mismos y la precaria comprensión de que “aceptar la diferencia del otro implica precisamente tener en cuenta la imposibilidad de conocerla”, aceptando que excede nuestro entendimiento o expectativas” [5].

Dado que la alteridad del Ausländer puede parecer confusa y amenazante, será objeto de ataque como cualidad ominosa que debe ser restringida y regulada. El alemán blanco puede no tener malas intenciones y no querer hacer daño, pero se siente lo suficientemente autorizado como para sermonearnos con un tono condescendiente con la famosa frase de “Así es como hacemos las cosas en Alemania”, solo para abandonar al inmigrante con emociones negativas, pensamientos autodestructivos y actitudes cautelosas.

De ahí que muchas de las personas con antecedentes migratorios no puedan permitirse hablar en público en su (otro) idioma nativo sin tener que lidiar con miradas resentidas y reacciones opresivas. Por otro lado, los privilegiados que pueden moverse voluntariamente más allá de las fronteras —motivados por programas de estudio, trabajos y residencias, entre muchos otros— pueden percibir los terrenos circundantes como paisajes perturbadores en lugar de hogares permanentes. En consecuencia, es posible que no consideren un deber ineludible asumir un compromiso e interacción extensos con su nuevo hogar y sus inevitables componentes culturales, como el idioma local. En otras palabras, dependiendo de la posición de uno en la matriz neocolonial de opresión, no todos pueden permitirse el lujo de elegir por igual el estilo y el alcance de su interacción con el entorno circundante.

Subrayar los ámbitos racializados de las categorías de migración investigando la diferencia entre las implicaciones convencionales de las nociones polisémicas de “inmigrante” y “expatriado” podría arrojar algo de luz sobre nuestra comprensión de dicha jerarquía. Inherentemente vagas, ambiguas e inestables, las definiciones de inmigrante y expatriado, se vuelven más claras en su relación mutua, ya que distinguen “movimiento humano” y “pertenencia” [6] basándose en el poder y el privilegio. Si bien la categorización de los migrantes, a partir de configuraciones complejas de clase, nacionalidad, género y raza, es reduccionista y guarda potencial para ser una “reproducción problemática del pasado colonial” [7], aún se percibe convencionalmente a los inmigrantes como menos educados, desempleados y que se mueven involuntariamente. Los expatriados, por otro lado, a menudo provienen de entornos más privilegiados y, por lo tanto, están en la cima de la jerarquía de la migración humana. A más baja ubicación en la jerarquía, mayor riesgo de invasión del espacio y recursos por parte de los privilegiados nativos y, por lo tanto, más se espera que uno demuestre lo bien que está integrado. En realidad, la diferencia para obtener una puntuación alta o baja en el juego de la integración es de hecho “la diferencia entre aquellos para quienes la integración no es un problema y aquellos para quienes sí lo es” [8].

Un indicador inmediato de un proceso de integración exitoso es, sin duda, el dominio del idioma local. “Cuando entro al consultorio médico, que ha incluido el inglés como uno de los idiomas hablados en su sitio web, y les pregunto a los médicos si hablan inglés, me lanzan un no cortante o me tratan como a un niño que acaba de aprender a hablar”, dijo una de las personas que entrevisté sobre el tema de la integración. Añadió: “Incluso insisten en que mi alemán es realmente perfecto, a juzgar por esa frase que intercambié en alemán, “¿Sprechen Sie Englisch?”, como “gesto de buena voluntad” y “empoderamiento”, deciden que debes practicar y mejorar tu oxidado alemán, seguido de preguntas que se disfrazan de charla trivial pero que de hecho son una prueba de integración, en función de la cual deciden lo buen inmigrante que eres y lo bien que reafirmas sus estereotipos. Aprovechan cada oportunidad para evaluarnos, corregirnos y someternos, sin dudar en mostrar decepción cuando las actuaciones no cumplen sus expectativas. Esto puede suceder en una cita con el médico, cuando se realiza un examen médico o en una cena con un amigo de un amigo [9]”. Inevitablemente, muchos inmigrantes creen que para ser tratados como iguales, no tienen más remedio que abandonar su piel, sacudirse el acento y eludir sus identidades sociales anteriores.

Es quizás por esa razón que muchos eligen hablar inglés cuando se enfrentan a hablantes nativos de alemán, independientemente de su nivel de dominio del alemán. Hablar inglés puede ser un medio para cambiar el juego de poder y evitar ser juzgado o maltratado. No hace falta decir que hablar inglés es en sí mismo extremadamente político. Es otro idioma con una prolífica historia colonial que ha logrado consolidarse como el “idioma global”. No hace falta decir que hablar inglés por parte de un nativo tiene diferentes implicaciones sociales y políticas que provocan reacciones contrapuestas que cuando lo habla un no nativo. Además, a nivel interpersonal y dependiendo de su posición en la matriz de dominación, chapurrear el alemán, con la piel de un hablante nativo de inglés blanco, por ejemplo, puede considerarse adorable, dulce y admirable; pero si su apariencia implica que proviene de un entorno menos privilegiado, su alemán chapurreado es irritante y despreciable.

La integración de los inmigrantes no solo es racista en la práctica, sino que también se investiga y estudia mediante un “discurso público tóxico, ya que tiene lugar bajo el signo de un supuesto ‘multiculturalismo fallido’” [10]. La problemática separación de los ciudadanos blancos que “no aparecen en el monitor de la integración” [11] del resto de la población, es de hecho una forma activa de “separar a quienes se considera que sí componen la ‘sociedad’ y quienes no, y, por lo tanto, necesitan ‘integrarse’ más” [12]. Tales medidas discriminatorias y neocolonialistas están de hecho incrustadas dentro de las infraestructuras de nuestra sociedad, y se ponen de manifiesto en las formas en que nuestras instituciones, educación y sistema de valores funcionan. Por lo tanto, es importante cuestionar hasta qué punto el discurso político occidental dominante se preocupa por el bienestar y las contribuciones culturales de los inmigrantes en lugar de utilizarlos como escudo decorativo contra las voces que critican que se reduzca a los inmigrantes a sus contribuciones económicas. ¿Cuándo dejan de ser los inmigrantes una amenaza para los valores de los países receptores o una obstrucción para sus democracias?

La integración de los inmigrantes no debería consistir en la capacidad o la dedicación para abrazar una cultura dominante, sino en una oportunidad para desafiar y criticar el discurso de la inmigración, que está inmerso y reproduce las jerarquías de poder preexistentes. Teniendo en cuenta cómo la práctica de la integración se ha convertido en el norte global en una forma de control, colonialismo cultural y ejecución del poder, deberíamos seguir cuestionando las formas en las que los posicionados como inmigrantes son persistentemente marginados y racializados dependiendo de dónde se les sitúe en las intersecciones de raza, género, clase, etnia y religión.

En paralelo, como individuos, a fin de desmantelar el discurso eurocéntrico que se considera superior sobre la integración del inmigrante, necesitamos lo que Sarah Ahmed define como “encuentros más cercanos”, que se refiere a “encuentros con otros que son distintos del Otro”, y donde las realidades están “aún por formarse” [13]. Basándonos en el poderoso comentario de Ahmed, no podemos realmente separar el activismo de las formas en que habitamos el mundo y, por lo tanto, debemos permanecer abiertos a la posibilidad de que podamos contribuir, aunque lo hagamos sin querer, a la discriminación y violencia contra grupos minoritarios, al tiempo que reforzamos el discurso neocolonial que se nutre de las dicotomías de yo/el otro, familiar/ajeno o nosotros/ellos.

Notas:

[1] Anna C. Korteweg, “The Failures of “Immigrant Integration”: The Gendered Racialized Production of Non-Belonging” Migration Studies 5, no 3 (2017): 428

[2] Ausländer es un término alemán que se traduce como extranjero. Sin embargo, el término Ausländer no es un término neutral, ya que conlleva una connotación xenófoba. Se utiliza en políticas derechistas como término despectivo para los inmigrantes, tanto en contextos formales como informales, para referirse a quienes se reconoce como extranjeros.

[3] Fatma Aydemir and Hengameh Yaghoobifar, “Eure Heimat ist unser Albtraum (2019, Berlin: Ullstein Fünf).

[4] Abdul R. JanMohamed, “The Economy of Manichean Allegory”. In B. Ashcroft, G. Griffiths, & H. Tiffin, The Post-Colonial Studies Reader (pp. 18-24). (London and New York: Routledge, 1995).

[5] Ilan Kapoor, “Hyper-Self-Reflexive Development? Spivak on Representing the Third World ‘Other’” Third World Quarterly 25 no 4, (2004): 644.

[6] Sarah Kunz, “Expatriate, migrant? The social life of migration categories and the polyvalent mobility of race”  Journal of Ethnic and Migration Studies 45, no 11 (2019): 2145-2162 .

[7] Sarah Kunz, “Privileged Mobilities: Locating the Expatriate in Migration Scholarship” Geography Compass 10, no 3, (2016): 90.

[8] Willem Schinkel, “Against ‘immigrant integration’: for an end to neocolonial knowledge production” Comparative Migration Studies 6 no 31 (2018): 5.

[9] Notas de una entrevista personal, 20 nov. 2019.

[10] Willem Schinkel, “Against ‘immigrant integration’: for an end to neocolonial knowledge production” Comparative Migration Studies 6 no 31 (2018): 1-4.

[11] Ibid.

[12] Ibid.

[13] Sarah Ahmed, “Strange Encounters: Embodied Others in Post-Coloniality” (2000, New York: Routledge): 179-180.

Sadaf Javdani es una antropóloga visual que vive en Berlín y trabaja en temas en los que conjuga el cine, la escritura crítica y la investigación etnográfica.

Fuente: https://www.jadaliyya.com/Details/42232/Cultural-Colonialism-The-Slippery-Domain-of-Integration

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la traducción.