Hay que hacer valer el interés por la ‘res publica’, como cuestión de decencia política y de dignidad democrática. Y si los líderes no están a la altura, es el pueblo el que debe exigir el ‘bien común’
Podemos convenir -espero condescendencia con tal expresión inicial- en que el candidato a la presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez, no sólo no salió investido de la primera votación en la sesión convocada a tal efecto en el Congreso de los Diputados de España, sino que, visto el final de esa primera vuelta, a tenor de lo que la Constitución tiene ordenado, salió desvestido. No voy a abusar de otra referencia más al emperador desnudo del tan citado cuento de Andersen, pero lo cierto es que obtener, de los 350 diputados y diputadas, no más que 124 votos favorables -los del Grupo Parlamentario Socialista y el añadido del representante del Partido Regionalista de Cantabria- es un resultado que habla por sí mismo de una desnudez política muy reveladora.
Un candidato desvestido, cuando además no hay otro, no es ninguna buena noticia en el panorama político español. Y no lo es ni siquiera contando con lo que pueda ocurrir a su favor en la segunda sesión de investidura, anunciada al término de las 48 horas siguiente a esa primera votación. Mucho se ha dicho ya acerca de las causas de esa inicial derrota. Es descubrir el Mediterráneo insistir en lo que tantas voces han coincidido, aunque para variar el tono lo podemos formular como preguntas: ¿qué ha inducido al candidato Sánchez a hacer tales alardes de pasividad en los casi tres meses desde las elecciones generales hasta el día de la investidura? ¿Exceso de seguridad, sobredosis de arrogancia, confianza ciega en sondeos capitaneados por el sociólogo Tezanos…? ¿Por qué la maniática tozudez en un gobierno monocolor con grupo minoritario en la cámara, cuando se trata de toda una legislatura? ¿Por qué ir soltando con cuentagotas sucesivas ofertas a Unidas Podemos para obtener su apoyo, sin respaldarlas con la necesaria credibilidad y el imprescindible respeto? ¿Para qué rehuir cualquier interlocución con independentistas catalanes cuyo papel, al menos como abstención, es inevitable? Y ya, por lo que se refiere al discurso en el hemiciclo, ¿bajo qué premisas pensar que la cuestión crucial del conflicto de Cataluña y la consiguiente crisis del Estado podía quedar eludida, por más que se hubieran desgranado todo un conjunto de medidas y propuestas necesarias, relativas a derechos sociales, a política energética, a proyectos medioambientales, a legislación educativa, a compromiso feminista, a impulso de una Europa social, etc.?
Esos y otros interrogantes constituyen ese elenco de preguntas que el candidato Sánchez ha dejado, sin suficientes respuestas, en el aire. Pero nada de flotar en el viento mecidas por sones dylanianos, sino arremolinadas en torno a la contradicción palmaria que el candidato puso ante la vista de todos al pedir al Partido Popular y a Ciudadanos, hasta la más humillante extenuación, que se abstuvieran para dejarle paso a la formación de un gobierno «estable» -vana ilusión-, a la vez que seguía planteando, aunque a cada paso con menos convicción, un pacto de gobierno -¿de coalición o de «cooperación», ese deleznable invento ad hoc?-. Como la contradicción ya venía rodando de atrás, su obscena exteriorización en sede parlamentaria fue uno de los factores que provocó reacciones en cadena de quienes pudieran ser posibles aliados, con Pablo Iglesias en destacado papel a ese respecto.
El secretario general de Podemos venía, con su renuncia a formar parte de un gobierno de coalición si se lograra, de quebrar la condena mediática que sobre él ya se preparaba desde el PSOE para culparle de un pacto imposible -el PSOE ni lo quería antes ni en verdad lo quiere ahora, salvo que el puro interés político le lleve en los días que vienen a aceptar condiciones de Unidas Podemos-. Con tal carta de presentación se explayó con argumentos tumbativos en la crítica de la taimada negociación llevada a cabo por parte del Partido Socialista, haciendo que el candidato quedara ante el espejo de su mal fundada ambición hasta el punto de que, con imagen tan desmejorada, respondiera a su interpelante con cajas destempladas. Hasta tal punto fue así que llegó a incurrir en ese desastroso ardid, tantas veces denunciado por el politólogo Giovanni Sartori, que es esa especie de «chantaje democrático» consistente en acusar al adversario de las consecuencias de la propia acción si no da su apoyo a ésta -una de cuyas variantes es presentar a Podemos alineado con Vox en caso de votar «No» al candidato del PSOE-.
Con una ciudadanía atónita ante tan lamentable espectáculo, y una opinión pública escandalizada de que el candidato socialista no sólo pida al PP lo que él propugnó que no se hiciera -abstención para dar paso a un presidente derechista que formara gobierno-, sino que también proponga reforma del artículo 99 de la Constitución para facilitar las investiduras de presidentes, como cambio de reglas a mitad de la jugada ante la incapacidad de resolverla logrando acuerdos, cabe decir que todo se fía a un arrebato de cordura in extremis que permita salir del bloqueo existente. Aquí estamos millones de votantes que nos volcamos en las urnas con la esperanza de un pacto de izquierda que frenara a unas derechas metidas en amenazante vorágine regresiva.
Ocurre que la abstención o el sí de algunos, necesarios para la mayoría suficiente en segunda vuelta, dependen de que haya un acuerdo entre PSOE y Unidas Podemos que eleve el umbral del número de votos hasta el nivel necesario. Y que lleve el listón de la dignidad política hasta un nivel aceptable. Hay que reconocer que no es fácil lograr todo ello. Si en los últimos días se trató de hacer en tres jornadas lo que no se hizo en casi tres meses, ahora se dispone de dos días. Es complejo en cualquier tesitura un pacto de gobierno, máxime en un Estado como el español. Ha sido de frivolidad irresponsable no haberse tomado la cuestión con la seriedad exigible, en las formas -el PSOE se salta, al parecer, sus propios estatutos sin reparo alguno en lo que se refiere a consultar a la militancia sobre cualquier pacto de gobierno alcanzado- y, por supuesto, en el fondo. El fondo, además, no es meramente la estructura u organigrama de un gobierno, sino que también tiene que ver con qué previsiones hacer en cuanto a acción política en las coyunturas que, indefectiblemente unas -sentencia del juicio del procés-, y probablemente otras, se van a presentar.
La urgencia por formar gobierno pesa sobremanera y eso puede hacer que queden orilladas cuestiones importantes. Más allá de fondo y forma, una en especial. Preguntémonos de nuevo: ¿es posible negociar y luego gobernar, si hubiera algún acuerdo, desde la desconfianza sembrada? Decimos muchas veces que la política hace extraños compañeros de cama, ¿pero basta una superficial conjunción de intereses para dejar atrás agravios y humillaciones, o incluso para neutralizar actitudes, hasta de odio, inoculadas en las respectivas militancias? La verdad es que si el PSOE tiene que esmerarse en hacer ofrecimientos dignos en cuanto a contenidos de un pacto que se quiera posible -hasta el momento ha sido imposible-, Podemos tiene todas las razones para pensar y deliberar sobre su respuesta. La cuestión no se cifra en la cantidad de cargos, sino en la calidad de un proyecto compartido. Y si no da tiempo para su maduración en dos días, no es lo más razonable dejarse atrapar por la huida hacia delante con el 10 de noviembre como fecha de nuevas elecciones. Entre finales de julio y ésa, está la oportunidad de septiembre para una investidura comme il faut. Bien es cierto que para esa solución, y para la misma de este 25 de julio si en esta fecha se resolviera, a pesar de la precipitación -mala consejera-, es insoslayable salir del fetichismo del relato, que en tiempos de posverdad juega descaradamente a favor de la carencia de argumentos en puestas en escena tan efímeras como nefastas.
¿Y lo republicano de estas consideraciones? Está implícito, pero mucho se puede explicitar. Al menos esto: las categorías de la tradición republicana son las que también en este momento nos pueden proporcionar un lenguaje común con el que entendernos los diferentes convocados a la acción compartida -incluyendo a independentistas, como desde ERC se han encargado de hacer factible-. El interés por la res publica es lo que en estos momentos hay que hacer valer, como cuestión de decencia política y de dignidad democrática. Y ello sin obviar elementos de republicanismo como la participación y la publicidad, convergentes en el juego limpio que reclama la virtù republicana. Y si los líderes no están a la altura donde la igualdad de ciudadanas y ciudadanos libres ha puesto el listón, es el pueblo como demos el que debe exigir el bien común que reclama la justicia a la que aspira una democracia no distorsionada de raíz -por ello radicalizada-. Sabemos desde Rousseau que no hay democracia, que pretendemos republicana, si no es el interés público lo que define el gobierno. Y este interés es el que debe orientar las decisiones que se tomen en la encrucijada en que estamos. Ante el riesgo de vernos en ella asumiendo compromisos vergonzosos -ésos que Deleuze y Guattari consideran que motivan para la reflexión filosófica-, ahora, desde la reflexión misma, nos debemos la política que nos evite avergonzarnos de nosotros mismos.