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Contrapunteo de la economía y la democracia: otra pelea cubana contra los demonios

Fuentes: Cuba Posible

Don Fernando Ortiz narró una singular pelea cubana contra los demonios de fines del siglo XVII. Aquella contienda, encubierta con teorizaciones religiosas y morales, fue sostenida por motivos económicos, de medro y lucro. El demonio fue un personaje permanente en ese episodio tragicómico de nuestra historia. La evolución simbólica de este personaje ha transitado, dentro […]

Don Fernando Ortiz narró una singular pelea cubana contra los demonios de fines del siglo XVII. Aquella contienda, encubierta con teorizaciones religiosas y morales, fue sostenida por motivos económicos, de medro y lucro. El demonio fue un personaje permanente en ese episodio tragicómico de nuestra historia.

La evolución simbólica de este personaje ha transitado, dentro de los avatares de la racionalidad y el humanismo, de ser una metafísica sustentación de la fe, incauta o perversa, a una metáfora evocada en el mundo de contrapunteos que los intereses humanos tienen ante sí. Demonios reincidentes en la historia cubana, envuelta en sucesivas radicalidades, suerte de parto en los que funda una y otra vez sus límites, se muestran hoy en la Cuba que reformula sus contenidos y continentes.

El demonio esencial que atraviesa nuestro devenir es el de los límites que pocos imponen a muchos; el demonio que priva y niega, el que ambiciona, el que excluye y miente, el que ensordece el porvenir de todos/as y para el bien de todos/as.

Varios contrapunteos han dado cobija o trinchera a tal demonio, destacándose el que acontece entre economía y democracia, acaso la más esencial de las peleas cubanas contra los demonios. Me sirvo de esta metáfora para considerar las comprensiones políticas que sobre economía y democracia contienden en el escenario cubano actual. Lo cierto es que tanto una como la otra permiten explayar por separado juicios y alcances diversos, al tiempo que la relación entre ambas es un contenido propio, eje de análisis, interpretación y posicionamiento respecto a la restructuración cubana en general, y a las peleas contra sus demonios en particular.

Algunas preguntas ayudan a encauzar la lectura acerca del contrapunteo de la economía y la democracia: ¿es el dilema cubano esencialmente económico? ¿Es la democracia tensión o condición para la economía? ¿Qué definición tienen estos temas en las políticas concretas ya en curso? ¿Qué otros asuntos matizan y condicionan el contrapunteo en cuestión?

II

Al adentrarnos en estos asuntos vemos que la historia de Cuba es una permanente disputa entre distintos espíritus de nación. Por un lado, la nación opresora, de provecho de pocos sobre las carencias de muchos, en alianza esos pocos con intereses ajenos a Cuba. De otro lado, la nación liberadora de todos/as y para el bien de todos/as, cuya esencia está en la soberanía y la justicia social.

El proyecto de nación liberadora, atravesado en su devenir por varios contenidos y formas, asumió, después de 1959, el curso socialista como condición de posibilidad para su realización. Por tanto, mirar el contrapunteo de la economía y la democracia tiene en el socialismo un continente particular, o más específicamente, en las ideas que sobre él se disputan. Este es un primer dato que estará presente a lo largo de esta indagación.

Una breve digresión se hace necesaria para reconocer la existencia de otros cuerpos ideológicos no marxistas en sus fundamentos y no socialistas en sus políticas, que también se plantean como problema la nación liberadora, dentro de los cuales, de la misma manera, cabe la metáfora de la pelea cubana contra los demonios. Pero esos otros referentes no serán parte directa de las consideraciones en este ensayo.

De vuelta a las ideas sobre el socialismo, amplío el zoom de ese continente para notar dos grandes tendencias que marcan su decurso, también, en la historia cubana: de una parte, visto como socialismo de matriz soviética (estado-céntrico, economicista, burocratizado y dirigido desde arriba), y de otra, como socialismo crítico democrático (creciente proceso de control del productor/ciudadano, socialización de la propiedad, el poder y el saber, dirigido desde abajo).

Ambas comprensiones interpretan la economía y la democracia desde presupuestos distintos, e inclusive divergentes. Al tiempo que la visión de matriz soviética coloca en la economía el desafío esencial de Cuba, y la exigencia democrática pende del Partido único como lugar político central y vínculo en la base con los trabajadores/as y la población; desde el socialismo democrático se sustenta la política como el desafío mayor y se enfoca en el desarrollo de procedimientos democráticos para encausar la politización del ámbito público en general, y del ámbito productivo en particular.

Hay una idea más o menos elaborada, rastreable en discursos tan diversos como los lugares sociales en los que aparece, que proclama ocuparse ahora de «lo económico» y dejar «la democracia» para después. La misma se sustenta en el arraigado dogma que afirma la existencia de una esfera económica autónoma, principio inspirador universal y natural que, en realidad, resultó de una acción política, noción de economía que triunfó con el liberalismo, corriente política que defiende a esta como forma de gobierno. Contrario a la idea de esfera autónoma, la economía sí tiene relación directa con la sociedad, las estructuras clasistas, la política y un vínculo inequívoco con valores y concepciones del mundo en general, y con un espíritu de nación en particular.

La idea de que cada una vaya por rutas particulares supone que economía y democracia son una suerte de «virtudes inconexas». Lo significativo de esta comprensión es cómo aparece en forma de políticas públicas, las que moldean paso a paso la estructura productiva cubana. Más adelante veremos in extenso cómo se concreta este planteo.

El contrapunteo entre economía y democracia deja su traza en la historia del socialismo de la que Cuba hace parte, pero que la trasciende. Existe, por ejemplo, una tradición que pone a la democracia como centralidad de las discusiones sobre el socialismo, una constante en la elaboración de paradigmas que superen los órdenes sociales opresivos. Desde ahí, el desafío cobra contenido político al pretender una democracia que supere las formas burguesas de esta y no su abolición. Para tal fin la estrategia es impulsar el control social, político y económico de los trabajadores y trabajadoras. Postulado que parte de comprender que la democracia es siempre lucha y no siempre reconciliación de agendas cuando estas son antagónicas, al tiempo que el orden y los valores democráticos no se reducen a momentos, este es un proceso social y cultural de creación colectiva permanente de la política en todos los ámbitos, incluyendo el económico. Un axioma queda claro en este análisis: sin democracia no florece la nación liberadora, exigencia al socialismo que pretende enaltecerla.

Un dilema concreto, arrastrado por la experiencia socialista desde las primeras décadas del siglo XX, devela matices de este contrapunteo: ¿en el período de creación material de las condiciones socialistas deben ser adelantados los procedimientos de la democracia socialista, o en su defecto, en nombre del progreso económico, se deben relegar a un segundo plano dichos procedimientos? Retomemos este problema desde un enfoque directamente político: ¿los mecanismos democráticos liberadores deben ser el punto de partida para alcanzar las condiciones materiales requeridas por la nueva sociedad, o deben ser pospuestos en espera de aquellas condiciones?

La historia del socialismo realmente existente es la de, al menos, dos visiones que pugnaron desde el comienzo. Una tendía a dotarse de un Estado que defendiera el interés de los trabajadores/as, bajo el control de estos, al menos de su vanguardia. La otra tendía a un Estado como fin en sí mismo, independiente del control directo de la clase trabajadora. El desenlace de esta pugna tendió al advenimiento de un régimen burocrático fuertemente centralizado con severos límites al control democrático de la sociedad por parte de los trabajadores y trabajadoras, cuyo sustento estructural fue un modelo administrativo desde arriba, marcado por la totalidad absolutista de las directrices.

Uno de los límites de la experiencia socialista del siglo XX estuvo en no superar la separación entre economía y democracia, es decir, en no comprender que la superación de la economía capitalista solo será posible con la democratización de las relaciones productivas. Ese ser en sí mismo de aquel socialismo develaba, en su esencia, que la actividad práctica de las masas desapareció casi por completo no solo de la considerada gran política, sino también de la regulación en su vida cotidiana.

Al abordar esta historia desde los beneficiarios vemos, grosso modo, que el proyecto socialista pretendió arrebatar a las oligarquías mundiales, privilegiadas de la economía realmente existente, su dominio sobre la clase trabajadora basada en la subordinación de la democracia a la propiedad privada, en la agresión a los sindicatos, el recorte al gasto social, promover el desempleo, destruir convenios laborales y deshabilitar los sistemas de protección social.

En el decurso de esta historia, la degeneración de la experiencia socialista del siglo XX garantizó a la vanguardia revolucionaria como detentadora del poder, en lugar de las oligarquías empresariales y financieras beneficiarias del capitalismo. Esta vanguardia relegó nuevamente a la clase trabajadora a producir y recibir lo que determinaba un poder ajeno a ella.

Es característico de las relaciones de vanguardia que la dominación sobre los trabajadores y trabajadoras impida el desarrollo de sus capacidades y asegure su enajenación del proceso productivo. Dada esta relación, la vanguardia tiene que depender de dirigentes/empresarios que actúen en su nombre a fin de garantizar sus objetivos. Sin embargo, los empresarios se tornan cada vez más conscientes de sus propios intereses, es decir, surgen como una clase en sí.

Si bien, a diferencia del régimen capitalista, en el régimen generado en el socialismo del siglo XX la plusvalía no se acumula en forma de capital privado, ni puede ser convertida en medio privado para explotar el trabajo asalariado, no es menos cierto que se consume en formas de privilegio de diversas índoles por parte de la vanguardia: tiendas especiales, uso de automóviles con chofer incluido, acceso a espacios de recreación de mejor calidad, así como a servicios de salud y hospitales, la posibilidad de adquirir una mejor vivienda, mecanismos expeditos para resolver problemas disímiles de la vida cotidiana, sin los entuertos burocráticos ni las colas prolongadas que padecen trabajadores y ciudadanos en general.

La soberanía del trabajo, en tanto práctica democrática en el proceso productivo, se redujo a la compresnión teórica del Estado propietario que tergiversó el ideal socializador de la producción, el poder y la propiedad planteado por Marx, Engels y Lenin. Dentro de este ordenamiento los trabajadores y trabajadoras, sin espacio para una organización autónoma, o incluso para una comunicación efectiva entre ellos, están desarmados en la lucha ideológica.

En la experiencia del socialismo real no se supera esa noción de la esfera económica autónoma. Obsérvese que la respuesta de los economistas al mando jerárquico de la vanguardia, como tendencia, no constituye un desafío al dominio sobre los trabajadores en los centros laborales y en la sociedad. La alternativa histórica que se ventila de cara a ese conflicto es entre hacer más eficiente ese ordenamiento social o la restauración capitalista. Pero esta es una falsa disyuntiva al no considerar el enfrentamiento a la arbitrariedad de la vanguardia con la democracia: restablecimiento del derecho a la crítica y a una libertad electoral auténtica, restablecimiento de la libertad de las organizaciones revolucionarias y el renacimiento de los sindicatos, la revisión radical de los planes económicos en beneficio de los trabajadores y las trabajadoras.

Miremos este asunto desde la eficiencia y calidad en el uso de los recursos que entraña la economía como exigencia manifiesta en cualquier debate. En la experiencia socialista de matriz soviética se verificaba el problema del mandato burocrático entre la economía nacionalizada y la calidad, esta escapa a la burocracia «como una sombra», por lo que un entorno de libre discusión de los problemas económicos disminuiría los gastos generales impuestos por la burocracia.

Es sabido que en los períodos de crisis del socialismo real se ejerce una presión sobre los gobernantes para el ajuste socioeconómico del diseño del sistema. En tales períodos entra a escena la pugna de alternativa que, por lo general, han tendido, de un lado, a retoques muy parciales, conservando el control burocrático, de otro, a la introducción de las nociones liberal burguesa sobre la democracia y la libertad.

En cualquier caso, se parte de que, como condición objetiva, las modernizaciones formales dejen intactas las viejas esencias de control político. Los cambios tecnológicos y la informatización pretenden optimizar los cálculos y la ejecutoria de los planes, pero dejan intacto el viejo método de administración absoluta de la sociedad desde arriba. Los cambios impelidos por las crisis del modelo se presentan, en un primer momento, como una reforma económica con el objetivo de acrecentar cuantitativamente, y de mejorar cualitativamente, el aparato productivo y distributivo.

Frente a esta encrucijada los economistas en el socialismo, como tendencia, sin ser necesariamente aspirantes a capitalistas ni representantes conscientes del capital, no priorizan la tesis de la ineficiencia como efecto de la restricción a las capacidades de los trabajadores y trabajadoras. Por el contrario, enfatizan en las ineficiencias que confrontan los directores/empresarios como resultado del dominio sobre ellos desde arriba. Contrario a esta visión, frente al desafío de «la opresión», «la arbitrariedad» y «la corrupción» burocráticas, la eficiencia económica y la calidad suponen la democracia de los productores/as y de los consumidores/as, la libertad de crítica y de iniciativa. El principio político y doctrinal que sustentaba tal crítica es el rescate de la democracia para la clase trabajadora. Al buscar la concreción política de este particular la pregunta sería: ¿el funcionario concluirá por devorar a la clase trabajadora o esta lo hará impotente para perjudicar?

Lo cierto es que la historia del socialismo realmente existente develó que la alternativa socialista democrática no es un estado que se otorga o decreta sino un acumulado, un proceso de imprescindible matriz democratizadora. La democracia tiene contenido histórico y de transición. Con frecuencia se habla de la democracia como de un estado dado y se olvida examinar las direcciones del desarrollo real de tal estado, es decir un proceso de democratización: aprender y aprehender culturalmente, desde la práctica, la democracia.

Se hablaría, entonces, de la democratización del socialismo, entendida esta como la socialización de políticas y estructuras para acceder al poder, programa histórico a largo plazo. Por tanto, la democratización no es un medio para evitar las crisis, es un proceso de socialización en el que es posible terminar con la herencia de la sociedad burguesa, es decir, la división de la vida humana en las esferas públicas y privadas. Y es que la democratización, como proceso en la totalidad social, alcanza el conjunto de la vida: la vida cotidiana y la actividad económica, las instituciones y el mecanismo político para las decisiones. El énfasis no está puesto en «mejorar» la esfera política o el sistema de instituciones, debe democratizarse el conjunto de la vida. Se trata de democratizar la cotidianidad, es crear un sentido común democrático.

El contrapunteo de la economía y la democracia es un asunto esencial en el devenir de los órdenes sociales humanos. La Revolución francesa planteó la controversia entre una economía política popular opuesta a una economía política tiránica. La primera, base del programa de la república democrática y social de los derechos del hombre y del ciudadano. La segunda, organizadora de la sociedad para la desdicha común y la felicidad solo de un grupo.

Al mirar más a fondo en esa disyuntiva genérica es notorio que su profundidad incluye asumir la economía en su historicidad, en su relación con la política, con el derecho. Es asumir que la economía no se reduce a su componente técnico y, por tanto, a ser un feudo de profesionales. La enseñanza de la economía, por ejemplo, es al final un problema de todos/as porque lo que los y las economistas aprenden afecta, en forma de decisiones políticas, nuestras vidas cotidianas.

Subráyese que «la economía es un asunto demasiado importante como para dejarlo solo en manos de los economistas». Estos no están por encima de las tensiones sociales, ni están fuera del antagonismo histórico entre oprimidos y opresores. La influencia que tienen las distintas cosmovisiones ideológicas y puntos de vista de clase en las miradas que adopta cada grupo de economistas es una constante.

Un territorio de crítica a las relaciones económicas realmente existentes está en asumir la soberanía de la nación liberadora a través, también y esencialmente, de la soberanía del trabajo, donde es más virulento el capital. Esto se concreta en prácticas diversas de control social directo e indirecto sobre los procesos productivos. Implica una redefinición de la política, el poder y la ley. Tómese en cuenta que ni los capitalistas, ni los burócratas resultantes de las vanguardias revolucionarias han sido capaces de colocar, de manera prioritaria, los intereses específicos de los trabajadores/as en la disputa de sentidos que implica la elaboración y control de la política económica.

Vista desde esta perspectiva la cuestión de la ciudadanía es notorio que, como concepto político que condiciona la potencialidad integradora de la democracia, esta tiene que resolver la incompatibilidad que implica para la liberación la relación entre la ciudadanía asalariada, que solo posee su fuerza de trabajo, y la ciudadanía propietaria, que posee los medios de producción y el control sobre las políticas económicas. Entonces debe asumirse que la economía es territorio de disputa de la democracia y viceversa. Ambas develan su intrínseca relación en la pregunta ¿quiénes deciden qué y cómo se produce?

III

Al asumir el socialismo como continente necesario para mirar el contrapunteo de la economía y la democracia, se nos presentan, en igual condición, otros asuntos contenidos en ellas, a saber, la propiedad, la posesión, la gestión de la producción de bienes y servicios, así como las maneras de hacer política en Cuba, presupuestos mínimos de los que me sirvo para indagar más profusamente en el tema.

Como vimos este asunto no es nuevo ni se agotará en el futuro cercano, pero sin dudas vive un momento singular al estar sobre la mesa la «conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista» que el Partido Comunista de Cuba propone a la Nación. Un cuerpo explicativo abarcador que permite seguir las coordenadas fundamentales de la política económica y las ideas que la sustentan.

Retomo una vez más la perspectiva del socialismo como continente del contrapunteo de la economía y la democracia, dado que la «conceptualización» se posiciona en la comprensión de construcción del socialismo (estrategia política del socialismo de matriz soviética), la que ha implicado en su práctica histórica, como dijimos antes, la consagración de un tipo de orden social con prevalencia del Estado. Se trata de un modelo de llegada, una estructura productiva y política poco movible; un orden histórico donde la abstracción de la propiedad social socialista de todo el pueblo se diluye en formas de representación y posesión que niegan esa condición en general, y la de dueña de la clase trabajadora en particular.

Esta comprensión refiere la coexistencia de varias formas de propiedad, al tiempo que mide el carácter del modelo económico que ordena el país por el porcentaje de propiedad socialista prevaleciente, y no por el espíritu liberador u opresor que las relaciones sociales de producción generan en las diferentes formas de gestión. Dicho de otro modo, se obvian los tipos de posesión implícitos en las formas de gestión de todo tipo de propiedad.

¿Es la propiedad privada en sí misma otro rostro del demonio? No. ¿Es la forma de propiedad social o estatal en sí misma negación de este? Tampoco se puede afirmar. El derecho de propiedad es reprobable en su hábito de apropiación privada de las riquezas socialmente producidas y en los límites que impone al espíritu de nación liberadora. La propiedad privada de los medios de producción es cuestionable cuando otorga a los dueños/as «derecho» de apropiación de los frutos del trabajo ajeno. La propiedad social pone límites a ese espíritu solo cuando garantiza el control democrático sobre las necesidades y los modos de satisfacción de estas y evitaba así el abandono de las necesidades sociales al interés privado, cuando cierra la posibilidad de explayar mecanismos de explotación, entiéndase la apropiación del plustrabajo por personas que no han participado de su producción.

La lógica burguesa de la propiedad, esencia contra la que se manifiesta la pretensión socialista, implicó convertirla en un derecho natural, jerarquizado y exonerado de toda contestación referente al derecho a la existencia, la libertad y a la «justicia distributiva». Naturalizar el derecho a la propiedad privada en su condición de explotación atentó de facto contra el derecho a la existencia misma de los semejantes no propietarios y ha representado el secuestro de la democracia por parte de los propietarios.

De regreso a la «conceptualización» vemos que esta confiere condición de propietarios comunes a la ciudadanía bajo formas no estatales de producción. Esta visión soslaya el carácter conflictivo de tal coexistencia, dada la apropiación del trabajo ajeno y la enajenación de unas, y los procesos socializadores del poder y los bienes de otras. Tampoco tiene en cuenta el aprendizaje histórico de que un tipo de relación social de producción, con sus formas de propiedad concomitantes, tiende a vencer a la otra. No hay un reconocimiento de la pelea contra los demonios implícita. Dicho de otro modo, no es cuestión de formas negociables, sino de espíritus contendientes. Por tanto, tal coexistencia es una ilusión con fecha de caducidad.

Frente a la comprensión que implica la construcción del socialismo, se contrapone la de transición socialista (estrategia política del socialismo democrático). Esta apunta, no a una estructura social fija, sino a un proceso, a un período de contradicciones donde conviven de manera conflictiva relaciones sociales de producción, debido al contenido antagónico del espíritu que las mueve. Existe conciencia de la pelea y de los contendientes. Implica transitar hacia un orden social que no reproduce las estructuras de explotación y exclusión que median entre quienes crean con su trabajo bienes y servicios, y el disfrute tanto de los beneficios materiales como de la gestión de los asuntos públicos. Orden social donde el ser humano, como productora/or y ciudadana/o, alcance su plenitud creadora. Transición de carácter socialista que implica políticas socializadoras del poder, la producción y el saber. Proceso desde el cual la economía y la democracia se condicionan mutuamente.

Ambas visiones bifurcan el camino, hacen distintas las rutas políticas a trazar para el orden social cubano. Al leerlas de este modo se esclarecen las esencias del contrapunteo en cuestión.

En la construcción del socialismo, la propiedad social socialista asume la forma de propiedad estatal, donde el Estado actúa como representante del dueño, que es el pueblo. Desde esta comprensión, el poder económico del pueblo se garantiza en la nominalización misma de la propiedad, al tiempo que se reduce la socialización a la distribución de bienes y no a la gestión directa de la propiedad por parte de la clase trabajadora.

Desde la comprensión de transición socialista se potencian las condiciones necesarias para que el dueño/a participe de manera creciente en la gestión de su propiedad, en tanto elije, mandata, controla y revoca a sus representantes en el sistema productivo. Así, el rol de servidor público del Estado se concreta en facilitar el proceso de socialización del poder para la gestión de la propiedad. Es decir, el asunto sería planteado en términos de propiedad y gestión como par indivisible.

Lo anteriormente descrito es parte de los rostros, matices y formas que adquiere el contrapunteo de la democracia y la economía, acerca del cual intento mayor concreción en la pregunta siguiente: ¿quiénes deberían elegir a la dirigencia de las empresas de propiedad social?

En la estructura cubana actual, la jerarquía en materia de decisión política sobre la producción cuenta con tres actores fundamentales: el Estado (burocracia política), la dirigencia del sistema empresarial (burocracia económica), y las/os trabajadores (productores directos). Como dinámica de esa estructura, el Estado designa y revoca a los directivos, al tiempo que la clase trabajadora cumple las orientaciones. De igual manera, en su rol de representante del dueño, el Estado también es poseedor de facto, inclusive con la capacidad de conceder esa posesión a otros actores en forma de usufructo, arrendamiento, asociación mixta, etc.

La propuesta de «conceptualización» permite ahondar en el debate de las formas en que se disputa la amplitud y límites de la nación liberadora, abordadas desde las visiones del socialismo en general, y desde las consideraciones sobre economía y democracia en particular. Veamos algunas de sus manifestaciones.

En referencia a la gestión se abren tres posibilidades: a) el Estado designa y revoca a los representantes del propietario para que administre la economía (socialismo de Estado); b) el Estado y los colectivos laborales en cada unidad productiva negocian quiénes serán las directivas/os y comparten el control sobre ellos (cogestión); c) los colectivos laborales eligen, mandatan y revocan a los directivos/as (autogestión).

En cualquier modelo la representación es necesaria. La diferencia está en quiénes eligen a la/os representantes y, en consecuencia, a qué intereses responden, ¿a los de arriba o a los de abajo? ¿A la burocracia, al capital o las trabajadoras/es? La divergencia está en el espíritu de nación que estructura las relaciones para la gestión de los procesos productivos.

Este rango de posibilidades es aplicable a otro énfasis que aparece en la «conceptualización», donde se remarca que el Estado, en su condición de representante del dueño, decide y controla las utilidades de las empresas de propiedad socialista, presupuesto frente al que se presentan alternativas más abarcadoras en términos democráticos, a saber; a) el Estado rinde cuenta a la dueña/o; b) administra las utilidades en consulta permanente con este; c) cumple los mandatos que para este fin defina el dueño.

Por otra parte, existen presupuestos de la «conceptualización» que pueden ser complementados en términos democráticos. Miremos por caso que, la propuesta de una sociedad próspera -alcanzable a partir del trabajo, la productividad, la eficiencia y el ahorro- tendría que condicionarse a la participación creciente en la gestión de la producción por parte de los trabajadores/as, como modo inalienable de ejercer su condición de dueña/o de los medios de producción.

La misma lógica de complementación puede aplicarse a la propuesta de otorgar especial relevancia a la formación de valores en los ámbitos de la actividad económica y social, con el añadido de la formación para la práctica política de las/os productoras/es, sobre la base del bien individual, comunitario y social. Desde el mismo espíritu, ante la propuesta de desplegar iniciativas que acompañen con métodos de dirección participativos la transformación del sistema empresarial, se puede complementar con el uso de métodos de control directo de las/os trabajadoras/es en la gestión de las empresas. De igual manera, ante la propuesta donde las/os trabajadora/es cumplen los planes, políticas y directivas definidas por el Estado, puede ampliarse a la creación de condiciones para la elaboración conjunta de las mismas.

En términos de especificación política, la «conceptualización» no prioriza las formas de propiedad que aseguren la socialización del poder para la gestión económica, social y política por parte de la clase trabajadora. Esta debilidad democrática se especifica en que las cooperativas no prevalecen sobre otras formas de propiedad, al tiempo que no hay mención a la cogestión y la autogestión como pilares de la socialización, asumido en este caso como proceso de fusión entre economía y democracia, condición liberadora de la nación.

¿Qué significan la cogestión y la autogestión en la resolución del contrapunteo de la economía y la democracia? La primera busca asegurar la participación de la clase trabajadora en la gestión económica, en igualdad de condiciones con el capital y la burocracia. Se organiza desde el puesto de trabajo, pasando por la fábrica y empresa, hasta los más altos niveles de política económica. La segunda constituye una fórmula que supera la cogestión pues con ella se remueven todas las mediaciones entre quienes producen bienes y servicios y el disfrute de los beneficios. Con la autogestión el carácter de propietario del pueblo en general, y de la clase trabajadora en particular, se realiza a plenitud. En la práctica, el propietario es quien posee los amplios poderes de disposición que acompañan a la propiedad.

Esta no es una perspectiva meramente económica -ni tan siquiera la economía lo es- sino esencialmente política, pues busca llevar a la actividad económica los mismos principios con los cuales ha de funcionar el sistema democrático en la sociedad. Apunta a sacar al ser humano de su reducida función instrumental de simple fuerza de trabajo, y potenciar el derecho a la iniciativa y a la creatividad. Desde esta perspectiva la política económica se estructura de abajo hacia arriba, en los espacios de integración micro, meso y macro sociales y se naturaliza el requerimiento democrático de la economía.

Parte importante de lo que podrá encaminar la transición socialista como forma política del espíritu de nación liberadora está en la democratización de los procesos económicos. Al igual que sucede con la democratización política, no implica la eliminación del poder, de la autoridad, de las normas y los límites, sino la ampliación de sus bases y la transformación de sus formas jerárquicas, profesionales y excluyentes. Tampoco implica el desconocimiento de las líneas de decisión dentro del mundo económico, sino su legitimación democrática.

La democratización económica es la respuesta al contrapunteo que allana el camino a la nación liberadora. La transición socialista como su estrategia política, atañe a la gestión directa de los productores/as que son dueños/as, sin mediaciones de ninguna índole, rompiendo las dinastías económicas del capital y las representaciones sin control desde abajo favorecidas por el modelo de construcción del socialismo.

IV

¿Qué lugar tiene la política en el contrapunteo de la economía y la democracia? O con otro enfoque, ¿qué implicaciones tiene para la democratización económica las maneras de hacer política en Cuba? Algunas zonas de respuesta han sido adelantadas de manera indirecta a lo largo de la reflexión, no obstante, merece una consideración específica que permita, al tiempo que ver más en detalle el desafío que vive la nación liberadora, colocar la política en su dimensión de alma constitutiva de la democracia o su negación.

Como he mostrado de manera práctica en el desarrollo de la indagación, la disputa de sentidos dentro del socialismo tiene un planteo básico: socialismo desde arriba versus socialismo desde abajo, lo que condiciona las interpretaciones sobre la economía y la democracia en general, y sobre las maneras de hacer política en particular.

El socialismo desde arriba (de matriz soviética) implica un modo bancario: jerárquico, verticalista, unidireccional, directivo, de entender las relaciones sociales. Un orden donde la política, como acto de creación y control, está de un solo lado en los espacios de poder macro y micro. Un tipo de relación que coloca la capacidad y posibilidad de tomar decisiones en una parte y no en el todo, donde la política está en el Estado y no en la sociedad, donde la política de determinados grupos sociales se ocupa de la gente y la gente no se ocupa de la política. Donde los/as economistas se ocupan de la economía y la gente no se ocupa de la economía ni de los/as economistas. Un socialismo en el que perviven relaciones de dominación, o aquel espíritu opresor que disputa los límites la nación.

Por otro lado, el socialismo desde abajo (democrático) implica relaciones sociales con base en el autogobierno, la autogestión, la auto constitución del sujeto popular que participa en la definición de sus necesidades, en la decisión política que la satisface y en el control de ella. Es decir, relaciones que devuelvan la política a la sociedad, que impliquen participación directa y creciente en la gestión pública, donde la democracia adquiera su carácter transversal en lo político, económico y en el sentido común como práctica social cotidiana. Donde el poder se comparta y no se reparta. Es decir, socialización del poder y de las condiciones de equidad para el ejercicio del mismo. Socialismo basado en relaciones que potencien el espíritu liberador de la nación.

Un paso adentro en el análisis de este asunto devela que la categoría «dirigente», sujeto concreto con roles y funciones en el socialismo desde arriba, que da cuenta de una cultura política específica, es removido en perspectiva del socialismo desde abajo, por términos como mandatado/a, servidor/a público, coordinador/a político/a, facilitador/a; los que dan cuenta de otro tipo de relación social para la política, de otros contenidos y dinámicas para la democracia y la valoración de otros sujetos.

Entiendo que la capacidad técnica y administrativa que se esgrime como valor de la dirigencia -capacidad profesional también se dice- tiene que ver con métodos o maneras que siempre se subordinan (consciente o inconscientemente) a las comprensiones del poder y la política de la que son constitutivas. Entonces, aparece otra pregunta ¿capacidad para cumplir lo establecido por quién? Dicho de otra manera, ¿la capacidad para encaminar qué tipo de relación social, qué tipo de espíritu de nación? A saber: a) relaciones que implican decisiones tomadas desde arriba, donde el saber, el poder y la capacidad de discernimiento sobre la realidad y su concreción en políticas está en un solo lugar social; b) relaciones que implican decisiones tomadas desde abajo donde se logran consensos, se construye colectivamente la decisión y no por simple agregación de demandas. Ambos dan cuenta de contenidos antagónicos del ser «dirigente». Contenidos que se develan en la pregunta ¿dirigir hacia dónde?

Esa misma lógica abre la pregunta ¿qué autoridad porta la dirigencia?: a) autoridad autoritaria, que niega, que excluye, que limita, que privatiza el poder, autoridad legal/designada, individual; o, b) autoridad mancomunada, que suma, que integra, que socializa el poder, autoridad legítima/elegida, comunitaria.

Al observar otros matices sobre este particular, se nota que dentro de una relación en la que unos y unas dirigen y otras y otros son dirigidos; donde unos y unas dicen, al tiempo que otras y otros recepcionan, donde el saber y la verdad están en una de las partes, la democracia siempre tendrá límites de base. Por tanto, el problema no es de mecanismo, es de concepción.

Si nos relacionamos desde la comprensión de que todas y todos portamos saberes, si además todas y todos podemos participar en la creación de ideas, propuestas y definiciones políticas, si lo comprendemos como capacidad y como derecho, entonces hablaríamos del diálogo de saberes diferentes para alcanzar metas comunes, la búsqueda de métodos para la construcción colectiva, que implique una deconstrucción cultural de las maneras en que nos educamos en una relación que reproduce la desigualdad del poder. Entonces, para esa relación democratizadora no es funcional una persona que dirija, es decir, un «dirigente», sino una persona que facilite, que coordine procesos políticos impulsores del espíritu liberador de la nación y gane terreno en las peleas cubanas contra los demonios.

En las dimensiones prácticas de la política se confunde por momentos la búsqueda de consenso, como condición democrática, con métodos de dirección. También aquí asoma sus fauces el demonio que se solapa de muchas maneras. Hoy aparecen, por ejemplo, nuevos métodos organizacionales que, sin ser base para un consenso real, pueden ser puentes para transitar a esa necesaria y ética manera de hacer política. No obstante, si no se discute la concepción de base para la participación de la gente, cualquier cambio podrá ser técnicamente mejor, pero no políticamente más justo.

El foco de esta indagación está en la economía y su relación con la democracia. Para narrar el campo de pelea cubana contra los demonios que esa relación representa, encontramos un dato significativo: la despolitización de la vida cotidiana, es decir, el acumulado de no participar en la definición y control de la política. Miremos que no existe una apropiación de los procesos de producción por parte de trabajadores y trabajadoras, lo que incluye la no elección directa de sus dirigentes empresariales. Las organizaciones gremiales y sectoriales no son gestoras autónomas de propuestas. En las comunidades no se toman decisiones consensuadas sobre, por ejemplo, poner alumbrado público o arreglar una escuela. No hay leyes municipales que den cuenta de un diseño de políticas y normas acorde a las condiciones específicas de cada territorio. Miremos los hogares cubanos a ver en qué porciento de ellos se colegian las decisiones.

Vuelve entonces una de las preguntas que atraviesan esta indagación ¿los mecanismos democráticos liberadores deben ser el punto de partida para alcanzar las condiciones materiales requeridas por la nueva sociedad, o deben ser pospuestos en espera de aquellas condiciones? La actitud política es siempre la revelación de las esencias y comprensiones de las que se parte. Desde esa lógica acudo a una respuesta freiriana a la pregunta en los términos de que evitar el diálogo con el pueblo en nombre de la necesidad de «organizarlo», de fortalecer el poder revolucionario, de asegurar un frente cohesionado es, en el fondo, temer a la libertad, temer al propio pueblo o no confiar en él.

El problema del poder que entraña este asunto no puede quedarse para después. El horizonte utópico implícito en la superación de la opresión social será alcanzable en la medida en que el proyecto de organización social no deje para el futuro la realización de los aspectos solidarios, cooperativos, no jerárquicos, donde se distribuyan los recursos del poder, donde la conducta democratizadora sea un sentido común en cada individuo. Tal postura dinamita la idea de que el fin justifica los medios. Si el fin es democrático y humanista, los medios para alcanzarlo tienen que ser democráticos y humanistas.

Por lo anterior, y como parte del proceso de democratización económica es necesaria la creación de nuevas formas de relación entre el «abajo» y el «arriba», y tener en cuenta en ese proceso específicamente la «autorganización» de trabajadores y trabajadoras para mejorar activamente su vida cotidiana. No es cambiar un grupo de dirigentes por otro grupo de dirigentes, no es cambiar los hombres por las mujeres, una raza por otra, una religión por otra, un saber científico por un saber común, no es poner a las personas por encima de la naturaleza. Es cambiar la cultura política excluyente y opresiva que divide artificiosamente a los seres humanos en todos los espacios de la vida social y que separa a la sociedad de la naturaleza. Es generar una cultura política incluyente, desde la diversidad, cuya centralidad sea la condición humana, en relación armónica con la naturaleza, creadora y libre. Cultura política liberadora es subversión de la cultura política de la opresión en cualquiera de las formas que esta se manifieste.

Ahora bien, la administración colectiva de la política que entraña la democratización socialista no se decreta. Se aprende a «participar», participando en la definición de sentidos comunes, valores, proyecciones, necesidades. La herencia cultural en el ámbito de la participación política del sujeto popular en general y de la clase trabajadora en particular tiene, esencialmente, rasgos pasivos y reproductivos. De lo que se trata, como modificación activa de la participación para la autogestión y el autogobierno, es de implicar a las personas, en cada ámbito de la vida, a que asuman responsabilidad social mediante la actividad colectiva y creadora, a que incidan en el curso de los acontecimientos privados y públicos, en los ámbitos de la economía y la política. La democracia, vista así, es un proyecto político, que implica democratizar la política y democratizar la economía como procesos concomitantes.

Ubicada en una perspectiva más general, la participación política es una expresión cargada de ideología, cuyo verdadero significado debe buscarse en el espíritu que contiene. La participación es consustancial a la democracia y condiciona su calidad, la que radica en la capacidad de contribuir al proceso de toma de decisiones en todos los niveles de la vida social, es decir, en la creación, ejecución y control de estos. Participar es ser parte del proceso político, de hecho y de derecho. Implica pasar de ser objeto a ser sujeto, condición alcanzable solo a través de prácticas propias. La participación democrática refiere de manera directa a la socialización del poder y contribuye tanto al compromiso político como a la potenciación de una subjetividad liberadora.

Lo que quiero significar es que la participación política más amplia en los espacios cotidianos es un enfoque determinante para comprender que la política es un terreno de contrapunteo entre los espíritus liberadores y opresores. De la política siempre se ocupa alguien, pero no todo el mundo se ocupa de la política. El contrapunteo de la economía y la democracia no tendrá mucho alcance resolutivo si no se comprende que dentro de la política también pelean los demonios.

V

Vuelvo al asunto que nos trae hasta aquí. Hemos visto que para alcanzar su plenitud la economía y la democracia tienen que fundirse en un mismo espíritu, condición que potencia la nación liberadora y pone coto a las embestidas del demonio recurrente, emisario de la opresión. Al mirar a Cuba desde esa perspectiva, y al entender que la ley, en última instancia, consagra una noción de democracia y economía, es dable preguntar, ¿cómo se describe esta pelea cubana contra los demonios al interior de la Ley de la inversión extranjera, el Código de trabajo y seguridad social y la Ley de cooperativas?

Al adentrarnos en la ley de inversión extranjera es visible la tensión democrática que entraña, argumentada en la reproducción de las desigualdades entre trabajadores y directivos. Esta se evidencia en que, dentro de los requerimientos para la solicitud de evaluación de propuestas para la inversión extranjera, además de la compatibilidad con la defensa y la certificación de protección del medio ambiente, no está, de manera explícita, la protección del derecho de los trabajadores/as.

En paralelo, los trabajadores/as tienen la obligación de establecer sus vínculos laborales con una entidad empleadora. Esta negocia directamente el monto salarial con la empresa de capital extranjero. Sin embargo, dirigentes y administrativos se vinculan de manera directa a la empresa de capital extranjero sin que quede claro la fuente salarial de los mismos. A esto se suma que no se explicita que la entidad empleadora asuma entre sus funciones la responsabilidad de resolver las reclamaciones laborales de sus empleados/as.

¿Qué actores participan en la negociación sobre salario con las empresas de capital extranjero? ¿Con qué nivel de autonomía cuenta la entidad empleadora para ese proceso? ¿A quiénes rendiría cuenta sobre el mismo? ¿Los montos salariales serán específicos con relación a las negociaciones específicas? ¿Estamos en presencia de una entidad neutral, mediadora, que es al tiempo juez y parte entre empresarios/as y trabajadores/as? ¿a quién responde o protege?

Otras alternativas pudieran ser valoradas respecto a la entidad empleadora: a) que contrate tanto a directivos/as como a trabajadores/as, sujetos a iguales regulaciones; b) que sea opcional su uso, tanto para directivos/as como para trabajadores/as, dejando en claro la utilidad de acudir a ese servicio; c) que se derogue su función pues una organización sindical fuerte, controlada por las trabajadoras y trabajadores, bastaría para velar por el cumplimiento de las regulaciones, la contratación y otros derechos previstos en la Ley.

De todos estos intríngulis surge una duda razonable: hay personas que llegan a cargos de dirección y administración que, potencialmente, pudieran devenir en accionistas y dueños privados. Aunque la ley no refiere esto último ni a favor ni en contra, sí consagra la posibilidad de realizar inversiones en bienes in­muebles y obtener su propiedad u otros derechos reales. En la Ley No. 77 (1995) tal posibilidad era para personas naturales no residentes permanentes en Cuba. Esa condición quedó eliminada de la nueva ley. ¿Por qué? ¿Acaso será un camino para sostener un espíritu de nación en provecho de pocos sobre las carencias de muchos?

Miremos otro hecho, los pasos para la solicitud del fondo de estimulación, complemento a los ingresos de los trabajadores/as, requiere un proceso de aprobación por parte del Ministerio de Comercio Exterior e Inversión Extranjera en negociación directa con los empresarios, sin contemplar la participación de los trabajadores/as en dicho proceso.

Entre los límites democratizadores de esta ley se encuentra que queda a discreción de la comisión de evaluación de las propuestas de inversión extranjera la participación en este proceso de organizaciones sindicales que representan directamente los intereses, derechos y demandas de las trabajadoras/es. En ese mismo espíritu, la ley no prevé los mecanismos de rendición de cuentas por parte de los Organismos de la Administración Central del Estado con el encargo de ejecutar las disposiciones legales a tal efecto.

Este cuerpo legal tiene zonas contradictorias que tensionan su objetivo de garantizar la soberanía nacional, en el entendido de que esta, al tiempo que es pilar de la nación liberadora, pasa por la protección de los derechos de las trabajadoras y trabajadores, y por el control que estos ejercen sobre cualquier proceso económico/político.

Al mirar el código de trabajo, que sirve de base a las regulaciones laborales de la ley de inversión extranjera, se devela la reproducción de la concentración de las decisiones en las autoridades estatales y se abre este rol a los propietarios privados. En el código se define al «trabajador» como aquel que se «subordina» a un empleador autorizado, sea un representante del Estado o una persona natural (privado).

La concentración del poder de decisión en los empleadores se hace más preocupante al observar el rol asignado a los sindicatos en la normativa laboral. La participación de los trabajadores/as, laboren para el sector estatal o privado, se reduce a los circuitos formales de la toma de decisiones, y en muchos casos estarán excluidos de ellos. Sin olvidar los límites que impone el modelo en el que tanto empleadores como empleados, es decir, trabajadores y patrones, participan del mismo sindicato.

En este punto del análisis no es ocioso enunciar la discusión que sobre los sindicatos acontece al interior de la experiencia socialista del siglo XX y que añade contenidos al contrapunteo entre economía y democracia y al lugar de la política en él. Dos tendencias pugnan sobre este particular dentro del continente socialista, a) los sindicatos tienen una posición independiente respecto al Estado, constituidos en instrumento de los trabajadores y trabajadoras para negociar colectivamente con la administración de la industria socializada; b) los sindicatos insertados en la maquinaria estatal debido al carácter de defensor de los derechos de los trabajadores que adquiría el Estado en las condiciones del socialismo, lo que suponía la ausencia de contradicciones esenciales entre empleadores y empleados, o dígase entre dueños y representantes.

Como práctica histórica se tendió a la segunda comprensión, y de ello resultó que los sindicatos oficiales defienden los derechos de los trabajadores individuales, sus líderes son nombrados desde arriba y su principal función es servir como mediación para movilizar a los trabajadores en apoyo a las metas estatales. Ningún poder dentro del centro de trabajo para dirigir el proceso de producción.

La tendencia descrita se refuerza en el hecho de que el Código de trabajo no permite crear procesos de experimentación que prueben paradigmas productivos socializadores, como la cogestión y la autogestión. En su defecto, por primera vez en el período posterior a 1959, se legitima una clase capitalista que, conforme a su esencia, luchará por imponer relaciones de explotación y controlar los procesos de trabajo que estén bajo su dominio. Frente a este dato de la realidad es un imperativo la recuperación de comprensiones caídas en «desuso», entre ellas: que la propiedad privada de los medios de producción pone límites estrictos a cualquier decisión popular que afecte los intereses de las grandes empresas y que el control del proceso de trabajo es vital para asegurar la continuidad de la acumulación capitalista.

Cierro estos ejemplos de concreción en la ley del contrapunteo de la economía y la democracia por las cooperativas, acerca de las que se resolvió no masificar su creación, priorizar la consolidación de las que existen y postergar la propuesta de cooperativas de segundo grado. Si bien no queda explícito cuál es el impedimento para extender aún más esta forma de gestión, al menos es posible plantear algunas dudas razonables.

Dentro de las formas de organización productiva que se restructuran en Cuba, además de las modalidades de inversión extranjera, aparecen el trabajo privado, la empresa estatal socialista y el cooperativismo. Esta última es la única que tiene un carácter experimental, y su proceso de aprobación es complejo, dilatado y entorpecido por mecanismos burocráticos. Pero ¿por qué la diferenciación en el proceso de aprobación con otras formas de organización productiva?

Una respuesta posible es que no existe en el diseño de la restructuración cubana una comprensión clara sobre lo que es y será el cooperativismo en Cuba, su estructura, alcance, sentidos y lugar en el modelo económico en particular y en el empeño socialista en general. La visión oficial y los medios de comunicación que la sustentan refuerzan permanentemente las potencialidades económicas (técnicas) de un emprendimiento cooperado: fuente de empleo, incremento de las ofertas, aumento de la calidad de las producciones y los servicios, genera resultados productivos, económicos y financieros, eleva los ingresos por utilidades para los socios y mantienen una correcta disciplina tributaria.

Pero poco o nada se habla de la esencia de las cooperativas: la gestión democrática por parte de los asociados y asociadas. Es decir, el control directo que ejercen los productores en todo lo que atañe a la cooperativa, vinculado con otros principios como el interés o compromiso por la comunidad, y la autonomía e independencia de la cooperativa respecto a otras formas de gestión económica. Menos se habla de los valores que potencia este tipo de ordenamiento: solidaridad, cooperación, sentidos de comunidad, distribución justa de las riquezas productivas.

Si una forma de gestión económica es esencialmente democrática esa es la cooperativa, donde economía y democracia se fusionan a través de la participación consciente y responsable de sus socios, donde las relaciones salariales no tienen sentido, así como los modos de pago venidos desde fuera y desde arriba. Las cooperativas colegian en asamblea la distribución de las utilidades y se erige en una comunidad productiva.

El resultado de la evaluación sobre el estado del «experimento» cooperativo pudiera estar tensionado por las comprensiones divergentes. La lentitud y complejidad de los procesos de aprobación podrían estar relacionadas con las tensiones políticas y prácticas de ambas visiones. Tal vez la economía centralizada no es compatible con la autonomía. Quizás la diversificación de las formas productivas, la liberalización y el levantamiento de restricciones a los procesos productivos no son sinónimos de democratización económica.

Potenciar una cooperativa en apego a los principios construidos progresivamente por más de una centuria, sin obviar las contradicciones y las diferentes formas que han adquirido durante años, implica entender que no hay diferencia entre dirigentes y productores. Por el contrario, asumir la cooperativa llena de lastres a su esencia es condenarlas a la deformación, al mismo tiempo, es potenciar y legitimar otras formas de gestión que entrañan un espíritu de nación que desata a los demonios que la corroen y que han demostrado con creces sus límites cuando de justicia distributiva se trata.

Los datos que entrañan estas leyes son una exigencia para debatir ¿desde qué comprensión de la economía se diseña el modelo productivo cubano? ¿qué lugar ocupa la democracia en su diseño? ¿a qué espíritu de nación apuntan? ¿qué postura alientan en la pelea cubana contra los demonios?

VI

La historia rescatada por Don Fernando Ortiz, más allá de la acuciosidad con la que fue contada y sus matices pintorescos, permitió al sabio cubano recordar que, metafóricamente, siempre hubo en la tierra diablos sueltos que operan aislados o en falanges, y que al parecer solo varían en lugares y tiempos.

Los signos del demonio han pasado históricamente por responder a lo desconocido, usar el miedo para la obediencia, poner fuera la responsabilidad de los actos propios y hacer vulgar negocio. Es un imperativo moral estar alertas frente a sus muchos rostros y conductas, y plantar resistencia al demonio de los límites que pocos imponen sobre muchos; el que priva y niega, el que ambiciona, excluye y miente, el que ensordece el porvenir de todos/as y para el bien de todos/as.

Siempre habrá clérigos que pretendan mover los destinos de un poblado a sus predios privados, tengan el nombre que tengan y adquiera la forma que adquiera ese empeño. Como aquel cura comisario de la inquisición que pretendió trasladar la villa de San Juan de los Remedios a tierras de su propiedad. Historia de la que Don Fernando Ortiz reveló dos lecciones imprescindibles: de un lado, cómo los intereses egoístas y pasiones personales que quieren imponerse a los pueblos, con frecuencia se encubren con inmaculados velos de religión, virtud y justicia. De otro, cómo la resistencia cívica de los pueblos puede llegar a triunfar en sus empeños liberadores.

Al asumir responsablemente esas lecciones, se convierte en exigencia debatir la economía en términos de cuál es su propósito y quiénes los beneficiarios, y resarcir el sentido de esta como actividad destinada a garantizar la base material de la vida personal, social, espiritual y de toda la existencia. Al mismo tiempo, la democracia, arma imprescindible en la pelea cubana contra los demonios, debe resarcir su sentido creador de formas políticas de la nación liberadora.

Todo lo anterior carece de utilidad si no busca rehacer la relación entre una y otra, lo que implica la democratización de la economía, es decir, estructurar relaciones productivas democráticas (diseño, administración y control de los procesos productivos. Entonces, fundir economía y democracia es condición de la nación liberadora, socialización de la riqueza social y de los medios para producirla. Esta fusión significa que la economía sea constitutiva de un modo de producción democrático que socialice, que incluya, que haga más plena la creatividad colectiva para encauzar un desarrollo que destierre a los demonios.

Es una exigencia en igual dimensión que el socialismo, como continente del contrapunteo, sea un estadío social donde se tienden puentes permanentes entre la economía y la democracia, en los que la política fusione a ambas en un espíritu de nación liberador, salvándolas de ser islotes con sus propios demonios en pugna.

El continente socialista deber ser un territorio de aprendizaje social, práctica histórica y acumulación cultural de contenido humanista, liberador, anti-opresivo, incluyente y comunitario que testimonie la nación liberadora de todos/as y para el bien de todos/as; donde se asuma la politización de la sociedad como desafío cultural, alcanzable en un largo proceso de aprender a compartir el poder en todos los espacios de la vida cotidiana, privada y pública, único límite perdurable a los demonios que reinciden en nuestra historia.

Fuente: http://cubaposible.com/contrapunteo-la-economia-la-democracia-otra-pelea-cubana-los-demonios/