Las elecciones europeas del 25 de mayo han cambiado el mapa de la izquierda española, modificando la relación de fuerzas entre las organizaciones tradicionales y abriendo espacio a la emergencia de una nueva. Con la abdicación del rey y el agotamiento del régimen del 78 se dan condiciones de posibilidad para que la izquierda se […]
Las elecciones europeas del 25 de mayo han cambiado el mapa de la izquierda española, modificando la relación de fuerzas entre las organizaciones tradicionales y abriendo espacio a la emergencia de una nueva. Con la abdicación del rey y el agotamiento del régimen del 78 se dan condiciones de posibilidad para que la izquierda se convierta en un agente importante del cambio. Pero como la historia no encierra ninguna lógica inmanente que la oriente en una dirección preestablecida, esas condiciones no garantizan nada, y lo que de nuevo esté por venir dependerá del empeño y la audacia con que se afronten. El concepto de izquierda se ha utilizado con tanta laxitud o sectarismo que sirve para referirse al todo y a la nada. Desde un punto de vista posicional cualquier cosa está a la izquierda de aquello que tiene a la derecha. Desde el punto de vista de la sujeción a unos principios, a unos proyectos y a una práctica, la noción se vuelve más exigente. Empecemos entonces por ahí para ver qué hay de nuevo en lo que se viene dando en llamar la izquierda, teniendo en cuenta que lo que suceda en los próximos meses ayudará al ajuste semántico de un concepto siempre móvil.
El PSOE está en crisis. La fuerza de la socialdemocracia en Europa radicó en su capacidad para funcionar como una estancia de mediación entre los trabajadores y el Estado. Después de que la clase obrera se haya reconfigurado en términos más complejos y fragmentarios y el Estado se haya adelgazado socialmente, ni la una ni el otro ven ya en ella un interlocutor privilegiado. En el marco de elecciones concebidas cada vez más como un juego virtual de oferta y demanda, apenas ha sabido vender mucho más que la derecha oficial: obediencia a los poderes fácticos y neoliberalismo económico. Para llegar hasta aquí el PSOE ha recorrido una senda de aprendizaje jalonada de decisiones de calado (OTAN, reconversión industrial, reformas laborales), vinculación orgánica con el poder y actitudes ostentosas a años luz de los valores fundacionales del «pablismo».
Esta trayectoria culmina hoy con el acuerdo de Rubalcaba con Rajoy y la Zarzuela para garantizar la continuidad del régimen del 78 por la vía de la sucesión dinástica. Los viejos consensos de la Transición se reeditan ahora con nocturnidad y alevosía para que no los veten unas bases que empiezan a mirar de forma tentadora a su izquierda ante la posibilidad de que en la nueva delimitación del frente de batalla entre el cambio y la continuidad puedan quedarse dentro de las filas enemigas. Quienes siguen agarrados a la esperanza de que el PSOE recupere sus nobles esencias de antaño no calculan que con el paso de los años estas puedan terminar siendo un accidente en su historia.
Izquierda Unida ha subido de manera considerable, pero sin superar el listón del 10% y proyectando una imagen de organización tradicional, encorsetada y rutinaria por contraste con Podemos y por méritos propios. Por debajo de esa imagen uniforme en IU conviven al menos tres almas o pulsiones. De un lado hay un alma ortodoxa y maximalista en lo retórico que anda agarrada siempre al palo de la bandera para que no se la lleve el viento de la historia. De otro lado IU tiene un alma pragmática enredada en el cabildeo institucional que cifra todas sus expectativas en ser la fuerza complementaria que tire del PSOE a la izquierda, como puede verse en Andalucía, o que pueda ser el elemento de contención a la agresividad del PP, como sucede en Extremadura. Ambas experiencias, que responden a la misma lógica pero en sentidos inversos, encierran sus riesgos: suele ser más habitual que el PSOE tire de IU a la derecha y no es difícil que el intento de contención negociada degenere en complicidad.
Tratando de abrirse hueco entre estas dos almas hay una Izquierda Unida dispuesta a llegar a pactos programáticos pero con vocación de alternativa, y que en su día trató de responder a las aspiraciones históricas de la izquierda abriéndose a nuevas formas de organización y lucha. La nueva coyuntura que se abre puede servir de terapia para que IU resuelva sus problemas de personalidad múltiple en beneficio de esta tercera cultura política, ahora que el despunte de lo nuevo no deja lugar a las nostalgias y la crisis del bipartidismo dinástico no aconseja comprometerse con cualquiera de sus caras, sino que insta a oponerle una alternativa constituyente para la que IU ya no se basta.
El problema es que en IU malviven un sinfín de familias, clanes y grupos de interés que le han cogido gusto al enfrentamiento cainita. Lo que mucha gente no perdona a IU es que las relaciones de poder contra las que luchan sus militantes en las calles se reproduzcan con tanta intensidad dentro de sus sedes. Tampoco seduce mucho la imagen de una dirección donde prima el poder de los aparatos y abunda una generación que viene de la Transición y sigue entendiendo la política en las coordenadas de entonces. Frente a eso IU cuenta con una extensa organización de hombres y mujeres de todas las edades que acumulan muchas horas de experiencia militante, activismo social y gestión municipal. Aunque, como diría Bertolt Brecht, «la ira contra la injusticia les haya puesto la voz ronca», todavía pueden decir mucho.
Podemos ha irrumpido de manera meteórica como acontecimiento fundante de una nueva ilusión en el imaginario de la izquierda y de gente no atada a identidades políticas fuertes. Para ello se ha nutrido de parte de la cultura política y organizativa del 15M, pero sobre todo de los anhelos de conquistas inmediatas que este dejó. También ha desarrollado una potente estrategia de comunicación sobre tres ejes que se han retroalimentado: la proyección de su figura carismática en los programas de televisión, las redes sociales y la difusión por abajo de la iniciativa a través de los «Círculos». Podemos ha construido un discurso de confrontación expresado en un lenguaje directo y comprensible alejado de la tradicional jerga corporativa de la izquierda, basado en la radicalidad democrática y donde el eje izquierda-derecha, que ataba a mucha gente a sus viejas lealtades partidarias, se ha traducido en el eje «la casta» versus «la gente», con el que se identifican amplios sectores que formalmente no están ideologizados. Además, ha sabido hacer del gesto su mejor discurso, renunciado en campaña a la financiación de los bancos o comprometiéndose a que sus futuros parlamentarios se limiten el sueldo.
La juventud, capacidad y frescura de sus candidatos y promotores han sido otros activos muy apreciados por comparación con lo que había. En tan vertiginoso despegue Podemos sugiere una potencialidad tremenda, pero también han arrastrado contradicciones con las que tendrá que convivir o resolver cuando tenga que materializar la ilusión en organización y acción colectiva.
Pero lo que IU y Podemos no deben olvidar es que su crecimiento y despegue lo han alcanzado navegando en la cresta de una ola de la que forman parte pero que les transciende. Esa ola es la de la multitud de luchas que se han librado en los últimos años bajo la forma de 15M, Plataforma de Afectados por la Hipoteca, mareas verdes, blancas y violetas, huelgas generales, campamentos dignidad, luchas contra los EREs, corralas, redes de solidaridad popular o marchas de la dignidad, y donde la gente verdaderamente ha comprendido con su hacer que «sí se puede». Abrir posibilidades al cambio pasa no sólo por generar un discurso ilusionante y saber transmitirlo, sino por ayudar a fortalecer, respetando su autonomía, esas experiencias de autodefensa o empoderamiento de la gente, entre otras cosas porque el poder de los de arriba no sólo se perpetúa por medio de la construcción de consensos en el plano de las ideas y el sentido común, sino que lo hace coaccionando cada día a las personas con la amenaza del despido, el desahucio o el hambre.
Construir mayorías electorales es fundamental para dar a la voluntad de cambio fuerza de ley, pero estas mayorías son muy precarias si no las forman personas políticamente activas y organizadas en la cotidianidad de la vida social, cada día más dura. Y ello al menos por dos razones, porque como decían los jornaleros que forzaron la reforma agraria en la Segunda República «primero el hecho y luego el derecho» y porque una sociedad así organizada es la mejor garantía para ayudar a que sus representantes, por muy de izquierdas que sean, no sean víctimas de la cooptación o la poltrona.
La posibilidad de construir algo grande en la izquierda pasa por una convergencia amplia que habrá que tejer con mucha inteligencia y sin repetir fórmulas fracasadas, sobre la base de acuerdos programáticos, lejos del fetichismo de las siglas, al calor de las luchas cotidianas y dándole, sobre todo, mucha participación a la gente. Quizá sea ahí donde la izquierda pueda encontrar una nueva y mejor definición.
Juan Andrade. Profesor de historia en la Universidad de Extremadura y autor del libro El PCE y el PSOE en (la) transición