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Corrupción en España

Fuentes: Sin Permiso

El texto que se reproduce a continuación es el esquema de una intervención de su autor en el Seminario de cultura socialista que se realiza con profesores de las facultades de Economía y de Derecho de la Universidad de Barcelona.

Con Bartomeu Muñoz, el alcalde socialista de la importante ciudad de la conurbación industrial barcelonesa que es Santa Coloma de Gramenet el pasado 29 de octubre, llevamos ya en poco más de tres años diecinueve alcaldes detenidos por corrupción en España: 7 del PP, 5 del PSOE, y otros «independientes» de pequeños partidos o agrupaciones electorales locales o regionales. Tenemos esta semana, además, la imputación en casos de corrupción de un antiguo presidentes del PP de la Comunidad Balear, Cañellas, y la investigación judicial sobre otro presidente balear del PP, Matas, así como los escándalos del «caso Gürtel», que afectan al presidente de la Comunidad valenciana, Camps, y a un creciente rimero de personalidades y altos cargos del PP en buena parte de la geografía nacional, señaladamente en la Comunidad de Madrid.

La detención del alcalde de Santa Coloma -una ciudad obrera, en la que su alcalde socialista no se molestaba en dormir: vivía en un barrio alto de Barcelona- forma parte de un caso que afecta también a otros antiguos altos cargos del partido de la derecha nacionalista catalana, CiU y en el que andan de por medio, al alimón, turbios negocios inmobiliarios con blanqueo de capitales a través de una agencia del segundo banco español (el BBVA) que operaba en el paraíso fiscal de la Isla británica de Jersey. Y ese caso catalán ha venido a añadirse al que estalló hace no muchas semanas, conocido por el nombre de «caso Palau de la Música», un caso de espectacular saqueo -más de 20 millones de euros- en beneficio privado de su presidente -un prohombre del patriciado barcelonés, condecorado hace años con la Creu de Sant Jordi- y allegados, así como de partidos afines a los saqueadores, de una entidad cultural emblemática de la ciudad de Barcelona, sostenida con aportaciones públicas y con donaciones privadas altruistas.

Nadie espera que la cosa termine aquí. El antiguo presidente de la Generalitat catalana, Jordi Pujol, se ha avilantado hace unos días, en una entrevista concedida a un programa televisivo de gran audiencia, a aconsejar que no se tirara mucho de la manta, porque el hedor (farum) podría llegar a ser insoportable para todos. (Algo parecido debió pensar en su día el presidente español José María Aznar cuando, ante el caso seguramente más alarmante de corrupción política registrado hasta ahora en España, la compra por parte del negocio inmobiliario madrileño de dos diputados autonómicos madrileños del PSOE para que no votaran la investidura de quien había ganado las elecciones autonómicas de mayo de 2003 (el candidato socialista, apoyado por Izquierda Unida), impidió que el fiscal de Madrid -el socialista Fernández-Bermejo- investigara el asunto. Hubo que repetir las elecciones. Y ganó el PP. Y no hubo más.)

Cuatro reacciones del establishment político-mediático

Cuatro son las reacciones más comunes a lo que algunos, acaso sin exageración, llaman ya epidemia de corrupción política extendida por España. Las que siguen, que no son necesariamente excluyentes:

1 Está, primero, la reacción miope nacida de la obnubilación política sectaria: sí, nosotros también, pero vosotros más, mucho más.

2 Viene, luego, el cierre de filas de quienes aceptan ya sin rubor el formar parte de una «clase política» que, estupefacientemente, se identifica con el conjunto del «sistema democrático» y aun con los valores democráticos mismos: hay que defender del descrédito a un sistema político democrático creciente y peligrosamente amenazado por la pérdida de crédito ante la población. El grueso de la «clase política» es honrada, y el interminable rimero de escándalos de corrupción política afectaría, en realidad, a una minoría. Toda la «clase política» debería olvidar sus (legítimos) enfrentamientos partidistas, para unirse en ese mensaje a la población, si es necesario, con nuevas y más duras medidas legislativas y administrativas.

3 Otra reacción común es el escándalo farisaico de la antipolítica. La política como servicio público y como representación fiduciaria de los distintos y encontrados intereses de la vida social sería pura ilusión. No habría tal. La política sería, siempre, un negocio, y quienes a ella se dedican, necesariamente, unos negociantes que están ahí «para forrarse» (como dijo textualmente una vez en una conversación privada que acabó transcendiendo públicamente el expresidente de la Generalitat valenciana y exministro de José María Aznar Eduardo Zaplana).

4 Cuarta reacción, y última aquí inventariada: el recurso al cinismo antropológico; la corrupción estaría en la «naturaleza humana». Lo dijo Alan Greenspan, acaso el principal responsable político de una de las eras de codicia y corrupción económica más desapoderadas del último siglo. Ahora lo están repitiendo muchos comentaristas políticos en España.

Esas cuatro reacciones, tan distintas, tienen, sin embargo, en común la pretensión de despolitizar el problema de la corrupción política:

1 La obnubilación sectaria, por la vía de una hipermoralización partidista elemental: los nuestros son necesariamente más honrados: o porque, siendo de «izquierda», se les suponen valores morales incompatibles con la puesta en almoneda de sus actos de servicio público; o porque, siendo gentes de viso y de «derecha», se les supone con suficiente patrimonio personal como para resistir al soborno.

2 La despolitización dimanante del cierre de filas viene de suponer, acaso sin advertirlo, que la política democrática es algo más que, y acaso metafísicamente superior a, la representación fiduciaria de intereses y voluntades existentes en nuestra vida social, y de intereses y voluntades las más veces pugnaces y encontrados. Viene, esto es, de ignorar que lo único que tienen en común los representantes políticos es la obligación de defender los intereses y las voluntades de sus representados en el marco de una deliberación pública realizada con argumentos dimanantes de razones públicamente defendibles y atenidos al interés general (nadie puede proponer una ley con el argumento, dimanante de una razón privada, de que esa ley le favorecería en sus negocios o favorecería a sus amigos y parientes). Y parte esencial del interés general en una sociedad escindida en clases y grupos de interés es el reconocimiento político, con todas sus consecuencias, de esa escisión social de base y de la legitimidad de sus expresiones y manifestaciones en la vida política. Patentemente, es la ignorancia de eso lo que permite a muchos políticos aceptar hoy con un donaire digno de mejor causa el constituir nada menos que una «clase política», es decir, un grupo de individuos unidos por intereses privados propios, y en esa medida, seccionados, desgajados como casta o como «clase», del pueblo supuestamente «soberano».

3 El escándalo farisaico niega directamente la posibilidad de la política democrática. O bien porque cree que el mejor modo de promover el interés público es tener políticos codiciosos y corruptibles -no han faltado voces en España en estos últimos años que han sugerido que la corrupción política es también un saludable índice de dinamismo y prosperidad económicos-, una versión posmoderna del viejo ideologema de Mandeville: vicios privados, virtudes públicas. O bien porque, y tal vez en el otro extremo, ha llegado a creer que la representación política fiduciaria de intereses y valores socialmente existentes es tarea de antemano condenada al fracaso: la «política» es y será siempre una mierda, y los políticos, sea cual fuere su signo ideológico, un hatillo de hipócritas y mangantes; de gentes que, ¡qué diablos!, como todo el mundo, van a la suya.

4 El cinismo antropológico despolitiza el específico fenómeno de la corrupción política por la vía de la banalización inespecífica: no hay un problema de corrupción política, distinto del problema de la corrupción administrativa, distinto del problema de la corrupción económica privada, etc., sino que la naturaleza humana, en general, sería pronta al soborno. Consuelo para políticos corruptos o irresponsables y pretexto para las protestas de agudeza de tertulianos y columnistas de grandes absolvederas, el planteamiento político del problema de la corrupción política es substituido por la reafirmación de la doctrina paulina de la corrupción general de la naturaleza humana como consecuencia de la caída de nuestros padres en el pecado original:

«Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido a sujeción del pecado. / Porque lo que hago, no lo entiendo; ni lo que quiero, hago; antes lo que aborrezco, aquello hago. / Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. / De manera que ya no obro aquello, sino el pecado que mora en mí. / Y yo sé que en mí (es a saber, en mi carne) no mora el bien: porque tengo el querer, mas efectuar el bien no lo alcanzo. / Porque no hago el bien que quiero; mas el mal que no quiero, éste hago. / Y si hago lo que no quiero, ya no lo obro yo, sino el pecado que mora en mí. / Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: Que el mal está en mí.» (Pablo, Romanos, 6, 14-21)

Corrupción, política, administrativa y económica [El fenómeno de la corrupción política, visto políticamente]

Para ver políticamente el fenómeno de la corrupción política, lo primero es distinguirla de otras formas de corrupción socialmente significativas, como la corrupción económica privada y la corrupción administrativa.

La corrupción económica privada afecta a las instituciones y a los agentes económicos privados, y a las relaciones de agencia fiduciaria entre ellos, entre los que actúan como agentes propiamente dichos y los que actúan como principales: un ejecutivo es un agente fiduciario de su principal, que son los accionistas propietarios de la empresa; un abogado de empresa es un agente fiduciario de su principal, que son los directivos de la empresa; un bróker financiero es un agente de su principal, que es el inversor financiero o bolsístico. Las relaciones entre principales y agentes están marcadas siempre por una asimetría informativa que hace que, objetivamente, las posibilidades de que el agente traicione la confianza puesta en él por el principal sean enormes, es decir, que hay un amplio espacio para que el agente se deje interferir en su labor por intereses propios o de que se deje corromper y sobornar por intereses privados que no son los de su principal. La regulación pública de la actividad económica privada tiene en buena medida que ver con la yugulación legislativa de aquellas posibilidades, con la restricción radical del espacio social e institucional que permite el fraude en las relaciones de agencia. No hará falta insistir en que el incremento espectacular de la corrupción económica en el mundo en las pasadas décadas, señaladamente en el sector financiero, tiene que ver con la desregulación pública de la actividad económica privada.

La corrupción administrativa afecta a los funcionarios públicos, es decir, a agentes que, a diferencia de los representantes políticos, guardan con el «pueblo soberano» una relación muy mediata. O bien son cargos de confianza de políticos electos (así pues, agentes fiduciarios del político electo, que es su principal, el cual, a su vez, es agente fiduciario del «pueblo soberano»), o bien son funcionarios de carrera, y entonces la relación de agencia con la ciudadanía es aún más remota: en general, viene dada por los criterios legalmente establecidos de selección para entrar en la carrera del servicio público y por los criterios, legalmente establecidos también, para sancionar al funcionario público que falta a su deber de probidad. El descrédito de la función pública que ha acompañado al auge del «neoliberalismo» en las últimas décadas ha jugado un papel de primer orden en la degradación de ambas cosas: ha habido una bien documentada relajación en los criterios de selección de funcionarios (con la admisión de zorros como guardianes del gallinero: como el estafador Madoff presidiendo el Comité de directores de la agencia regulatoria NASDA): culpa in eligendo ; y ha habido una política de gestión y de sanciones, importada del mundo de la empresa privada e impropia del sector público (todos serían corruptos y holgazanes, hasta que se demuestre lo contrario), como el llamado New Public Management, que ha traído consigo, entre otras cosas, una desmoralización general de los trabajadores públicos: culpa in vigilando .

Huelga decir que el caso más interesante de corrupción administrativa es el que trae su origen causal en la vida económica privada, es decir, la corrupción de funcionarios públicos por grandes (o pequeñas) empresas privadas. El incremento de la corrupción administrativa en las pasadas décadas, señaladamente en los países en vías de desarrollo, ha sido sencillamente espectacular. También porque ha sido instrumento capital del saqueo de esos países por las grandes empresas del hemisferio norte en el orden neoliberal de la «globalización». Peter Eigen, el fundador de Transparency International, con sede en Berlín, lo resumía así en enero de 2000:

«La magnitud de los sobornos pagados por corporaciones internacionales en los países en desarrollo es a gran escala. Las acciones emprendidas por la mayoría de los gobiernos de los países industrializados para luchar contra la corrupción internacional son modestas. Los resultados se traducen en mayor pobreza en los países pobres, un persistente socavamiento de las instituciones democráticas, y cada vez más distorsiones en el comercio internacional honrado.»

La corrupción política es particularmente lacerante, porque afecta a una relación de agencia fiduciaria directa entre el supuesto «pueblo soberano», como principal, y los partidos y los representantes políticos como meros agentes suyos, formadores y canalizadores de las voluntades y los intereses populares. No suele observarse que los distintos partidos políticos no sólo representan distintos intereses sociales -lo que es una obviedad-, sino que las relaciones fiduciarias de los distintos partidos con sus bases sociales (y más en general, con los intereses sociales que supuestamente representan) son también muy distintas. El marxista Gramsci popularizó la idea de que los intelectuales y los políticos de un determinado signo social, político o ideológico pueden ser más o menos «orgánicos en» sus respectivas bases. Y observó con gran perspicacia que para los dirigentes y representantes de las clases y estratos subalternos de la población la «organicidad» en, es decir, la miríada de vínculos capilares de retroalimentación con, sus bases sociales es mucho más difícil de mantener que en el caso de los representantes y los agentes fiduciarios de las elites sociales y económicas tradicionales. No sólo porque resulta harto más difícil encontrar buenos representantes y calificados dirigentes entre quienes están obligados a vivir por sus manos, y desde luego, no de renta; no sólo porque, una vez encontrados, es más difícil substituirlos por otros, lo que da a esos agentes un gran margen de chantaje autoritario sobre sus bases («si no os gusta, me voy»: como Felipe González, cuando obligó a un PSOE mayoritariamente reluctante a «abandonar el marxismo» en 1979; o como el propio Felipe González, cuando en 1986 obligó a un pueblo abrumadoramente pacifista como el español a entrar en la OTAN); también porque, una vez con cargos y aupados al núcleo del funcionamiento del sistema político, con todas su pompas y vanidades, tienden espontáneamente a desarrollar una nueva identificación con los hábitos de sus colegas bienhabientes, tienden, esto es, a sentirse más «clase política» que representantes de su fábrica, de su barrio o, en general, de las gentes menudas de cuyas filas proceden o a las que, al menos, declaran representar. Así que, en punto a corrupción política, el partido de izquierda que no sea especialmente sensible a esas realidades, va listo: quien no vive según piensa, termina pensando según vive. El alcalde de Santa Coloma detenido por corrupción la pasada semana -dicen que un socialista aficionado a los buenos restaurantes, a los buenos automóviles y a las buenas compañías de gente con estilo-, que regía con mayoría absoluta una de las ciudades obreras más importantes del cinturón industrial de Barcelona, ni siquiera vivía en Santa Coloma, sino en uno de los barrios altos de la Ciudad Condal.

Eso no quiere decir que las elites políticas o ideológicas de la derecha hayan de tener siempre mayor «organicidad en» sus bases, o más facilidad para lograrla. Los numerosos casos -en realidad, ampliamente mayoritarios- de corrupción política de la derecha tradicional en la España de estos últimos años son buen ejemplo de ello. Pero es interesante observar que la pérdida radical de organicidad en sus bases sociales de las elites ideológicas y políticas conservadores se da fundamentalmente en momentos históricos dominados por la mentalidad rentista, es decir, en épocas de hegemonía social y cultural de los estratos y capas sociales que viven fundamentalmente de rentas: de rentas inmobiliarias, de rentas dimanantes de grandes patrimonios financieros y de rentas monopólicas desapoderadas, derivadas de posiciones de abuso de poder en los mercados. El rentista no produce nada, no crea nada, no genera valor, ni riqueza, sino, a lo sumo, apariencia de ella; el rentista es, básicamente, un saqueador; un expoliador de bienes comunes y de bienes privados ajenos; y un activo buscador de rentas a través de mecanismos políticos, que no puede ver en la vida política representación de interés social alguno, sino oportunidad de negocio y cabildeo. Lo que en Alemania ha dado en llamarse «puerta giratoria» entre la política y el mundo de los negocios (el hecho de que grandes fortunas entren como si nada en el juego de la vida política -Berlusconi- y, a la inversa, grandes dirigentes políticos vayan a parar al mundo de los negocios luego de abandonar su cargo -Schröder con Gazprom, Felipe González con Carlos Slim, Aznar con Rupert Murdoch-), un fenómeno relativamente reciente, expresa bien esa realidad.

No es por casualidad que uno de los clásicos de la ciencia social contemporánea, La teoría de la clase ociosa (1898), del economista noruego-estadounidense Thorstein Vebblen se escribiera en plena Era de la Codicia norteamericana, un período, por tantos conceptos, muy semejante al que hemos vivido en las últimas décadas. En Veblen puede encontrarse un atisbo de explicación al hecho de que precisamente políticos sin la menor organicidad en intereses sociales objetivos de ningún estrato social relevante -basta ver la pinta, involuntariamente cómica, de un Ricardo Costa, el de los relojes de 6.000 euros y los coches de 60.000-, y enfangados hasta el cuello en asuntos de corrupción política, como en Madrid, como en Valencia, o como en Santa Coloma de Gramanet, puedan jactarse de lograr una y otra vez mayorías absolutas:

«… la institución de una clase ociosa opera en el sentido de hacer conservadoras a las clases inferiores al privarles, hasta donde es posible, de los medios de subsistencia, reduciendo así su consumo, y, por ende, de la energía de que pueden disponer, hasta el punto de hacerlas incapaces del esfuerzo exigido para el aprendizaje y adopción de nuevos hábitos mentales. La acumulación de riqueza en el extremo superior de la escala pecuniaria implica privaciones en el extremo inferior. (…) El efecto inhibitorio directo de la desigual distribución de la riqueza está secundado por otro indirecto que tiende al mismo resultado. (…) El mantenimiento del consumo ostensible como uno de los elementos principales del patrón que mide el decoro en todas las clases, no es, desde luego, atribuible por entero al ejemplo de la clase ociosa adinerada, pero la práctica y la importancia que se le da se robustecen, sin duda, por el ejemplo de la clase ociosa.»

La percepción de la corrupción económica, administrativa y política. El caso de España.

A pesar de la epidemia de corrupción política que aparentemente se ha abatido sobre España, es muy notable que, en la percepción de los españoles -y como saben todos los estudiosos del fenómeno de la corrupción, suele haber, ceteris paribus, una elevada correlación positiva entre la percepción de la misma y su realidad objetivamente medida- la corrupción económica del sector privado resulta ser mucho más importante que la corrupción de los partidos y de los representantes políticos. Según el informe de 2009 de Tranparency International, mientras que en países como Argentina, Grecia, Israel, Italia o Reino Unido lo más destacado en la percepción ciudadana es la corrupción de los partidos políticos; mientras que en países como los EEUU, Indonesia y Panamá se destaca la corrupción de todo el poder legislativo (las cámaras parlamentarias); mientras que en países como Chequia, Japón y Rusia se destaca la corrupción administrativa; en España, en cambio -como en Hong Kong, Islandia, Países Bajos y Noruega-, se destaca la corrupción empresarial.

En contra de los sermones casi unánimes de los políticos españoles de estos días, el crédito popular de la «democracia», del sistema de partidos políticos y de los representantes políticos electos no está por ahora gravemente amenazado, a pesar de la que está cayendo. Diríase, en cambio, que la población española tiene una percepción bastante clara del origen causal de los males de la política en los males de una vida económica -de un «modelo de crecimiento», como se dice con tecnocrática unción- fundada, no en la creación de riqueza o de valor, sino en la inflación de activos (inmobiliarios y financieros), en la inclemente destrucción del patrimonio común natural (el caso de las costas españolas es particularmente llamativo, y ahora ha saltado dramáticamente a la luz el caso de los humedales de las Tablas de Daimiel), en el saqueo y privatización de patrimonio público del Estado (una política de privatizaciones iniciada por Felipe González y seguida luego por Aznar, pero a la que, inicialmente, se oponía hasta la derecha política tradicional), en la asombrosa sobreexplotación de una mano de obra calificada (el 63% de los asalariados españoles es «mileurista»), en un Estado social raquítico, en el volumen de desempleo estructural más crecido de los países de la OCDE y en el insostenible endeudamiento de las empresas y de los trabajadores españoles.

Si comparamos con Italia, el contraste es notable. Mientras en España un 29% considera que el sector más corrompido es el de la empresa privada, en Italia sólo un 7% cree eso. Es verdad que en España un 27% creen ya que son los partidos el sector más corrompido (cerca, pues, de la empresa privada), pero en Italia tenemos un abrumador 44% de ciudadanos que lo cree. Ese 27% registrado en 2009 podría crecer; visto lo visto estos días, y lo cierto es que si la pregunta es cuán corrompido está un sector (no qué sector es el más corrompido), en España ganan ya los partidos políticos con una puntuación de 3,4 (en contraste con el 3,3 que se da a las empresas, el 3,1 que se da al parlamento, o el moderado 3,0 -el más bajo- que se da a los funcionarios. (Por seguir con el contraste: en Italia la puntuación más alta de descrédito en materia de corrupción se la llevan también los partidos, pero con un 4,1, seguidos de los funcionarios, 3,9, del poder judicial, 3,5, y de los medios de comunicación, 3,4; la empresa privada queda en un 3,3, al mismo nivel que el Parlamento).

Y si la izquierda institucional no reacciona políticamente a esos males básicos de la vida económico-social de nuestro país, si no logra al menos acompasar sus percepciones básicas a las percepciones del común de la ciudadanía, entonces sí podría empezar a temerse muy en serio en España una generalización à la italiana de la antipolítica.

Antoni Domènech es el editor de SinPermiso.

Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2871